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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (14 page)

BOOK: Los Borgia
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César siguió a Noní hasta la cabaña. En su interior, la anciana guardaba numerosos manojos de hierbas colgados con lazos de seda de las puntas de hierro que llenaban las paredes de la oscura estancia.

La anciana separó cuidadosamente unas hojas y las molió en un mortero hasta convertirlas en polvo. Después introdujo el polvo en un saquito y se lo dio a César.

—La hierba de horielzitel provoca un profundo descanso sin sueños —le dijo a César—. Basta con un pellizco para dormir a un hombre adulto. Con lo que te llevas podrías dormir a un ejército entero.

César abrazó a la anciana y se despidió de ella. Cuando estaba a punto de montar en su caballo, Noní apoyó la mano sobre su brazo.

—La muerte ronda a tu familia —lo previno—. Alguien joven. Debes tomar precauciones, pues tu vida también corre peligro.

—La muerte siempre está al acecho —asintió César—. Vivimos tiempos azarosos.

CAPÍTULO 8

César no dejaba de admirarse ante la disciplina con la que la caballería francesa devoraba el terreno en su avance hacia Nápoles. El ejército del rey Carlos se movía con la precisión militar de una gigantesca guadaña, deteniéndose tan sólo en contadas ocasiones para tomar alguna fortaleza hostil.

Aunque era rehén del rey, César recibía un trato respetuoso y apenas era objeto de vigilancia. El hijo del papa Alejandro observaba a los oficiales franceses y estudiaba los movimientos tácticos de las tropas sin ocultar su interés por la estrategia; aquí, en el campo de batalla, podía comportarse como el soldado que verdaderamente era.

De no haber tenido otras preocupaciones, César hubiera sido completamente dichoso cabalgando junto a las tropas francesas, pero no olvidaba que era el hijo del papa, un príncipe de la Iglesia. Sabía que, a pesar del pacto que habían sellado con el rey Carlos, su padre no deseaba que el rey de Francia gobernara sobre un reino italiano. Sabía que, mientras él se aproximaba a Nápoles, su padre estaría reunido con los embajadores de España, de Venecia, de Milán y del Sacro Imperio, forjando una alianza para expulsar a los ejércitos invasores. Y sabía que, en ese preciso instante, los Reyes Católicos de España estaban reuniendo ejércitos suficientes para detener el avance del rey de Francia, pues, si el ejército del rey Carlos finalmente conseguía destronar al rey Alfonso de Nápoles, el papa Alejandro sin duda intentaría devolver la corona a su legítimo dueño, expulsando a los franceses de la península con la ayuda del rey Fernando de Aragón.

Pero César también sabía que nada de eso sería posible mientras él permaneciera rehén del ejército francés. César dudaba de la determinación de su padre. ¿Realmente era posible que el papa Alejandro renunciara a enfrentarse a los franceses por no poner en peligro la vida de su hijo? Sólo cabía una solución. Debía escapar. Pero antes debía averiguar si Diem estaba dispuesto a acompañarlo en su huida.

El príncipe turco parecía disfrutar de su nueva situación. De hecho, el día anterior había estado bebiendo hasta altas horas de la noche con algunos oficiales franceses, explicándoles el plan que había concebido para destronar a su hermano, el sultán. No iba a resultar fácil convencerlo.

César analizó sus opciones. Huir con Diem aumentaría el riesgo de ser capturado y no podía permitirse fracasar en su intento. Por otro lado, su huida no pondría en peligro a Diem, pues el rey Carlos lo necesitaba vivo para su cruzada contra el sultán de Turquía. Y, así, César tomó su decisión.

Salió de su tienda un poco antes de la medianoche. Dos soldados hacían guardia, sentados junto a una pequeña hoguera.

—Una noche magnífica —dijo César, acercándose a ellos. Los dos soldados asintieron—. Hay luna llena —añadió con fingido interés—. Es extraño, pero no he oído ningún aullido —bromeó.

Uno de los soldados levantó la botella que sujetaba y se la ofreció

al hijo del papa. César rechazó el ofrecimiento.

—Tengo algo mejor —dijo. Volvió a la tienda, y unos instantes después salió con una botella de vino y tres copas de plata.

Los ojos de ambos soldados brillaron bajo la luz de la luna al probar el excelente vino del hijo del papa. Alzaron sus copas y brindaron con César por el futuro. Algunos minutos después, cuando los soldados empezaron a bostezar, César se despidió de ellos y regresó a su tienda. Una vez dentro, escondió el saquito que le había dado Noní y se sentó a esperar. Veinte minutos después, los dos guardias roncaban junto a la hoguera.

César avanzó silenciosamente entre la larga hilera de tiendas hasta llegar al corral donde se guardaban los caballos. Un soldado hacía guardia sentado de espaldas a él. El hijo del papa se acercó sigilosamente al soldado y le tapó la boca con una mano mientras le rodeaba el cuello con el otro brazo. Unos segundos después, el soldado yacía en el suelo sin sentido.

