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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (32 page)

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Y, bueno. Eso es todo, o casi. Sólo quería decirte que, lo mismo que el mar, espejo de la vida, también la tierra firme -engañosamente firme- tiene borrascas perfectas que discurren por el corazón del ser humano, probándolo, tanteando su resistencia y su coraje. Y que no hay mejor adiestramiento y ojo marinero para enfrentarse a ellas, aparte una saludable incertidumbre, que la lucidez, la tenacidad y la cultura. Ellas te ayudarán a sobrevivir entre tus particulares temporales de fuerza 8. Y en el peor de los casos, si no queda otra, a perderte con tu barco luchando hasta el final, silencioso y sereno como un buen marino. Con el consuelo de que lo hiciste todo lo mejor posible.

Los barcos se pierden en tierra

Dio la espalda al puerto y caminó alejándose del mar, sin mirar atrás, consciente de que jamás volvería a pisar la orilla. Dejando atrás las grullas, los desembarcaderos y los grandes barcos amarrados al muelle, se sorprendió al no sentir ni melancolía ni nostalgia. Silbaba una melodía de jazz improvisada, siguiendo la cadencia de sus pasos sobre la gravilla. El camino le resultaba sorprendentemente abrupto e inestable, habituado como estaba a la superficie lisa y oscilante de los puentes de los navíos. Desconfiado, puso un pie delante del otro con la precaución de aquellos que encuentran engañosa la inmovilidad de tierra firme. Buscaba al guardián de cerdos, y ese pensamiento le arrancó una sonrisa interior gesticulante y amarga.

—Este hombre —le dijo Atenea— posee la llave de tu destino. La llave de tu retorno a casa.

—Pero, ¿por qué debo entrar? —le preguntó él mientras se vestía cerca de una ventana desde donde se veía el puerto, el barco anclado y un faro que se elevaba a lo lejos.

—No lo sé —respondió la mujer de ojos verdes cubriendo con una sábana la desnudez de su pecho—. Lo que importa es que tarde o temprano, todos lo hacen.

Mientras se alejaba, aspirando el perfume de los pinos que sombreaban la vertiente, Ulises recordó todos aquellos años pasados. Aquel mismo sendero, en sentido opuesto, hacia el mar. Los hombres jóvenes de sueño inquieto, gotas de lluvia en el corazón y la aventura en la profundidad de los ojos, que descendían la costa con él, inquietos y fragorosos, en grupo, como chiquillos disimulando su incertidumbre, cada uno corriendo tras su particular ballena blanca. Las mujeres, inmóviles en lo alto de la última colina, los miraban alejarse, en silencio, destinadas a una larga soledad, a hacer y deshacer tapicerías mientras crían a niños que tomarán, a su tiempo, el camino de sus padres. Condenadas a envejecer cerca de la chimenea, dando vueltas a sombríos pensamientos mientras que, entre una copa de vino y una canción, ellos tejerán épicos destinos reconstruidos después por poetas, novelistas y directores en la parte visible y duradera, del lado luminoso de la trama.

Ulises perdió el hilo del jazz improvisado, pero lo retomó gracias a la cadencia de sus pasos sobre la tierra. Seguía evocando sus recuerdos al adentrarse en el bosque por el sendero abrupto que serpenteaba a lo largo de las colinas; las noches negras en las que, acorazado en bronce, temblaba de frío sobre el vientre del caballo de madera, esperando junto a sus compañeros el momento propicio para salir a combatir; las tormentas de increíble furor, la mar blanca de espuma y sacudida por el viento; las noches de quietud absoluta, la vela destensada chirriando sobre el mástil, bajo un sol que convertía en plomo fundido la superficie calmada y plana del agua; grutas de cíclopes, de peligrosas guaridas de Circe, muros de Sarajevo al pie de los que centenares de hombres caían, cubiertos de polvo; misiles aplastándose sobre carros de combate, torres gemelas desplomándose, incendios en el horizonte, ojos de esclavos asustados, pasillos de palacios cubiertos de sangre donde, en las rojizas hogueras se cortaban siluetas victoriosas cargadas con sus botines; muslos de mujer entreabiertos en la penumbra; islas lejanas a donde las órdenes de arresto no llegaban jamás. Y el silencio.

