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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (28 page)

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Debo algunos malos ratos a los meteorólogos. Es cierto. Pero no les echo la culpa de mis problemas. Hacen lo que pueden, lidiando cada día con una ciencia inexacta y necesaria. Me hago cargo de la dificultad de predecir el tiempo con exactitud. Nunca esa información fue tan completa ni tan rigurosa como la que tenemos ahora. Nunca se afinó tanto, aceptando el margen de error inevitable. Un meteorólogo establece tendencias y calcula probabilidades con predicciones de carácter general; pero no puede determinar el viento exacto que hará en la esquina de la calle Fulano con Mengano, los centímetros de nieve que van a caer en el kilómetro tal de la autopista cual, o los litros de agua que correrán por el cauce seco de la rambla Pepa. Tampoco puede hacer cálculos particulares para cada calle, cada tramo de carretera, cada playa y cada ciudadano, ni abusar de las alarmas naranjas y rojas, porque al final la peña se acostumbra, nadie hace caso, y acaba pasando como en el cuento del pastor y el lobo. Además, en última instancia, en España el meteorólogo no es responsable de la descoordinación de las administraciones públicas -un plural significativo, que por sí solo indica el desmadre-, de la cínica desvergüenza y cobardía de ministros y políticos, de la falta de medios informativos adecuados, de los intereses coyunturales del sector turístico-hotelero, de la codicia de los constructores ladrilleros y sus compinches municipales, ni de nuestra eterna, contumaz, inmensa imbecilidad ciudadana.

Hay una palabra que nadie acepta, y que sin embargo es clave: vulnerabilidad. Hemos elegido, deliberadamente, vivir en una sociedad vuelta de espaldas a las leyes físicas y naturales, y también a las leyes del sentido común. Vivir, por ejemplo, en una España con diecisiete gobiernos paralelos, donde 26.000 kilómetros de carreteras dependen del Ministerio de Fomento y 140.000 de gobiernos autonómicos, diputaciones forales y consejeros diversos, cada uno a su aire y, a menudo, fastidiándose unos a otros. Una España en la que el Servei Meteorològic de Catalunya reconoce que no mantiene contacto con la agencia nacional de Meteorología, cuyos informes tira sistemáticamente a la papelera. Una España donde, según las necesidades turísticas, algunas televisiones autonómicas suavizan el mapa del tiempo para no desalentar al turismo. Una España que a las once de la mañana tiene las carreteras llenas de automóviles de gente que dice que va a trabajar, y donde uno de cada cuatro conductores reconoce que circula pese a los avisos de lluvia o nieve. Una España en la que quienes viven voluntariamente en lugares llamados -desde hace siglos- La Vaguada, Almarjal o Punta Ventosa se extrañan de que una riada inunde sus casas o un vendaval se lleve los tejados. Por eso, cada vez que oigo a un político o a un ciudadano de infantería cargar la culpa de una desgracia sobre los meteorólogos, no puedo dejar de pensar, una vez más, que nuestro mejor amigo no es el perro, sino el chivo expiatorio.

Sobre galeones y marmotas

Hace tiempo que no les cuento una de esas historietas menudas de otros tiempos, de las que a veces me gusta recordar. Trozos de Historia con minúscula que a menudo permiten comprender con quién nos jugamos los cuartos desde hace siglos: las claves de este putiferio llamado España. No hay como mirar atrás para comprender lo que somos. Para asumir que en esta infeliz tierra poblada por algunas personas decentes y por innumerables sinvergüenzas, no ocurre nada que no haya ocurrido antes. Es como aquella película del día de la marmota, la de Bill Murray. Cuando vuelves del extranjero y abres un periódico o miras un telediario, compruebas que todo sigue igual, día tras día. Las mismas palabras, los mismos hechos, los mismos desalmados hijos de puta. Con las variantes seculares mínimas y lógicas, España es un continuo día de la marmota.

Habrá quien no vea mucha relación entre lo que acabo de teclear y el episodio de hoy. Pero allá cada cual. Es la elocuente historia del naviero vizcaíno Martín de Arana, súbdito leal de la corona, que en 1625, para congraciarse con el rey Felipe IV y asegurar el futuro de un hijo suyo, se comprometió a construir seis galeones para la flota de Indias. Entró en ello con entusiasmo, jugándose la hacienda propia en un momento en que la construcción y el transporte naval eran negocio de poco futuro: la Corona estaba en bancarrota; los navieros, expuestos a que confiscaran sus naves para la guerra, y numerosos armadores se habían arruinado, acribillados a impuestos por parte de una administración ávida y corrupta, especializada en sangrar a todo cristo. «No a de aver hombre particular que se atreba ya a fabricar nao de guerra, ni tampoco a hazerla de merchante, por el poco sueldo que da Su Majestad», escribía por esa época Tomé Cano en su Arte para fabricar naos.

