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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Los barcos se pierden en tierra (2 page)

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Dios se cabrea, y esos largos, rojos atardeceres mediterráneos en que el agua es un espejo y la paz del mundo es tu paz, y comprendes que eres una gotita minúscula en un mar eterno.

Ahora Paco el Piloto está cerca de jubilarse y anda, como sus compañeros de las barcas y las lanchas, en confusos pleitos con las autoridades portuarias que pretenden —las autoridades siempre pretenden hacerte faenas así— cambiarles el atracadero de la dársena de botes donde han estado amarrando toda la vida, como lo hicieron sus padres y sus abuelos, y llevárselos a otro sitio. Estuve hace unos días tomando cañas con ellos y, como siempre ocurre en estos casos, al final no sabe uno exactamente dónde reside la razón legal, pero termina adoptando, por corazón e instinto, la causa de tipos como Paco y sus colegas, gente con manos ásperas y ojos quemados por el salitre, llenos de arrugas y cicatrices, sencillos, honrados y duros. Así que la razón, sea cual fuere, me importa un carajo. Escribe algo para defendernos, me dijeron, liándome. Y aquí ando, cumpliendo mi palabra a cambio de unas cañas, aunque sin saber muy bien qué diablos es lo que tengo que defender.

De un modo u otro, a Paco el Piloto le debo esta página. A su lado, hace ya casi treinta años, aprendí cantidad de cosas sobre los hombres, sobre el mar y sobre la vida. Una vez, en mitad de un temporal gris y asesino de esos que de vez en cuando sabe sacarse de la manga el Mare Nostrum —nuestro: de Paco y mío—, estuve con él en la bocana del puerto, en el faro de San Pedro y junto a mujeres vestidas de negro, viendo cómo los pequeños y desvalidos pesqueros intentaban poco a poco, entre olas de cinco metros, ganar el abrigo del rompeolas. Los divisábamos a lo lejos, vacilantes y minúsculos, tan frágiles entre montañas de agua y rociones de espuma, avanzando a duras penas con el estertor de sus motores a poca máquina. Se había perdido uno, y cuando un pesquero se pierde no se va un hombre, sino que desaparecen juntos el hijo, el marido, el hermano y los cuñados. Por eso las mujeres enlutadas y los críos estaban allí mirándolos venir, en silencio, intentando adivinar cuál faltaba. Entonces el Piloto, que estaba a mi lado con una colilla a un lado de la boca, las miró de reojo y, discretamente, casi con embarazo, se quitó la gorra. Por respeto.

Otro de mis recuerdos ligados al Piloto es el Cementerio de los Barcos sin Nombre. Una vez me llevó con su lancha allí donde los viejos vapores rendían su último viaje para, ya sin nombre y sin bandera, ser desguazados y vendidos como chatarra. En aquel desolado paisaje de planchas oxidadas, de superestructuras varadas en la playa, de chimeneas apagadas para siempre y cascos como ballenas muertas bajo el sol, el Piloto lio el primer cigarrillo de mi vida y lo encendió con su chisquero de latón que olía a mecha quemada. Después lio otro para él, y entornando los ojos miró con tristeza los barcos muertos.

—Es mejor hundirse en alta mar —dijo por fin, moviendo la cabeza—. Ojalá nunca nos desguacen, zagal.

El chulo de la isla

Fue hace tres semanas, uno de esos domingos en que la costa mediterránea se llena de navegantes y el canal 9 de la radio VHF se convierte en un marujeo marítimo apasionante como un culebrón de la tele: aquí embarcación Maripili, me recibes, cambio, acabo de doblar el cabo de la Nao, Mariano, qué tal por Ibiza, Isla Perdiguera a la escucha, resérveme una paella para cuatro, me he quedado sin gasóleo, Mayday, Mayday, y venga a tirar bengalas de socorro, y la suegra y los niños vomitando por barlovento, y la Cruz Roja del Mar que no da abasto.