Miró sus manos arrugadas, marcadas, el reverso salpicado de las primeras manchas de la vejez. Manchas, arrugas y cicatrices parecidas a aquellas que deterioraban la piel de su rostro bajo su cabellera gris y su barba entrecana. Recordaba que otros no habían tenido tiempo de envejecer, como él. Habían llegado al final del camino antes de tiempo, cuando las preguntas tenían su respuesta, cuando todo era aún virgen, simple y fácil. Navegar, sobrevivir, matar y morir. En solitario se adentraba ahora en el camino de retorno, porque la mujer de ojos verdes se lo había pedido y porque los otros habían desaparecido uno tras otro, la mayoría en la plenitud de la vida, héroes de corazón tan puro como ambicioso, conscientes de que la gloria, la aventura y su propia reputación los había dilapidado. Sabían que de una u otra manera, serían famosos para los dioses, los poetas y los hombres. Vengados por sus amigos. Era fácil perecer tanto por la tormenta como por las armas de la batalla, extinguirse sobre la sangre derramada por el enemigo. Simple y directo, sin vacilaciones ni atajos que tomar. Hola y adiós. Mármol, fotos, posteridad. Sin importar qué imbécil podía aún aspirar a eso en aquellos tiempos remotos. Llorados por sus compañeros y sus mujeres, y por centenares de generaciones venideras.

Seguía mirando sus manos y le pareció observar rastros de sangre bajo las uñas. Intentó situar esa sangre en su memoria y acabó por renunciar, desalentado. Demasiados mares, demasiados abordajes, demasiadas ciudades asediadas, demasiada Troya ardiendo a sus espaldas, demasiados oleajes surcados bajo un cielo abandonado por los dioses, desde lo alto del que ya no molestaban a nadie con sus odios y favores. De hecho, podría tratarse de sangre de cualquiera. De un enemigo o de un camarada. Quizá incluso de la suya propia.

Frotó sus dedos sobre las piernas del pantalón.

—Y, ¿qué sucede cuando no se muere? —se preguntó de repente— Cuando se sigue viviendo, se marcha lejos, cuando se recuerda, cuando los cabellos encanecen mientras se recuerda. ¿Qué pasa cuando Patroclo y Héctor sobreviven y acaban por llamarse Ulises y llegar a mares y tierras gobernadas por aduaneros, funcionarios y ciudadanos ejemplares, por cíclopes racionales? En cavernas donde para subsistir hay que llamarse Nadie.

»El mundo se divide —reflexionó— entre los hombres que tienen sangre bajo las uñas y entre aquellos que no la tienen, o que no la ven. La sangre de otros o la de uno mismo. La sangre de lo que hemos sido. De lo que somos.

Continuó caminando, perdido en sus pensamientos. Ya no silbaba ninguna melodía. El sendero se volvía más arduo, más duro de subir. Se detuvo de medio soslayo, cansado, sin ceder a la tentación de volverse para mirar tras él, hacia la relumbrante ola que conocía detrás de él, visible a través de la copa de los árboles. Permaneció así un momento, mirando el sendero que serpenteaba ante él, preso de una inmensa desgana ante la idea de proseguir. Su desinterés por el camino que aún le quedaba por recorrer hasta la cabaña del guardián de cerdos, toda una imagen de porvenir inmediato, por el palacio de Ítaca y por todo lo que Atenea, la mujer de ojos verdes, había dispuesto a su atención, no era debido a lo que él abandonaba. No tenía esa molesta sensación, compuesta a la vez de pereza e incertidumbre, porque se alejaba del puerto, sino más bien a medida que se iba introduciendo en tierras que se le habían convertido completamente en indiferentes al cabo de tantos años.

—El Nostos de los héroes —pensó sarcástico. El retorno.

La idea de dirigirse hacia un hogar del que había olvidado el calor, de tocar la piel marchita de una mujer convertida en extraña, de escuchar los pasos de un hijo al que no había visto crecer, le resultó de repente insoportable.

