Read Los barcos se pierden en tierra Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
Durante un tiempo, de niño, creí en barcos fantasmas. Me criaron con esas leyendas y otras muchas del mar, aunque acompañadas de explicaciones racionales: la antigua superstición e ignorancia de los marinos, sus fantasías sobre fenómenos que tienen justificación seria, científica: espejismos náuticos, auroras boreales, fuego de Santelmo, calima, neblina, formas caprichosas del hielo flotante, enfermedades tropicales que mataban a tripulaciones enteras, piratas… Todo eso, causas concretas y probadas, podía convertirse fácilmente en visión fantástica en una taberna de puerto, en una conversación de castillo de proa. Retornaba así la vieja historia del barco fantasma, condenado a vagar por la inmensidad del mar, cuyo avistamiento solía anunciar desgracia. Como la leyenda más famosa, la del capitán Van Straten, inspirador de Heine y de Wagner y recientemente recuperado, por enésima vez, para el cine por Piratas del Caribe: el holandés que, a causa de una blasfemia –largó amarras en Viernes Santo–, fue castigado a vagar después de muerto hasta el Juicio Final, él y su tripulación, a la altura del cabo de Buena Esperanza, intentando una y otra vez, sin conseguirlo, una virada por avante.
Cuando crecí un poco, me volví escéptico. Dejé de creer en el junco espectral del río Yangtsé, en el bergantín de New Haven, en el hombre y la mujer que, abrazados en la popa de un velero sin nombre, rondan la costa de Canadá. Dudé de la maldición del María Celeste –uno de los pocos navíos espectrales cuyo misterio fue desvelado–, y del viaje de veintitrés años sin tocar tierra que hizo el Malborough con un esqueleto amarrado al timón. Hasta albergué serias dudas sobre el San Telmo, único barco fantasma español digno de ese nombre, que después de esfumarse sin dejar rastro fue avistado varias veces, fundido con un iceberg, con sus tripulantes congelados en cubierta; y al que, siendo aún niño y crédulo, oí al capitán de un petrolero, amigo de mi padre, jurar que lo había visto con sus propios ojos. Los años me hicieron, como digo, perder la fe en esos barcos imaginarios o reales, anónimos o con sus nombres y tripulaciones detallados en los registros navales, que según las leyendas surcan los mares y aún excitan la imaginación de algunos marinos. Y supongo que la parte racional que hay en mí –la que sonríe mientras tecleo estas líneas–, sigue sin creer en ellos. Sin embargo, insisto: aquel día de temporal, frente a Tarifa, vi pasar un barco fantasma. Yo también puedo jurarlo, como el capitán amigo de mi padre. Por mil millones de mil rayos. La prueba es que desde entonces, cuando estoy en el mar y arrizo las velas porque empeora el tiempo, siempre me sorprendo buscándolo, con los ojos del niño que fui, en el horizonte gris.
Ocurrió hace demasiado tiempo. Cuarenta y dos o cuarenta y tres años, por lo menos. Para un mozalbete fascinado por el mar y los barcos, Cartagena era territorio propicio. A veces me escapaba de clase en los maristas aprovechando la hora del recreo, e iba al puerto, respirando el olor característico de todo aquello –brea, hierro, estachas húmedas, viento salino– mientras escuchaba el campanilleo de drizas y el flamear de gallardetes y banderas. A veces pasaba así el resto de la mañana, entre los hombres quietos y silenciosos que miraban el horizonte tras los faros de la bocana, o aguardaban con una caña, los ojos fijos en el corcho que flotaba en el agua al extremo del sedal. Siempre me fascinó la inmovilidad de esa gente que miraba el mar; y yo, dispuesto a creer que todos eran viejos marinos que rumiaban sus nostalgias de puertos exóticos y temporales, me quedaba junto a ellos, sentado en un noray oxidado y poniendo cara de tipo duro, sintiéndome uno más. Soñando con irme un día.