Fue un domingo de ésos, les decía, y soplaba levante, y unos cuantos barquitos habían buscado el resguardo de cierta isla. La isla es zona militar, con media docena de marineros que se aburren como ostras y miran a las bañistas de los barcos desde lejos, con prismáticos. Fíjate en la del bikini malva, tío. O aquella otra, la que toma el sol sin la parte de arriba. Qué barbaridad. Y yo aquí, sirviendo a la patria dale que te pego con la Claudia Schiffer del Interviú, cuando el cabo primero la deja libre. Aborrecida la tengo a la Schiffer, y aún me quedan ocho meses. Tela.

El caso es que era un domingo de ésos y una isla de ésas, y uno de los barquitos, una lancha pequeña con señora gorda, el legítimo y tres o cuatro zagales, se acercó mucho a tierra. Y estaba la familia allí, a remojo, cuando hizo de pronto su aparición una zódiac gris de la Armada, llevando a bordo a un marinero de uniforme y a un individuo con bermudas y lacoste. Ignoro la graduación del fulano en atuendo civil, pero su pelo cano y el aire autoritario con que manejaba personalmente los mandos de la lancha lo situaban de capitán de fragata para arriba. Por lo menos. Abona mi sospecha el hecho de que el individuo tuviese otra embarcación fondeada ante la playa, y a la familia tan ricamente instalada en tierra. Y el privilegio de remojarse el culete en ese plan en aguas y playas de la Armada, suele reservarse a gente a quien le pesa la bocamanga.

Total. Que el de las bermudas les dio su bronca a los veraneantes de la lanchita y les dijo que ahuecaran. Y para establecer con claridad de quién eran y de quién no eran aquellas playas y aguas, se despidió con una viril y castrense arrancada que levantó la proa de la zódiac, dándonos una pasada levantando espuma a toda mecha a cuantos presenciábamos, a más o menos distancia, el incidente. Y se fue a seguir disfrutando de su isla privada, con la familia.

Qué quieren que les diga. Posiblemente la cosa ni siquiera merezca estas líneas. Pero aquello de la arrancada final en plan derrape, la fantasmada gratuita de la despedida, el gasto de los ochocientos mil litros de gasolina estatal que aquel flamenco en bermudas derrochó para mostrar sus poderes, me irritó los higadillos. Lástima que fuese a dar con aquella familia de intimidar fácil, que se apresuró a cumplir la perentoria orden, y no con alguien más resabiado o más broncas. Disfruten, en tal caso, imaginando el diálogo. Que se vayan largando, oiga. Que quién es usted para decir que me largue. Que si soy el comodoro Martínez de la Cornamusa. Que nadie lo diría, comodoro, viéndolo a usted así, con esa pinta. Que si un respeto a la Marina. Que de qué Marina me habla, yo sólo veo una zódiac y un tiñalpa en lacoste y calzoncillos. Y en ese plan.

Al arriba firmante le parece muy bien impedir que los veraneantes llenen de papeles pringosos y latas vacías las islas bajo jurisdicción de la Armada. También me da absolutamente igual que los marinos de guerra, y los militares de carrera, y la gente de armas en general, gocen en ocasiones de determinados privilegios, como llevarse el domingo a la familia al club de caballería o a la playa reservada a jefes y oficiales. A cambio de eso, después, cuando hay guerra, puede uno exigirles que se hagan escabechar sin escurrir el bulto. Porque los militares están para eso: para que los escabechen defendiendo a quienes les pagan el sueldo, para pintarse de azul el casco mientras ayudan a la pobre gente en Bosnia, para proteger a los pesqueros españoles —que son tan depredadores como ingleses o franceses, pero al fin y al cabo son nuestros depredadores— en la costera del bonito, o para derramar una lágrima arriando la última bandera cuando, tras el pasteleo de costumbre, entreguemos Ceuta y Melilla. Así que, por mí, si mientras tanto quieren bañarse, que se bañen. Lo que pasa es que, en estos tiempos de austeridad, prefiero que me ahorren el número de la zódiac. A algunos, las chulerías oficiales nos gustan baratas. Con nombre, apellidos y graduación, por favor. Y de uniforme.