César condujo a su semental negro en silencio hasta el límite del campamento. Y, como tantas otras veces lo había hecho, montó a lomos del caballo sin ensillar y galopó hacia Roma.

Tras asearse y cambiarse de ropa, César fue conducido ante su padre. Con lágrimas en los ojos, el sumo pontífice se levantó y abrazó a su hijo con una fuerza que César no recordaba haber sentido nunca.

—No puedes imaginar hasta qué punto he llegado a sufrir desde tu marcha, hijo mío —dijo Alejandro con sincera emoción—. Temía por tu vida, pues sabía que Carlos daría nuestro pacto por roto en cuanto supiera que había reunido a los miembros de la Santa Liga. Con tu huida me liberas de la decisión más terrible de mi vida. Nunca antes me había atormentado tanto la duda. ¿Acaso debía renunciar a mis planes, sacrificando con ello la integridad de los Estados Pontificios? Pero, si no lo hacia, estaría poniendo en peligro la vida de mi propio hijo.

César nunca había visto tan afligido a su padre.

—¿Y qué decidisteis, padre? —preguntó con una sonrisa irónica.

—Eso ya no tiene importancia, hijo mío —contestó Alejandro—. Lo único que importa es que estás a salvo.

La reacción del rey Carlos al tener noticias de la fuga de César no fue tan violenta como el papa esperaba, aunque Alejandro no tardó en comprender la razón.

Las tropas del rey de Francia habían conquistado Nápoles y el rey Alfonso había abdicado sin ofrecer resistencia. El joven monarca francés había vencido. Ahora tenía las puertas abiertas para emprender su cruzada contra los infieles. Como era de esperar, en esas circunstancias, la fuga de César no era más que un pequeño detalle sin importancia. Lo único que el rey de Francia deseaba ahora era disfrutar de su victoria, de la belleza de Nápoles, de sus manjares, sus vinos y sus mujeres.

Pero el papa se había movido con presteza. Ahora que el rey Ferrante había muerto y Nápoles ya no amenazaba con conquistar Milán, el Moro volvía a mostrarse dispuesto a establecer una alianza con Roma. Así, los ejércitos milaneses no tardaron en reunirse al norte de la península con las tropas venecianas. Mientras tanto, los navíos españoles ya habían partido hacia el sur.

Alejandro mandó llamar a César y a Duarte Brandao para decidir la estrategia que debían seguir.

—¿No os preocupa que el rey Carlos pueda tomarse como una afrenta personal el hecho de que hayáis roto vuestra palabra, padre? —le preguntó César al papa.

Alejandro miró a su hijo con ademán sorprendido.

—¿Romper mi palabra? —dijo—. ¿A qué te refieres, César? juré no interferir en la conquista de Nápoles, pero nunca dije nada sobre lo que haría después.

—Dudo que el joven rey comparta esa sutileza lingüística —sonrió Duarte—. Si no me equivoco, la estrategia consiste en que los ejércitos de la Santa Liga corten la vía de escape de los franceses hacia el norte. Así, las tropas del rey Carlos quedarán atrapadas entre los ejércitos españoles al sur y los de Milán y Venecia al norte. Desde luego, es como quedar atrapado entre un martillo y un yunque —continuó Duarte—. Pero ¿qué ocurriría si las tropas francesas consiguieran retroceder a tiempo y alcanzasen Roma antes de que los españoles pudieran alcanzarlas a ellas?.

Alejandro tardó unos segundos en responder.

—Sin duda saquearían nuestra bella ciudad —dijo finalmente.

—Carlos comprenderá que sólo tiene una salida —intervino César tras considerar la situación—. Necesita vuestro apoyo para conservar Nápoles, padre. Os intentará convencer de que rompáis la Santa Liga y toméis partido por su causa. Además, sólo el sumo pontífice puede coronarlo rey de Nápoles.

Aunque las palabras de su hijo demostraban su capacidad para la estrategia, Alejandro tenía la sensación de que había algo que César no le decía.

—¿Y qué propondrías tú que hiciéramos, hijo mío?

César sonrió.

—Si el rey de Francia te encontrara en Roma en su retirada hacia el norte, intentaría imponerte sus condiciones, pero si el Santo Padre no estuviera en Roma...

El rey Carlos fue informado de que el papa había abandonado Roma en cuanto la vanguardia del ejército francés entró en la ciudad. Al parecer, Alejandro se dirigía hacia Orvieto, al norte de Roma. El joven monarca espoleó a sus tropas en esa dirección. Pero cuando llegaron a Orvieto, el papa Alejandro ya estaba de camino a Perugia, adonde había ordenado a don Michelotto que trasladase a su hija Lucrecia.

Frustrado por la nueva ausencia de Alejandro, el rey Carlos ordenó a sus hombres que abandonaran inmediatamente la ciudad. No podía perder más tiempo persiguiendo al papa, pues sabía que su ejército estaba a punto de caer en una trampa. Así, el ejército francés avanzó a marchas forzadas hacia los Alpes y, varias jornadas después, tras algunos escarceos con miembros adelantados de la infantería de la Santa Liga, consiguió cruzar la frontera.