Concluyó que ninguno de los fantasmas que transportaba consigo estaba relacionado con todo aquello.

Indeciso, oyó a lo lejos el ladrido de perros. Eran ladridos de perros jóvenes, nacidos después de su marcha, insensibles al olor de su cuerpo, al contacto de sus caricias y a la disciplina de sus palabras. Los perros viejos como Argos seguramente habían muerto, pensó, o son demasiado viejos para oler en él al joven y vigoroso amo que un día partió hacia lejanas comarcas, tras un sueño que, periódicamente, arrojaba a centenares de barcos al mar y a miles de hombres a la aventura, la bella Helena, El Dorado, la caza de la ballena, no eran más que pretextos para llevar a cabo el viejo ritual.

—Me he convertido en lo que esos perros no conocen —se dijo.

De repente se imaginó el futuro. Días de lluvia interminables cerca de la chimenea y de una mujer de senos marchitos, desde ese momento desconocida, tejiendo en silencio mientras él, apoyado en la ventana, observaría el paisaje gris recordando otros lugares, mares azules, cielos luminosos, el viento que trae olores de resina y de miel, jóvenes muchachas asombradas por su cuerpo desnudo en la playa, entre los restos del último naufragio; fuego hecho de la madera que flotaba al lado de los navíos embarrancados en la arena, rostros enrojecidos ante el resplandor de las llamas, recuerdos de camaradas vivos o muertos, relatos de proezas, batallas, peligros, bellas diosas besando la frente de los que agonizan, jóvenes dioses que se interponen entre las flechas para proteger a sus elegidos. La irresponsabilidad del guerrero y del marinero que lo dejan todo para atravesar una tras otra las líneas de sombra sucesivas. «Los barcos y los hombres se pierden sobre todo en tierra, le había dicho un día un viejo capitán. Se hacen pedazos contra las rocas o se pudren».

Observó de nuevo un instante el camino y sonrió al cabo de un momento. Era una sonrisa irónica, sin humor, desesperada, que se dirigía sólo a él. Entonces se desvió del sendero que subía y giró lentamente para admirar el mar centelleante más abajo, cerca del puerto. Permaneció así un instante, después agachó la cabeza y dio media vuelta, descendió hasta que el olor de la brisa salina hubo escondido el de los pinos y él dejó de escuchar a los perros.

Permaneció toda la tarde en el puerto y no regresó al barco que pasó a medianoche. Avanzó con paso torpe y canturreó sin despegar los dientes una vieja canción de amor, de mar y de guerra, que le habían enseñado hombres muertos veinte años atrás ante las murallas de Troya.

—¿Has bajado a tierra, por fin? —le preguntó uno de sus compañeros.

—Sí —respondió él encogiéndose de hombros—, pero sólo he ido hasta el primer bar.

Acerca del Autor

Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) fue reportero de guerra durante veintiún años. Sus novelas El húsar (1986), El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1990), El club Dumas (1993), La sombra del águila (1993), Territorio Comanche (1994), Un asunto de honor (1995), La piel del tambor (1995), La carta esférica (2000), La Reina del Sur (2002), Cabo Trafalgar (2004), El pintor de batallas (2006) y Un día de cólera (2007) están presentes en los estantes de éxitos de las librerías y confirman una espectacular carrera literaria más allá de nuestras fronteras, donde ha recibido importantes galardones literarios. Su obra ha sido traducida a treinta idiomas.

El éxito de sus novelas sobre las aventuras del capitán Alatriste, cuya publicación comenzó en 1996, constituye un acontecimiento literario sin precedentes en España. Hasta ahora se han publicado seis títulos: El capitán Alatriste (1996), Limpieza de sangre (1997), El sol de Breda (1998), El oro del rey (2000), El caballero del jubón amarillo (2003) y Corsarios de Levante (2006). También han sido llevadas al cine con el título Alatriste, película dirigida por Agustín Díaz Yanes y protagonizada por Viggo Mortensen.

Arturo Pérez-Reverte es miembro de la Real Academia Española.

www.capitanalatriste.com

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