1995
El Dragón y la Polar

Es una noche de esas mediterráneas y tranquilas, sin tierra a la vista, con el rumor del agua fosforescente en la estela del barco y la silueta oscura del palo y las velas arriba, balanceándose despacio en el cielo lleno de miles de estrellas. Una de esas noches en que uno lamenta no Rimar, porque apetece encender un cigarrillo recostado en la brazola, junto al timón, con tres horas por delante hasta que termine la guardia, el resplandor del compás iluminando débilmente Este-Sudeste y, a lo lejos, las luces de un mercante cuyo rumbo te ha tenido un rato pegado al radar y que, por fin, se aleja dejándote libre de peligro y con todo el mar, el cielo y las estrellas para ti solo.

Es una noche de ésas; cuando llevas embarcado cuatro egoístas días que parecen veinte y las cosas de tierra parecen quedar tan lejos que te importan un carajo de la vela, y te das cuenta de que hace un siglo que no oyes tertulias radiofónicas, ni lees un periódico, ni ves la tele, ni te hablan del GAL ni de la corrupción ni de González, ni te dicen mireusté, y la vida continúa su curso y no pasa absolutamente nada y te preguntas, qué remedio, en qué diablos se equivocó la Humanidad, en qué maldita trampa caímos todos, o nos hicieron caer, y quién fue el primer hijo de la gran puta que cobró por ello.

Es una noche de ésas, y bajas y te haces un café, y después subes a la bañera con la taza de metal caliente entre las manos, y entre sorbo y sorbo miras hacia popa y ves, por la aleta, la Osa Mayor; así que por instinto trazas una línea imaginaria de Merak a Dubhé y allá arriba encuentras la Osa Menor y la Polar, inmutable desde hace tres mil años. Y casi crees en Dios, o tal vez incluso crees, cuando observas todas aquellas luces, y planetas, y soles girando lentamente allá arriba, en la bóveda oscura y luminosa que se despliega sobre el lento balanceo de tu mástil. El gigante Orion persigue al Toro, con Betelgeuse brillando en el hombro del Cazador. Aún puedes observar hacia el oeste la cabellera de Berenice, y Altair brilla en la constelación del Águila, que en esta época del año vuela hacia arriba. Si fuerzas la vista, hasta puedes distinguir junto a ella al Cisne volando a la derecha mientras, debajo, nada la figura pequeña y hermosa del Delfín. Y entre las dos Osas, el Dragón, que hace cinco mil años era la estrella polar que adoraban los egipcios y que -su ciclo es de 25.800 años- dentro de 22,800 sustituirá otra vez a la Polar y señalará el norte geográfico.

Y es así, en tu cuarto de guardia, mirando ese cielo en apariencia impasible que parece burlarse de tantas cosas de aquí abajo, cuando recuerdas que la luz recorre 300.000 kilómetros por segundo y que Altair, por ejemplo, a la que miras en este momento, es una luz que salió de ella hace dieciséis años, y que tal vez a estas horas haya estallado en el espacio y ya no exista, y sin embargo aún seguirás viéndola allá arriba durante unos cuantos años más. Y vuelves los ojos a tu estrella maestra, la Polar, cuya distancia es de 470 años luz, y caes en la cuenta de que estás calculando tu rumbo y posición por la luz que salió de una estrella a principios del siglo XVI, y que ha tardado casi cinco siglos en llegar hasta ti, como un fantasma que saliera de la tumba para guiarte en la noche.