Derrotado y con el orgullo herido, el joven rey Carlos volvía a sus dominios.

Ahora que volvía a reinar la tranquilidad, el papa se trasladó a "Lago de Plata" para disfrutar de un merecido descanso. Una vez allí, mandó llamar a sus hijos para que se reunieran con él.

CAPÍTULO 9

Lucrecia vino desde Pesaro, Juan viajó solo desde España, y Jofre y Sancha acudieron desde Nápoles. De nuevo, la familia Borgia volvía a estar reunida. Julia Farnesio y Adriana llegarían más tarde, pues el papa deseaba pasar unos días a solas con sus hijos.

Además del magnífico palacio de piedra, Alejandro había hecho erigir un pabellón de caza con establos para sus mejores caballos y varias casas para alojar al séquito que lo acompañaba. Cuando huía del asfixiante calor de Roma, el papa gustaba de rodearse de bellas y elegantes mujeres. Así, muchas de las más bellas damas de la corte acompañaban al papa en sus retiros. Acudían con sus hijos pequeños, cuyos rostros inocentes llenaban a Alejandro de esperanza en el futuro.

Entre nobles damas, criados y cocineros, el séquito del sumo pontí-fice superaba las cien personas, sin contar los músicos, actores, malabaristas y juglares necesarios para interpretar las comedias de las que tanto disfrutaba Alejandro.

Eran historias sobre los milagros que habían tenido lugar en el lago, cuyas aguas cristalinas se decía que limpiaban los pecados.

Años atrás, la primera vez que les había hablado de los poderes milagrosos del lago a sus hijos, César le había preguntado:

—¿Y vos también os habéis bañado para limpiar vuestra alma de pecado, padre?.

—Por supuesto que no —había dicho el cardenal con una sonora carcajada—. ¿Acaso tengo algún pecado que limpiar?.

—Entonces yo tampoco me bañaré —había replicado César.

—Supongo que ninguno de los dos necesitáis un milagro —había afirmado Lucrecia con abierta ironía.

El cardenal Borgia recordaba haber dejado caer la cabeza hacia atrás, riendo con abierto placer.

—Todo lo contrario, hija mía —había dicho Alejandro—. Pero por ahora prefiero satisfacer los deseos de la carne a ningún otro milagro. Algún día, el deseo de salvar mi alma acabará con mi anhelo de disfrutar de los placeres de la vida, pero te aseguro que ese momento todavía no ha llegado. Y debo confesar que me aterroriza pensar en ese día —había dicho finalmente en un susurro y a continuación se había persignado, temeroso de haber cometido sacrilegio.

Ahora que toda la familia volvía a estar reunida, todos los días amanecía con los preparativos de una nueva partida de caza. Aunque la ley canónica prohibía expresamente que el papa diese muerte a criatura alguna, Alejandro participaba en las cacerías argumentando que sus médicos le habían recomendado que hiciera ejercicio. Para sí mismo, el Santo Padre razonaba que no era ni mucho menos la única prohibición que incumplía, pero que era uno de los pecados veniales que más placer le proporcionaban.

Antes de cada cacería, cuando su ayuda de cámara le reprendía por llevar botas, algo que impedía que sus súbditos le mostraran el debido respeto besándole los pies, Alejandro contestaba que así impedía también que se los mordieran los perros de la jauría.

Alrededor del pabellón de caza, el papa había hecho vallar cuarenta hectáreas de terreno con estacas de madera y gruesas telas de lona, creando así un redil al que los animales acudían por propia voluntad.

Ponían todo tipo de alimentos junto a las puertas del redil. Los cazadores se reunían al alba y bebían una copa de vino dulce de Frascati para espesar la sangre y fortalecer el ánimo. Cuando sonaban las trompetas y Alejandro dejaba caer el estandarte pontificio, se abrían las puertas del redil y los animales corrían hacia lo que creían que era la libertad. Venados, lobos, jabalíes, liebres, puercoespines... Todos acudían a la cita con los cazadores, que perseguían a sus presas con lanzas y espadas, e incluso con hachas en el caso de los más sanguinarios.

Lucrecia y Sancha, y sus damas de compañía, observaban el espectáculo desde una plataforma elevada de madera. Aunque se suponía que la presencia de las mujeres debía llenar de valor a los cazadores, ese día, Lucrecia les dio la espalda. Aquel espectáculo le repugnaba. Algo en su interior se había sublevado ante la semejanza que existía entre el destino de aquellos pobres animales atrapados y el suyo propio. Sancha, al menos, sí disfrutó del espectáculo; incluso le ofreció su pañuelo de seda a su cuñado Juan para que él lo mojase con la sangre de un jabalí herido. Aun sin gozar de la destreza de su hermano César en el manejo de las armas, el placer que le producía la visión de la sangre y su afán por impresionar a cuantos lo rodeaban convertían a Juan en el cazador más mortífero de la partida. En una ocasión, mientras un enorme jabalí cargaba contra él, Juan demostró un gran coraje manteniéndose firme en su posición e hiriéndolo de muerte con su lanza justo antes de que el animal lo alcanzara.

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