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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (16 page)

BOOK: Los Borgia
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En cuanto a la inteligencia, ¿qué importancia podía tener? Su hermana Lucrecia era mucho más inteligente que él y eso no le había proporcionado mayor libertad para decidir su destino Juan siempre había sido el más cruel de sus hermanos; Jofre todavía podía oír los humillantes apelativos con los que se dirigía a él cuando vivían juntos en Roma. Por su condición —de príncipe de la Iglesia, César se veía obligado a reprenderle por su conducta, pero siempre lo hacía con bondad, nunca de forma cruel y humillante, como era la costumbre de Juan.

Lucrecia era su favorita, pues lo trataba con dulzura y afecto, haciéndole sentir que su compañía era siempre bienvenida. En cuanto a su padre, el papa Alejandro apenas parecía darse cuenta de su existencia.

incapaz de deshacerse de su inquietud, Jofre decidió que había llegado el momento de acudir en busca de Sancha. Esta vez la obligaría a volver con él a sus aposentos. Avanzó por el estrecho sendero que se abría entre los árboles hasta que vio las dos sombras en la oscuridad. Oyó la risa de su esposa antes de poder verla con claridad. Después, la luz de la luna iluminó el rostro de su hermano Juan, que caminaba con Sancha cogida del brazo. Sin hacer ruido, Jofre siguió a los dos amantes hasta el antiguo pabellón de caza. Mientras observaba cómo Juan besaba apasionadamente a su esposa, sus labios se fruncieron en una mueca de desprecio. Su hermano nunca le había parecido tan despreciable como en aquel momento. Pero, más allá de los celos, creyó advertir algo malvado en el semblante de Juan. De repente, lo vio todo con exquisita claridad. Estaba seguro. Igual que el Espíritu Santo había sembrado la semilla de Cristo en el seno de la Virgen María, la semilla del mal también podía ser sembrada sin que nadie pudiera saberlo hasta que el fruto saliera de la mujer que lo había nutrido.

Al despedirse de Sancha junto a la orilla del lago, Juan desenvainó su daga y cortó el aire en una serie de ágiles y punzantes movimientos.

—¡Pronto seré el capitán general del ejército de Roma! —exclamó con una carcajada—. Entonces te demostraré de lo que soy capaz.

Jofre sacudió la cabeza, intentando deshacerse de la cólera que se había apoderado de él. Cuando por fin consiguió dominarse, analizó la situación con frialdad. No tenía sentido blandir un arma para matar a su hermano, pues estaría arriesgando la salvación de su alma. No, no merecía la pena poner en juego su salvación por alguien tan despreciable como Juan.

César, incapaz, como su hermano menor, de conciliar el sueño, acudió en busca de su padre. Aunque los criados del papa le informaron de que el sumo pontífice estaba despachando unos asuntos oficiales y no deseaba ser molestado, él insistió.

Alejandro estaba sentado frente a su escritorio, firmando los documentos que le iban entregando dos de sus secretarios. Cinco grandes troncos ardían en la majestuosa chimenea. Al oír entrar a César, ordenó a los secretarios que se retirasen y se levantó para recibir a su hijo con un cálido abrazo. Llevaba puesta una larga camisola de lana y la bata de seda forrada de pieles que, según decía siempre, lo protegía de los vientos estivales que portaban la malaria. En la cabeza llevaba una simple birreta sin ningún tipo de ornamentación, pues Alejandro mantenía que aunque, por razones de Estado, un papa siempre debía hacer ostentación de las riquezas de la Iglesia, al menos tenía derecho a dormir como un simple campesino.

—Dime, hijo mío, ¿qué confidencia te ha hecho tu hermana en esta ocasión? ¿Acaso tiene alguna queja de su esposo?.

César no pudo dejar de sorprenderse de hasta qué punto su padre era consciente de los sentimientos de Lucrecia.

—No es dichosa con Giovanni —dijo escuetamente.

—Debo admitir que yo tampoco estoy demasiado satisfecho con la situación —confesó Alejandro al cabo de unos instantes—. La alianza con Milán no ha dado los frutos que esperaba —continuó diciendo, pues parecía dispuesto a compartir sus pensamientos con su hijo—. ¿De qué nos ha servido ese joven Sforza? La verdad es que nunca fue de mi agrado. La alianza con el Moro ya no resulta necesaria. Además, las lealtades de Milán resultan demasiado cambiantes. No podemos dejar de tenerlo en cuenta, pues necesitamos de su participación en la Santa Liga, pero su comportamiento resulta impredecible. Aunque, sea como fuere, lo que verdaderamente importa es la felicidad de tu hermana. ¿No te parece?.

César pensó en la alegría que sentiría Lucrecia cuando le contara lo ocurrido. Además, pensaría que todo había sido gracias a su intercesión.

—Entonces, ¿cómo debemos proceder, padre? —preguntó.

—El rey Fernando me ha pedido que estrechemos nuestros lazos con la familia real de Nápoles. A veces pienso que, más que beneficiarnos, los esponsales de Jofre con Sancha han empeorado las cosas. Pero puede que todavía estemos a tiempo de resolver ese problema con una nueva alianza.