Fue por entonces cuando conocí a Paco el Piloto, luego amigo fiel y personaje literario de La carta esférica, cuya noble camaradería tanto influyó en mi vida marinera. Y con él, a muchos otros personajes portuarios, típicos de una época desaparecida en este siglo de contenedores y puertos informatizados, fríos y geométricos; habituales del lugar que se buscaban la vida entre los tinglados del muelle y los barcos que iban y venían, recalando a todas horas en las tabernas cercanas. Fue allí donde, aún casi criatura y con el poco dinero que mis padres me asignaban los domingos, fumé mis primeros Celtas y Bisontes y pagué las primeras cañas de mi vida, a gente que, apoyada en un mostrador de mármol, contaba historias que yo consideraba formidables: trapicheos portuarios, contrabandos, barcos, naufragios, viajes inventados o reales. Ya no hay puertos así, como digo, ni gente como aquélla, capaz de enseñarte a robar un plátano de los tinglados, a entalingar sedal y anzuelo o a ganar la voluntad del aduanero al que le vas a meter, bajo las narices, tres botellas de whisky y seis cartones de rubio americano.
Uno de mis recuerdos más vivos corresponde a un episodio concreto, e ignoro por qué se me fijó en la memoria. Los barcos mercantes amarraban en el muelle comercial, y los de guerra frente al monumento a los héroes de Cavite. Y allí, junto a los habituales destructores y minadores españoles, se situaban también los visitantes extranjeros: norteamericanos de la VI flota, franceses, ingleses e italianos. Gente que hablaba lenguas aún extrañas para mí, y que bajaba a tierra con sus uniformes azules o blancos, ruidosos, inquisitivos y simpáticos; pues no había nada más simpático –o eso me parecía entonces– que un grupo de marineros uniformados bajando por la escala y dispersándose, alborozados, por tierra firme. Otros se quedaban a bordo: los que estaban de guardia o no tenían permiso. Y quienes rondábamos por el puerto nos acercábamos a los barcos para observarlos o charlar con ellos.
Aquel día había un destructor norteamericano abarloado al muelle, y yo contemplaba sus modernas superestructuras y cañones. Cerca había tres o cuatro individuos de esos que nunca sabías qué hacían por allí: flacos, morenos, el aire curtido. Fumaban y se entendían desde tierra, por señas, con los marineros yanquis apoyados en la batayola del destructor. En ésas, uno de los españoles sacó un paquete de tabaco negro, sin filtro, y ofreció uno al marinero que estaba más cerca. Lo encendió éste, hizo remedo de toser, y tras darse golpecitos en el pecho agitó una mano, admirado del áspero sabor de aquel humo. Después, sonriendo, ofreció al hombre de tierra uno de los suyos, que era rubio emboquillado, como entonces se decía. Entonces, el español –típico fulano portuario, chaqueta raída, muy moreno de piel y con un tatuaje en el dorso de la mano– cogió el cigarrillo e hizo algo que lo grabó para siempre en mis recuerdos: antes de encenderlo, con ademán despectivo, muy masculino y superior, arrancó el filtro del pitillo. Luego se lo llevó a los labios, la cabeza algo inclinada y el fósforo protegido en el hueco de las manos, y aspiró profundamente el humo mientras miraba impasible al norteamericano. «Para señoritas», dijo. Y yo, admirado, con toda la inocencia de los doce o trece años, el pantalón corto, el bocadillo del cole a medio comer, pensé que en ese momento quedaban vengados, ante mis ojos, Santiago de Cuba, Cavite y Trafalgar.
Rara vez tiro un libro, pero el otro día hice una excepción. Navegaba con brisa de poniente, todo el trapo arriba: uno de esos días soleados y tranquilos en los que es innecesario andar con un ojo en el cielo y otro en el anemómetro, y puedes sentarte, relajado, con un libro en las manos. Éste era el último de Dudley Pope, un escritor de novelas sobre la marina británica en tiempos de Nelson, género del que soy veterano lector. No en vano, a dos palmos sobre mi cabeza, en el lugar donde ahora tecleo estas líneas, está enmarcada una de mis más valiosas posesiones: una foto del maestro Patrick O'Brian, con una carta autógrafa en la que me hace el honor de mencionar mi nombre con afecto.