Así estaba el patio y ése era el panorama. Tan español que quizá les suene. Supongo. Sin embargo, pese a los riesgos, Martín de Arana se metió en faena, confiado en que su esfuerzo y devoción le granjearían favor real en el futuro. Una especie de renta moral y honorable para sus hijos. Hay un interesante libro titulado Seis galeones para el rey de España –lo utilicé hace ocho años entre la documentación para el episodio de Alatriste El oro del rey–, donde la historiadora norteamericana Carla Rahn Phillips demuestra que al naviero vizcaíno, detalle difícil hoy de comprender pero natural en aquel tiempo, no lo movía el beneficio económico sino el celo y el deber de buen vasallo; el honor familiar de tener al rey por deudor de su casa y de su nombre. Por eso firmó un contrato y empezó la construcción de los galeones con su dinero. Cuestión, ésta de soltar pasta, peliaguda en un momento como aquél, cuando la administración real pagaba tarde y mal, si es que lo hacía.

Ahorro pormenores, porque estoy seguro de que los imaginan. Arana no sólo dejó la salud y la hacienda en el empeño, sino que durante las diferentes etapas de la construcción y acastillaje de las naves, ya difícil por las dificultades para conseguir materiales adecuados y mantener el ritmo de trabajo en el astillero, le cayó encima una nube de contadores, veedores, inspectores, supervisores, recaudadores, funcionarios reales y otras sanguijuelas de la administración que le amargaron la vida hasta extremos inauditos. Llegó a temer, incluso, que el rey lo dejase tirado, y tener que comerse los galeones a medio construir, con patatas. El pobre Arana, que ya había invertido 8.000 ducados por la cara, tuvo que viajar varias veces a Madrid y hacer antesala en el palacio real, tragando pasillo. Aprovechó para recordar lo de su hijo, a quien pedía concediesen el mando de una de las compañías de infantería que iban a servir en los galeones. Demanda a la que, por supuesto, no se hizo ni puñetero caso.

Abrevio la triste historia. Entregados por Arana los galeones, ni el rey ni nadie le dieron las gracias. Lo que se hizo fue una auditoría, para ver si había manera de trincarlo por algo y no pagarle 4.000 ducados que aún se le adeudaban. Salió de eso bastante limpio, demostrada su honradez y lealtad; y a cambio de la suma, nunca reintegrada, le dieron varias pinazas y embarcaciones menores de poca utilidad para la corona, a fin de que con ellas recuperase parte de los gastos. Años después, el vizcaíno todavía reclamaba que se cumpliese el compromiso con su hijo, y en 1644 moría en pleno litigio con los administradores reales, «que han llevado mi familia a la ruina». Un final, éste, que resulta difícil no asociar con el de otro personaje que sacrificó su hacienda y su vida por la corona española, el general Ambrosio Spínola, expugnador de Breda, que por la misma época moría enfermo y lamentándose: «Muero sin honor ni reputación. Me lo quitaron todo, el dinero y el honor. No es éste el pago que merecen cuarenta años de servicios».

Como les decía, oigan. España eterna. Desde Viriato, o antes. El día de la marmota.

Mediterráneo

Amarrar un barco bajo la lluvia, en la atmósfera gris de un puerto mediterráneo, suscita a veces una melancolía singular. Es lo que ocurre hoy. No hay sol que reverbere en las paredes blancas de los edificios, y el agua que quedó atrás, en la bocana, no es azul cobalto a mediodía, ni al atardecer tiene ese color de vino tinto por cuyo contraluz se deslizaban, en otro tiempo, naves negras con ojos pintados en la proa. El mar es verde ceniciento; el cielo, bajo y sucio. Las nubes oscuras dejan caer una lluvia mansa que gotea por la jarcia y las velas aferradas, y empapa la teca de la cubierta. Ni siquiera hay viento.

Aseguras los cabos y bajas al pantalán, caminando despacio entre los barcos inmóviles. Mojándote. En días como hoy, la lluvia contamina de una vaga tristeza, imprecisa. Hace pensar en finales de travesía, en naves prisioneras de sus cabos, bolardos y norays. En hombres que dan la espalda al mar, al final del camino, obligados a envejecer tierra adentro, recordando. Esta humedad brumosa, impropia del lugar y la estación, aflige como un presentimiento, o una certeza. Y mientras te vas del muelle no puedes evitar pensar en los innumerables marinos que un día se alejaron de un barco por última vez. También, por contraste, sientes la nostalgia del destello luminoso y azul: salitre y pieles jóvenes tostadas bajo el sol, rumor de resaca, olor a humo de hogueras hechas con madera de deriva, sobre la arena húmeda de playas desiertas y rocas labradas por el paciente oleaje. Memoria de otros tiempos. De otros hombres y mujeres. De ti mismo, quizás, cuando también eras otro. Cuando estudiabas el mar con ojos de aventura, en los puertos sólo presentías océanos inmensos e islas a las que nunca llegaban órdenes judiciales de busca y captura, y aún estabas lejos de contemplar el mundo como lo haces hoy: mirando hacia el futuro sin ver más que tu pasado.