César frunció el ceño. —No acabo de comprender qué pretendéis —dijo. Los ojos de Alejandro brillaban, satisfechos, con el plan que empezaba a forjarse en su cabeza.

—Alfonso, el hermano de Sancha. Sí, Alfonso sería un esposo mucho más provechoso para Lucrecia que Giovanni. Aunque, desde luego, no es aconsejable enemistarse con los Sforza... Pero puede que en esta ocasión merezca la pena hacerlo. Sí.

Alejandro apartó la silla del escritorio, se levantó y se acercó a la chimenea para reavivar la lumbre.

—César, entiendes que debemos asegurarnos el control de los Estados Pontificios, ¿verdad? —continuó diciendo al tiempo que se volvía—. Los caudillos de los Estados Pontificios tienen demasiadas ansias de poder. Sangran al pueblo en su propio beneficio, poniendo a prueba la paciencia de Roma.

—Y vos tenéis un plan para cambiar eso —afirmó César.

—Los reyes de Francia y de España están unificando sus territorios bajo una autoridad central. Nosotros debemos hacer lo mismo aquí. Es necesario, tanto por el bien del papado como por el del pueblo. Y también por el bien de nuestra familia, pues si no conseguimos obligar a los gobernantes locales a acatar de una vez por todas la autoridad de Roma, los Borgia correremos un grave peligro.

—Necesitaremos fortalezas bien pertrechadas para detener a los ejércitos invasores que ansíen apoderarse de nuestro territorio —dijo César con determinación al ver que su padre guardaba silencio—. Estoy a vuestro servicio, padre —añadió, al tiempo que se inclinaba ante el sumo pontífice—. Soy cardenal de la Iglesia y, aunque ésa no haya sido mi elección, siempre os estaré agradecido —concluyó diciendo, aunque lo que estaba pensando era que su hermano Juan era quien ostentaba la posición que él ansiaba más que ninguna otra cosa en la vida: capitán general de los ejércitos pontificios.

Si yo muriera y un cardenal hostil, como Della Rovere, ocupase el solio pontificio. No quiero ni pensar lo que sería de tu pobre hermana. Ni siquiera Dante podría encontrar palabras para describir el infierno que se vería obligada a vivir.

—¿Por qué decís eso, padre? —lo interrumpió César—. No debemos pensar en eso, pues estoy seguro de que todavía os quedan muchos años de vida para devolverle a la Iglesia todo su esplendor.

—Por grave que sea la situación, hay dos hombres en los que siempre podrás confiar —dijo el papa, ignorando las palabras de su hijo—. Uno es don Michelotto...

—Su gratitud hacia vos es de todos conocida, padre —lo interrumpió César—. Nos enseñasteis a confiar en él desde niños, y así lo haremos siempre. Aunque debo admitir que siempre me hubiera gustado saber algo más sobre su pasado. ¿Cómo es posible que un español conozca tan bien los entresijos de Roma?.

Y, así, Alejandro le contó a César la historia de Miguel Corella, más conocido como don Michelotto.

—Pero lo llaman el estrangulador, padre —comentó César.

—Así es, hijo mío, pero don Michelotto es mucho más que eso. Es un experimentado líder de hombres, un temible soldado y, lo que es más importante, un hombre que daría su vida por proteger la nuestra. Su lealtad es mayor incluso que su cólera. No debes equivocarte, hijo mío, don Michelotto es mucho más que un simple asesino; es alguien en quien podemos confiar ciegamente.

—¿Y el otro hombre?.

—El otro hombre es Duarte Brandao. Poco puedo decirte sobre su pasado, pues fue capturado y traído a mi presencia como prisionero hace muchos años, cuando en una ocasión necesité de un intérprete del inglés. Le pregunté por su pasado, pero los soldados lo habían maltratado hasta el punto de provocarle una completa pérdida de memoria.

—¿Y, aun así, confiáis en él? Alejandro guardó silencio durante unos segundos mientras recordaba lo ocurrido.

—La primera vez que lo vi, su aspecto era tan mugriento y harapiento como si llevara años encerrado en una mazmorra. Hice que lo limpiaran y lo trajeran a mi presencia. Y cuando volví a verlo, algo en su porte me recordó a Edward Brampton, un judío converso que le prestó valiosos servicios al rey Eduardo de Inglaterra. Sólo había visto a Brampton en una ocasión, hacía ya muchos años, pero lo recordaba perfectamente, pues había sido el primer judío en ser armado caballero en toda la historia de Inglaterra. Se dice que servía al hermano del rey, Ricardo III, que, como sabrás, fue asesinado por los hombres de Enrique Tudor. Brampton participó en importantes batallas, tanto en el mar como en tierra, y, en una ocasión, incluso salvó la flota inglesa de una derrota segura. Fue entonces cuando desapareció de Inglaterra; poco tiempo antes de que nuestras tropas hicieran cautivo a Duarte Brandao. Si hubieran dado con él, los Tudor sin duda habrían acabado con su vida; incluso hoy en día vive en constante peligro de ser descubierto por los agentes de los Tudor.