O'Brian, con su capitán Aubrey, es el clásico de los clásicos; y en mi biblioteca de novelistas navales -serie española sólo tenemos la de Luis Delgado, director del museo naval de Cartagena- brilla por encima del Hornblower de Forester y del Bolitho de Alexander Kent. En último lugar tengo a Dudley Pope, con su personaje Ramage, que antes traducía mi amigo Miguel Antón, experto en náutica del XVIII. Por eso, aunque Pope -fallecido en 1997- es el más torpe de todos, lo he ido leyendo también, pese a la poca calidad de su prosa y personajes, y al arrogante desdén que muestra hacia todo lo que no sea inglés. En sus novelas, los franceses son despreciables y los españoles cobardes y mugrientos, hasta el punto de que los valerosos ingleses, en los abordajes, llegan a percibir, entre sablazo y sablazo, el aliento con olor a ajo de los sucios spaniards. Por ejemplo.
Pero son novelas marítimas. Al barco, por tradición y costumbre, sólo llevo libros sobre el mar. Y estaba leyendo uno, como digo. Pese a que admito sin complejos -escribí una novela sobre eso- que la marina española de la época no estaba en su mejor momento, esta vez ese tal Ramage empezaba a mosquearme en serio. Era la octava entrega de la serie, inspirada en un caso real: la deserción y entrega a los españoles de la fragata Hermione y su audaz recuperación por cien hombres de la Suprise. Pero aquella hazaña inglesa, arriesgada y heroica, se convertía, en las páginas de Pope, en camelo de superhombres patriotas frente a chusma latina repugnante, cobarde e incapaz: los marinos españoles no sabían orientar las velas o virar por avante, y sus barcos «estaban llenos de bichos, pulgas y piojos». También eran ladrones -dicho por un inglés tiene su guasa-, no sabían nadar y se pasaban el tiempo rezando, quemando incienso a los santos y tocando la guitarra. «Por eso siempre derrotamos a los españolitos, porque ellos no tienen disciplina», apuntaba un personaje. Por supuesto, cualquier centinela español podía ser degollado fácilmente porque estaba dormido, todos los capitanes españoles eran bajitos y morenos, y frente a un inglés «se les aflojaban las rodillas y les temblaban los labios». Para colmo, los españoles pasaban el tiempo ociosos, diciendo caramba, y escupiendo por la borda; y encima «ni tenían café de calidad ni tampoco sabían tostarlo», en opinión de los marinos ingleses: expertos de toda la vida, como se sabe, en tostar café.
En ésas estaba, digo, página tras página, y de vez en cuando me ciscaba en los muertos de Dudley Pope, recordando el brazo que Nelson dejó en Tenerife, lo que a sus compatriotas les costó Trafalgar, Cádiz, Buenos Aires, o las muchas veces que les salió el cochino mal capado. Entonces, a punto de abandonar la lectura, mientras juraba que ése era el último libro de Pope que entraba en mi barco, leí: «Al español debía de resultarle difícil comunicarse en la mar: Su libro de señales sólo recogía cincuenta combinaciones». Afirmación hecha por el imbécil del autor sobre una época en la que ya, desde 1776, circulaba la Táctica Naval de Mazarredo -el mejor tratado de su tiempo-, y estaba a punto de publicarse el extraordinario Señales e Hipótesis sobre Ataques y Defensas, sin contar los reputados textos científicos de Jorge Juan, Ulloa, Mendoza y Ríos, Churruca y otros, o los espectaculares trabajos hidrográficos de Tofiño. Así que le van a dar al inglés, resolví. A él, a sus personajes y a la perra que los parió. Y entonces hice algo que nunca había hecho antes: bajé a la camareta, cogí de los estantes los otros siete volúmenes de la serie que allí tenía, y los tiré todos, uno tras otro, por la borda. Chof, hicieron. Gesto poco ecológico, cierto; pero de un alivio extremo. Demasiado honroso, pensé luego: el mar, tumba de tan infame prosa. Pero compréndanlo. No cabían ocho libros en el cubo de la basura.