Entonces sientes un vértigo singular, pues comprendes que nada garantiza que cuanto ves allá arriba exista todavía, y que tal vez en este momento infinidad de cosas, de soles y planetas hayan cambiado, estén muertos o hayan nacido otros nuevos. Y en ese vasto Universo te parecen ridículos esos 150 cochambrosos millones de kilómetros que separan la Tierra del Sol -Plutón, sin ir más lejos, está a 5.900- en nuestro mezquino sistemita solar. Y piensas que, a lo mejor, cuando dentro de esos 22.800 años que faltan para el relevo, el Dragón sustituya a la Polar en el Norte, es muy posible que esa estrella marque la latitud cero sobre un planeta muerto que siga girando silenciosamente, ya desprovisto de vida, en la soledad del espacio infinito.

Y bebes otro sorbo de café y te dices; hay que ver. Tantos siglos, tantos miles de millones de años, colega, con todo ese tinglado girando allá arriba, y aquí nos creemos alguien porque hemos conseguido pudrir y llenar de tumbas prematuras, y de plástico, y de mierda, nuestro minúsculo trocito de firmamento en unas pocas centurias de nada. Y a todo esto, pendientes de que un tal González dimita o no dimita, de que se nos lleve el coche la grúa, o de que alguien le ponga las pilas a Ana Obregón. Ignoro si habrá vida inteligente allá arriba; pero como la haya y nos miren por un telescopio, tienen que estar partiéndose de risa.

Cazadores del mar

Ocurrió hace nueve años. Anochecía frente a la embocadura de la ría de Vigo, y la turbolancha del Servicio de Vigilancia Aduanera aguardaba inmóvil, motores parados, en el agua tranquila y roja. Bebíamos café, esperando, y en el puente el patrón -gorro de lana, rostro tallado de arrugas- fumaba inmóvil junto a la radio. Como nosotros, otras cuatro lanchas aguardaban el comienzo de la cacería. Fuera de las aguas jurisdiccionales españolas, doce planeadoras contrabandistas que acababan de abarloarse a un barco nodriza cargado de tabaco aguardaban la llegada de la noche para meterse en la ría.

Llegó la oscuridad y permanecimos inmóviles, sin luces, en absoluto silencio. De pronto se oyó como un proyectil de cañón que pasa, algo cruzó a nuestro lado igual que una exhalación, el patrón dijo: "Ahí están", y la noche se rasgó de parte a parte con reflectores, motores arrancando a toda potencia, y un súbito griterío en la radio, muy parecido al excitado diálogo de los pilotos durante los combates aéreos, la caza duró dos horas largas, en persecuciones a cincuenta nudos entre las peligrosas bateas mejilloneras y la costa, con los contrabandistas encendiendo bruscamente focos para deslumbrar a las turbolanchas y que éstas se estrellaran en los obstáculos. Aquella noche, el Servicio de Vigilancia Aduanera capturó cuatro planeadoras y tuvo dos hombres heridos. Y yo me enamoré del SVA para toda la vida.

Salí a la mar con ellos muchas veces -también lo hice con los del otro bando, y entonces fui cazado en vez de cazador-, acompañado por magníficos cámaras de televisión; tipos duros que se llamaban Márquez, Valentín, o Josemi, capaces de filmar planeando de noche a toda leche, dando pantocazos sobre las olas con una Betacam al hombro. Compartimos así con los aduaneros del SVA mucho tabaco y muchas noches de buena o mala fortuna, bebimos litros de café y coñacs al saltar a tierra, hicimos amigos para toda la vida, llenándonos de recuerdos, de momentos difíciles o extraordinarios. Una vez, encelados tras una planeadora gibraltareña, nos metimos tanto en la playa de la Atunara que la turbina se tragó una piedra del fondo. Y en otra ocasión, cuando mi compadre Javier C, el mejor piloto de helicóptero del mundo, nos llevó de noche a un metro sobre el agua tras una lancha cargada de hachís -a la que rompió con el patín la antena de radio para incomunicarla del Peñón-, el aguaje de la planeadora entraba por las puertas abiertas del helicóptero, empapándonos, hasta que tocamos una ola y casi nos fuimos todos al carajo.

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