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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (5 page)

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Es un regalo de un amigo. Se llama Julio Ollero, y es un editor independiente, bigotudo, gordito, malhumorado y gruñón, que, a base de echarle afición e insomnio al asunto, edita los más bellos libros de este país. Y también es uno de esos fulanos que, en los ratos libres que le dejan sus tareas de edición, los doscientos cigarrillos y los dos mil cafés que cada día se mete entre pecho y espalda, se dedica a husmear por las trastiendas polvorientas de los libreros de viejo, los anticuarios, los baratillos donde van a parar, con la resaca, los restos de los naufragios de tantas vidas. En uno de esos recorridos de los que vuelve con los dedos sucios de polvo y el gozo en el alma, Julio apareció enarbolando la patente de corso que había encontrado bajo toneladas de papeles diversos. Y como además de ser amigo mío y estar al tanto de mi idilio con la cosa náutica tiene un corazón como el sombrero de un picador, me la regaló así, por el morro.

-¿Te has fijado -dijo- en que el nombre del beneficiario y de su barco vienen en blanco?

Me había fijado, por supuesto. Yo, el rey, y el ministro dando fe; pero lo otro en blanco y perfectamente dispuesto para ser rellenado por el mejor postor. No quiero ni imaginar la pasta que trincarían alguno, incluido ese espejo de monarcas, ese pedazo de sinvergüenza que se llamó Fernando VII, con lo que duró, el tío, por extender patentes de corso u otro tipo de beneficios y documentos en blanco, para que secretarios, ministros y correveidiles las vencieran a tercero. Imagínense el cuadro: Hombre, don Fulano, tengo un sobrino algo bala perdida, buen marino, a quien no le iría mal piratear por las Antillas. Usted y yo al veinte por ciento, y para Su Majestad un cinco. Un ocho. Un seis. Trato hecho. Y mire, casualmente aquí tengo una patente fresca. Así que dígale a su sobrino que buen viento y buenas presas. Me encanta. Y mientras tecleo estas líneas, el imbécil del hijo de un vecino tiene a tope una cinta de bakalao, atronando media sierra de Madrid. Y, mientras analizo los pros y los contras de comprar en el Corte Inglés una escopeta de caza con postas como bellotas y convertir la casa de mi vecino en una sucursal de Puerto Urraco, miro una y otra vez esa hoja en gran folio que tengo desplegada sobre la mesa, sin fecha de caducidad, y casi puedo sentir, pasando los dedos por la superficie del papel recio y amarillento, el rumor de las velas cuando empieza a rolar el viento, el aroma del café que el cocinero te sube un poco antes del amanecer a la cubierta escorada y húmeda por el relente, cuando intentas ganarle barlovento a la presa durante una caza larga por la popa. Y pienso que no estaría nada mal mandar a tomar por saco a mi vecino, y a mis editores, y al Semanal y a la madre que lo parió, poner mi nombre y el de mi velero en esa línea blanca como una tentación, armar en corso a diez metros de eslora y telefonear a tres o cuatro viejos amigos de los que llevan chirlos y tatuajes, reclutados entre lo mejor de cada casa. Y después, en una noche sin luna, deslizarme a mar abierto con todo el trapo arriba, a un descuartelar, con una brisa del susuroeste susurrando suave en la jarcia. Con todos los papeles en regla y la firma del rey.

1997
El faro de la Nao

Cuando la luz del faro aparece por proa, hay un levante suave, de ocho a doce nudos; y el velero, amurado a babor, se desliza en la oscuridad con el único ruido del agua que corre por los costados del casco. La luz está donde debe estar: donde calculaste ayer que estaría, mientras trazabas rumbo, bordos y abatimiento. Y cuando con los prismáticos en la cara y el cronómetro en la mano cuentas los destellos, sonríes para tus adentros. Es el faro del cabo de la Nao. Luego bajas a la camareta y, sobre la carta náutica, confirmas la posición y trazas el nuevo rumbo. Y al subir otra vez a cubierta el faro sigue ahí; un poco más cerca, con su presencia en la oscuridad que indica tierra, peligro, mantente lejos, cuidado. Buena travesía y buena suerte, compañero.

Tienes en la cabeza, de tanto mirar la carta preparando la arribada, los perfiles de tierra, los veriles de profundidad, la gama de azules, la escala de millas en latitud y en longitud. Y apoyado en la regala húmeda, esperando que amanezca, piensas en los hombres que durante siglos navegaron, observaron, anotaron esa y otras costas. Gentes de mar y de ciencia que lenta, minuciosamente, marcaron cada escollo en una carta, cada peligro con una baliza, cada ruta o punta de tierra con un faro, una luz. Fueron siglos de intuiciones, de trabajos. Así, poco a poco, en el mar y tierra adentro, el hombre convirtió paisajes hostiles en lugares habitados, más seguros y cómodos. Eliminó obstáculos, construyó faros, puertos, canales, carreteras. Pobló el paisaje de luces, y de vida, venciendo la batalla de su piel desnuda.