—Supongo que eso explica por qué decidió cambiar de nombre —intervino César—. Pero no sabía que Duarte fuera judío...

—Si lo es, sin duda se ha convertido a la fe católica, pues lo he visto comulgar en numerosas ocasiones. Además, durante los siete años que lleva en Roma me ha servido con mayor religiosidad que ningún otro hombre que conozca. Duarte es el hombre más valiente e inteligente que he conocido nunca, además de un excelente soldado y un experto marinero.

—No tengo nada en contra de que sea judío, padre —dijo César con una mueca divertida—. Tan sólo estaba pensando en lo que se diría si se llegara a saber que el principal consejero del vicario de Cristo es un judío.

Alejandro también sonrió. —Me tranquiliza saber que no desapruebas mi decisión —dijo con abierto sarcasmo—. Conoces sobradamente mi opinión sobre la cuestión judía, César —añadió con completa seriedad—. Cuando Isabel y Fernando de España me pidieron que persiguiese a cualquier judío que osara practicar los ritos de su religión en secreto, me negué rotundamente a complacerlos. Después de todo, los judíos nos legaron la ley, ¡incluso nos dieron a jesucristo Nuestro Señor! ¿Acaso debo aniquilarlos sólo porque no crean que sea el hijo de Dios? ¡Por supuesto que no! Desde luego, ésa nunca será mi política.

César no ignoraba que cuando un nuevo papa era elegido, parte de la ceremonia consistía en que el patriarca de la comunidad judía de Roma le entregase el libro hebreo de las leyes. Al recibirlo, cada nuevo papa lo arrojaba contra el suelo en señal de repulsa. Pero su padre no lo había hecho. No, Alejandro VI lo había rechazado, pero de forma respetuosa, pues se había limitado a devolvérselo al patriarca hebreo.

—¿Cuál es entonces vuestra política, padre?

—No deseo ningún mal a los judíos —dijo el sumo pontífice—. Simplemente les impongo elevados impuestos para beneficiarme de sus riquezas.

CAPÍTULO 10

Alejandro había sido traicionado por Virginio Orsini cuando más necesitaba de su ayuda, y el sumo pontífice no era un hombre que perdonase fácilmente la traición. Satanás había reclamado otra alma para su reino de tinieblas y la semilla del diablo tenía que ser destruida. El hecho de que Virginio Orsini hubiera sido capturado, torturado y ejecutado en una de las más célebres mazmorras de Nápoles no bastaba ni mucho menos para saciar la sed de venganza del Santo Padre, pues se trataba de una batalla directa entre el vicario de Cristo en la tierra y las huestes de Satanás. Como mandatario de los Estados Pontificios, Alejandro sabía que había llegado el momento de enfrentarse a los caudillos locales, a esos miserables caciques cuya codicia les daba valor incluso para enfrentarse a los dictados de la Iglesia. Pues si la autoridad del sumo pontífice no era honrada y obedecida, si los hombres virtuosos permitían que el mal floreciese a su alrededor, antes o después, la propia autoridad de la Iglesia acabaría por ser puesta en tela de juicio. ¿Y quién libraría entonces del pecado las almas de los hombres de buena voluntad?.

La autoridad espiritual debía cimentarse mediante la fortaleza de las armas. Ahora que la Santa Liga había expulsado de la península a los ejércitos, había llegado el momento de aplicar un castigo ejemplar para asegurarse de que nunca más ningún otro caudillo se atreviera a traicionarlo.

Tras largas reflexiones, finalmente decidió valerse del arma más letal de que disponía el sumo pontífice: la excomunión. No tenía otra alternativa. Expulsaría de la comunidad cristiana a todos y cada uno de los miembros de la familia Orsini.

La excomunión era el arma más poderosa de que disponía la Iglesia, pues era un castigo cuyas consecuencias no se limitaban a esta vida, sino que se prolongaban hasta después de la muerte. Una vez que un hombre era expulsado del seno de la Iglesia, nunca podría volver a recibir la gracia de los santos sacramentos y su alma nunca podría liberarse del pecado mediante el sacramento de la confesión, por lo que se le negaba la posibilidad de recibir la absolución. Cuando un hombre era excomulgado, sus hijos no podrían recibir el sacramento del bautismo, y el agua bendita nunca los limpiaría de pecado. Una vez excomulgado un hombre, ni él ni nadie de su familia recibirían la extremaunción ni podrían recibir sepultura en un camposanto. La excomunión era, pues, la más terrible de las condenas, una sentencia en vida que cerraba las puertas del paraíso para toda la eternidad.

Pero, una vez excomulgados los traidores, también era preciso acabar con su poder terrenal. Y así fue cómo, a pesar de las quejas de la esposa de Juan, que estaba encinta por segunda vez, Alejandro mandó llamar a su hijo para que se pusiera al frente de los ejércitos pontificios en la campaña contra la familia Orsini. Además, mientras esperaba la llegada de Juan, Alejandro había enviado un emisario a Pesaro ordenando a su yerno, Giovanni Sforza, que reuniera con presteza a todos los hombres de los que disponía y esperase sus órdenes para incorporarse a la campaña contra los Orsini.

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