La peripecia del Ostjedik –el holandés que anduvo de Camariñas a Vivero con su carga echando humo– terminó bien. Hubo suerte: soplaba viento sur. Con norte o noroeste duro, el final no habría sido tan feliz ni barato. Aunque barato no sea el término adecuado para los armadores, que irán a los tribunales para averiguar por qué deben pagar ellos cuatro remolcadores que no pidieron, así como el espectáculo taurino musical que se montó en torno a lo que no era sino incidente menor, de los que ocurren todos los días en el mar; pero que, tratándose de costa gallega y española, se convirtió automáticamente en alarma general, pasto de bocazas indocumentados y apertura de telediarios.
Conclusión: seguimos sin aprender, sobre siniestros marítimos, una puñetera mierda. Ni siquiera lo elemental: que no es el alcalde o el ecologista de turno quien debe explicar en la tele lo que ocurre, sino que son Marina Mercante y Salvamento Marítimo, y sobre todo un ministro de Fomento informado y responsable –ni aquel nefasto Álvarez Cascos de antaño ni la malencarada y desagradable Magdalena Álvarez de ahora– quienes tienen la obligación de dar la cara, en vez de torear a la gente según la música electoral de cada momento. Para eso, claro, hace falta que la ministra y el director de la Marina Mercante se asesoren con quienes conocen el asunto. El problema es que Marina Mercante no está en manos de marinos: los tienen ahí para coger el teléfono, y no para opinar. Y cuando opinan, es para decir lo que su director general o la ministra quieren oír.
Se trata de cobardía política, como de costumbre. Eso convierte cada incidente naval en un espectáculo y un disparate: nadie cuenta las cosas como son. Nadie dice que el tráfico mercante en la costa gallega pasa a 40 millas de ésta, pero que los mismos barcos navegan frente a Ouessant, en Francia, a 15 o 20 millas, y por el Canal de la Mancha a menos de una milla del cabo Gris Nez. Nadie dice tampoco que en España, pese a recibir por mar, como el resto del mundo, el noventa por ciento de los productos necesarios para la vida diaria, los intereses marítimos no existen, los armadores han sido criminalizados hasta el insulto, todo barco mercante se asocia con la palabra pirata, y al menor incidente, los políticos y la prensa entran a saco. Eso no ocurre sólo aquí, por supuesto; pero en este paraíso de la demagogia y la estupidez, los efectos son más graves.
Un ejemplo de nuestra hipocresía son los petroleros. Las grandes compañías controlan la extracción y poseen refinerías y gasolineras, pero del transporte se lavan las manos. Sus flotas han desaparecido por tener mala prensa, y ahora es el armador griego Kútrides Tiñálpides, o como se llame, quien se come el marrón. Y así, cada buque, petrolero o no, arrastra una leyenda siniestra, abucheado por quienes se benefician pero no quieren saber nada. Un caso elocuente es el del Sierra Nava. Ese barco pertenece a la Marítima del Norte, naviera seria que siempre luchó por mantener el pabellón español en sus barcos, hasta que por falta de apoyo no tuvo más remedio que abanderarlos en Panamá, como todo cristo. Y resulta que el Sierra Nava, fondeando en Algeciras donde le indicó la autoridad portuaria, garreó con temporal de Levante –cosa que les pasa a los barcos de vez en cuando–, yéndose a la costa con un vertido de gasóleo ni de lejos equiparable al crudo del Prestige. En cualquier caso, para establecer responsabilidades están los tribunales. Sin embargo, antes de investigarse nada, cuando llegó allí la ministra Álvarez –que de barcos no tiene ni puta idea, pero iba rodeada de periodistas–, lo primero que dijo fue que a los armadores del Sierra Nava les caían 600.000 mortadelos de multa y otros tantos de fianza, por la patilla. Eso antes de que nadie investigara lo ocurrido, para tapar la boca al personal, y por si acaso. Porque en España, todo barco, sin distinguir entre un armador honorable o cualquier desaprensivo que mueva chatarra flotante, es sospechoso sólo por estar a flote. Su capitán, culpable fácil. Y su armador, pirata malvado o primo que paga.