Piensas en todo eso mientras el faro va desplazándose lentamente hacia la aleta de estribor, y sientes gratitud por quienes hicieron posible que estés aquí, mirando la luz del faro y vivo, en vez de hecho astillas contra los rompientes. Pero luego, aún con ese pensamiento, recuerdas la mancha de petróleo del día anterior, larga de una milla, que tu roda estuvo cortando durante largo rato con una suavidad densa, siniestra, porque a un capitán desaprensivo le trajo cuenta limpiar tanques o achicar sentinas en alta mar. Y recuerdas ese pesquero de hace cinco días en treinta metros de sonda, barriendo toda vida con las redes tan pegadas a tierra que ya sólo le faltaba llevarse las lapas de las piedras. O identificas otras luces que empiezas a adivinar como bloques inmensos de pisos, cemento, urbanizaciones, cloacas vertiendo toneladas de suciedad a las playas y al mar. Paisajes, ecosistemas rotos para siempre.

Y malditos seamos, te dices. Después de siglos luchando por sobrevivir a la naturaleza, el hombre ha logrado imponer sus reglas. Ya es el más fuerte. Donde antes costaba décadas acarrear piedras, trazar caminos, ahora dinamita, arrasa, remueve la tierra con máquinas poderosas y la rehace con estéril cemento. Todo es demasiado fácil: absurdas colmenas de hormigón, playas artificiales, autopistas, ciudades desaforadas, campos devastados y estériles. Ya no hacemos caminos para ir a sitios, sino autovías para llegar lo más pronto posible; y arrancamos los árboles para que los cretinos con mucha prisa no se rompan los cuernos en ellos. No satisfecho con haber vencido a la Naturaleza, el hombre la humilla. La destruye y la adapta a sus más ridículas pretensiones.

Piensas en todo eso allí, diez millas al sudeste del cabo de la Nao. Pero de pronto se agita el mar, y una manada de delfines se pone a nadar junto a tu proa, con los reflejos del faro y de la luna en sus lomos al cortar la superficie del agua; las crías, más pequeñas, acompasando su movimiento al de las madres. Y tú les gritas: "Buena suerte", y piensas que a lo mejor no todo está aún perdido, y ni siquiera la maldad y la estupidez y la ceguera bastan para destruir todas las cosas hermosas. Y luego, rompiendo el alba, casi entre dos luces, te cruzas de vuelta encontrada con otra vela que navega fanales apagados, a menos de un cable, silueta oscura indefinida entre mar y cielo. Y cuando pasa a tu altura, en ese velero desconocido brilla la luz de una linterna, una, dos, tres veces. Y tú respondes con otros tres destellos idénticos mientras la silueta del velero se aleja en la oscuridad, hacia la línea clara que empieza a insinuarse en el horizonte. Allí donde todavía están a salvo los delfines y los hombres que sueñan con ser libres.

El guardiamarina Hornblower

Los amantes de los relatos sobre el mar, con treinta nudos aullando en la jarcia, abordajes, astillazos y cañoneos peñol a peñol, estamos de enhorabuena. Por fin se ha iniciado en España la publicación de las aventuras completas del capitán Hornblower, de la marina británica. Una serie legendaria iniciada en 1937 por Cecil Scott Forester, que ya era mundialmente conocido desde un par de años antes por La reina de África. El protagonista de las novelas náuticas de Forester es Horacio Hornblower: un marino, coetáneo de Nelson, a quien también vimos en el cine, encarnado por Gregory Peck, en El hidalgo de los mares. Y nada resume mejor la fama mundial de los diez volúmenes en que están agrupados sus relatos y novelas, que las palabras con que cierto almirante inició una reunión de estado mayor durante la Segunda Guerra Mundial en vísperas de una batalla naval: «Caballeros, en nuestro lugar, ¿qué habría hecho Hornblower?".

Enmarcadas en la muy sólida tradición de la novela histórica anglosajona, las novelas de C. S. Forester constituyen la más importante aportación a la literatura del mar después de los relatos de Marryat, Stevenson, Melville y Conrad; y son un dignísimo antecedente de la serie de novelas sobre la armada inglesa escritas a partir de 1970 por Patrick OBrian, y protagonizadas por Jack Aubrey y el doctor Maturin. Las narraciones de OBrian son sin duda más reales, más intensas y más literarias. Pero los lectores adictos a ellas, los miembros de esa solidaria e inmensa tripulación que ha navegado fielmente a bordo de la Sophie, el Polychrest o la entrañable Surprise, naufragado con el Leopard o pasado al abordaje con Bonden, Pullings y ios otros camaradas sobre la cubierta resbaladiza por la sangre de la Torgud, agradeceremos sin duda la traducción de las novelas de Forester. Para los que somos, por derecho, viejos amigos del capitán Aubrey, el encuentro con Horacio Hornblower, más rígido y menos simpático quizás que Jack El Afortunado, deparará, con toda certeza, el singularísimo placer de descubrir en él y en sus compañeros de mar y aventuras un grato aire de familia.