En el bar La Marina -reliquia centenaria, sentenciado a muerte por la especulación local-, Rafa, el dueño, asa boquerones y sardinas. A un lado de la barra hay tres hombres que beben vino y fuman, junto a la ventana por la que se ven, a lo lejos, los pesqueros abarloados en el muelle próximo, junto a la lonja. Los tres tienen la misma piel tostada y cuarteada por arrugas como tajos de navaja, el aire rudo y masculino, la mirada gris como la lluvia que cae afuera, las manos ásperas y resecas de agua fría, salitre, sedales, redes y palangres. A uno de ellos se le aprecia un tatuaje en un antebrazo, semioculto por la camisa: una mujer torpemente dibujada, descolorida por el sol y los años. Grabada, supones, cuando una piel tatuada -mar, cárcel, milicia, puterío- todavía significaba algo más que una moda o un capricho. De cuando esa marca en la piel insinuaba una biografía. Una historia singular, turbia a veces, que contar. O que callar.

Sin preguntarte casi, Rafa pone en el mostrador de zinc un plato de boquerones asados, grandes de casi un palmo, y un vaso de vino. «Vaya un tiempo perro», dice resignado. Y tú asientes mientras bebes un sorbo de vino y te llevas a la boca, cogiéndolo con los dedos y procurando no te gotee encima el pringue, un boquerón, que mordisqueas desde la cabeza a la cola hasta dejar limpia la raspa. Y de pronto, ese sabor fuerte a pescado con apenas una gota de aceite, hecho sobre una plancha caliente, la textura de su carne y esa piel churruscada que se desprende entre los dedos que limpias en una servilleta de papel -un ancla impresa junto al nombre del bar- antes de coger el vaso de vino para llevártelo a los labios, dispara ecos de la vieja memoria, sabores y olores vinculados a este mar próximo, hoy fosco y velado de gris: pescados dorándose sobre brasas, barcas varadas en la arena, vino rojizo, velas blancas a lo lejos, en la línea luminosa y azul. Tales imágenes se abren paso como si en tu vida y tus recuerdos alguien hubiera descorrido una cortina, y el paisaje familiar estuviese ahí de nuevo, nítido como siempre. Y comprendes de golpe que la bruma que gotea en tu corazón sólo es un episodio aislado, anécdota mínima en el tiempo infinito de un mar eterno; y que en realidad todo sigue ahí pese al ladrillo, a la estupidez, a la desmemoria, a la barbarie, a la bruma sucia y gris. El sabor de los boquerones y las sardinas que asa Rafa en el bar es idéntico al que conocieron quienes, hace nueve o diez mil años, navegaban ya este mar interior, útero de lo que fuimos y lo que somos. Comerciantes que transportaban vino, aceite, vides, mármol, plomo, plata, palabras y alfabetos. Guerreros que expugnaban ciudades con caballos de madera y luego, si sobrevivían, regresaban a Ítaca bajo un cielo que su lucidez despoblaba de dioses. Antepasados que nacieron, lucharon y murieron asumiendo las reglas aprendidas de este mar sabio e impasible. Por eso, en días como éste, reconforta saber que la vieja patria sigue intacta al otro lado de la lluvia.

Apatrullando el Índico

Imperativos de las artes gráficas obligan a escribir esta página un par de semanas antes de la fecha en que se publica. Lo aclaro porque es posible -poco probable, pero posible- que, cuando lean estas líneas, la fragata española destacada en el Índico haya destruido a cañonazos a toda una flotilla de piratas somalíes, o que nuestros comandos de la Armada, tras recibir vigorosa luz verde del implacable Ministerio de Defensa español, hayan liberado heroicamente a varios rehenes españoles o extranjeros, liándose a tiros, bang, bang, bang, y dándoles a los malandrines las suyas y las del pulpo sin pagar rescate ni pagar nada. Que no creo, la verdad. Aquí eso del bang bang se mira mucho, no vayamos a darle a alguien, que encima es negro y desnutrido, aunque lleve Kalashnikov, y a ver qué dicen luego la prensa, las oenegés y las estrellas del cine español. Pero nunca se sabe.

Hoy quiero hablar de una foto. En ella aparece la titular de Defensa, señora Chacón, con varios portavoces parlamentarios -el señor Anasagasti, la señora Rosa Díez y algún otro padre y madre de la patria- a los que invitó al océano Índico para retratarse a bordo de la fragata Numancia; que como saben forma parte del dispositivo internacional que allí protege, o lo intenta, el tráfico mercante. En la foto, los portavoces varones y hembras sonríen felices, cual si acabaran de cantarle a la marinería lo de «Soldados sin bandera/soldados del amor», satisfechos por llevar al cuerno de África un mensaje de compromiso y firmeza. Mucho ojito, piratas malvados, que con España no se juega. Aquí estamos todos, unidos como una piña colada, para dar aliento a nuestros tiradores de élite. Cuidadín. Etcétera. Estoy seguro de que, después de verlo en el telediario, las familias de los tripulantes de atuneros, petroleros, portacontenedores y otros barcos españoles duermen tranquilas. Relajadísimas. Nuestra Armada está ojo avizor, y nuestros políticos la apoyan. El protocolo operativo contempla el uso de la fuerza, siempre y cuando no peligre la vida de secuestrados ni de secuestradores. O algo así. A ver qué pirata le echa huevos y se atreve ahora.

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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