Sólo dos puntos negros a señalar en el asunto. Uno es la mediocre edición con que la editorial

Edhasa deshonra la serie, o al menos El guardia-marina Hornblower, que es el primero de los volúmenes publicados siguiendo eso muy acertadamente la cronología interna de los relatos. En contraste con las aventuras de Aubrey y Maturin, la serie de Hornblower aparece en pequeño formato, muy pobre de presentación, y sin tan siquiera un prólogo que haga justicia al autor o a la obra. Imperdonable, por cierto, si tenemos en cuenta que hasta la edición francesa en rústica de estas novelas, publicada en dos tomos por Ómnibus en 1995, abundaba en prólogos, apéndices e ilustraciones siempre útiles y a veces imprescindibles.

La otra pega corresponde al espíritu interno de la propia obra. Como ocurre con frecuencia en la novela histórica inglesa, el lector español puede sorprenderse al descubrir, en algunas páginas de Forester, que frente a la eficacia, disciplina, valor acrisolado y solidez moral de los súbditos de Su Majestad británica majestad antepasada de la suegra de la difunta Diana Spencer los marinos franceses son valientes pero torpes, y los españoles son cobardes, crueles, perezosos, desorganizados y poco limpios. Punto de vista que no es exclusivo del amigo Forester, sino característico, ahora y toda la vida, de un modo muy inglés de mirar el mundo; y que también se pone de manifiesto en otra serie histórica: las aventuras de Richard Shar-pe, el supersoldado de Wellington creado por Bernard Comwell, quien nos cuenta cómo la guerra de España contra Napoleón la ganaron los ingleses a pesar de los sucios españoles, que se pasaron las campañas huyendo ante el enemigo, durmiendo la siesta o tocándose los huevos.

Pero eso no es grave, ni empaña el placer de la lectura. Incluso con semejante punto de vista, las novelas del amigo Hornblower merecen mucho la pena. Todo es cuestión de, llegados al lugar en que se narra alguna vileza de las degeneradas razas ibéricas, acordarse de la reina Isabel tragándose el reciente marrón de su nuera, de la cara del Orejas con vocación de tampax, del actual estado del imperio británico, de las vacas locas, y de la puta que las parió. Luego puede uno soltar la carcajada, pasar tranquilamente la página y seguir leyendo, como si nada.

Parejas venecianas

Nunca antes me había fijado en la cantidad de parejas homosexuales que se ven paseando por Venecia. Los encuentras caminando por los puentes, a la orilla de los canales, cenando en los pequeños restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado. Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en el caso de estas parejas siempre me encanta sorprender sus gestos comedidos de confianza o afecto, al reparto convencional de roles que suele darse entre uno y otro, la ternura contenida que a menudo sientes flotar entre ellos, en su inmovilidad, en sus silencios. Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de la embarcación había una pareja, hombre y hombre, cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos apoyado uno en el hombro del compañero, en un intento de darse calor. Iban quietos y callados, mirando el agua verde gris y el cielo color ceniza. Y en un momento determinado cuando el barco hizo un movimiento y la luz la gama de grises del paisaje se combinaron de pronto con extraordinaria belleza, los vi cambiar una sonrisa rápida y fugaz, parecida a un beso o una caricia. Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé.

Aunque sea dentro de lo que cabe, porque viéndolos allí, en aquella tarde glacial, a bordo del vaporetto que los llevaba través de la laguna de esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, pensé cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en ese momento por aquella sonrisa. Largas adolescencias dando vueltas por los parques o los cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes seenamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados en las fiestas del instituto. Noches de echarse a la calle soñando con un príncipe azul de la misma edad para volver de madrugada, hechos una mierda, llenos de asco y soledad. La imposibilidad de decirle a un hombre que tiene los ojos bonitos, o una hermosa voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo más probable es que le partan a uno la cara. Y cuando apetece salir conocer,hablar, enamorarse o lo que sea en vez de en un café o un bar, verse condenado de por vida a los locales de ambiente, las madrugadas entre cuerpos "danone" empastillados, reinonas escandalosas, y drag queens de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga mal asumido y se auto confine a la alternativa cutre de la sauna, la sala x, la revista de contactos o la sordidez del urinario público.A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o entero, que debe ser un homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a esta sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar, juzgar y condenar con quién se mete o no se mete en la cama.

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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