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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (25 page)

BOOK: Los Borgia
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Lorenzo era un hombre en el que convivían un carácter jactancioso y una profunda religiosidad. Los días de carnaval paseaba en carroza a las más bellas prostitutas de la ciudad y cada Semana Santa liberaba miles de palomas blancas que llenaban el cielo como si de pequeños ángeles se tratara. Además, asistía a las numerosas procesiones que recorrían las calles de Florencia y a las escenas históricas que había ordenado representar para que el pueblo no olvidara los sufrimientos que les esperaban en el infierno a quienes no respetaran los mandatos divinos.

Lorenzo era probablemente el hombre más feo de Florencia, aunque gracias a su ingenio y a su encanto personal había disfrutado de numerosos idilios. En cambio, Giuliano, su hermano menor, y también su mejor amigo, había sido elegido el hombre más agraciado de la ciudad en un festival popular. Eso había ocurrido en 1475, el día de su vigesimosegundo natalicio, y Giuliano lo había celebrado paseando por la ciudad con un traje diseñado por Botticelli y un casco salido del genio de Veroccio, todo ello con un costo superior a veinte mil florines. En aquella ocasión, los ciudadanos de Florencia se habían sentido orgullosos de su señor al ver cómo abrazaba a su apuesto hermano sin el menor atisbo de envidia.

Pero, en el momento álgido de su poder y su felicidad personal, casado y con dos hijos, Lorenzo tuvo que enfrentarse a una peligrosa conspiración.

Todo había comenzado cuando Lorenzo se había negado a conceder un cuantioso préstamo al Santo Padre, que necesitaba el dinero para adquirir la estratégica población de Imola, en la región de la Romaña. El papa Sixto se había tomado la negativa como una afrenta personal. Él también era un hombre dedicado a su familia. Había investido cardenales a siete de sus sobrinos y deseaba adquirir la población de Imola para ofrecérsela como obsequio a Girolamo, uno de sus hijos bastardos. Tras la negativa de Lorenzo, el papa había solicitado el préstamo a la familia Pazzi, encarnizados rivales de los Médicis.

Los Pazzi gozaban de mayor raigambre en Florencia que los Médicis. Jacapo, el cabeza de familia, un hombre de mayor edad y más solvencia había dado cuenta mil ducados al papa y se había ofrecido a mejorar las condiciones de otros préstamos que el Santo Padre tenía con los Médicis, entre los que estaba el correspondiente a las minas de alumbre de "Lago de Plata", situadas a las afueras de Roma. Pero el papa no estaba dispuesto a llegar tan lejos, aunque sólo fuera por los obsequios que le había hecho llegar Lorenzo para aplacar su ira.

Aun así, la tensión entre la Iglesia y los Médicis no dejó de crecer, pues, al poco tiempo, el papa nombró a Francisco Salviati arzobispo de Pisa, una posesión florentina, rompiendo así el acuerdo según el cual todos los nombramientos de cargos eclesiásticos de territorios de Florencia debían ser aprobados por el gobierno de la república. La indignación de Lorenzo llegó hasta el punto de prohibir que el arzobispo tomara posesión de su cargo.

El arzobispo Salviati y Francisco Pazzi, que compartían su odio hacia Lorenzo y una ambición sin límites, unieron sus fuerzas para intentar convencer al sumo pontífice de la necesidad de deponer a Lorenzo, y el papa no tardó en dar su consentimiento.

El plan consistía en asesinar a Lorenzo y a su hermano Giuliano mientras acudían a la misa del domingo, tras lo cual, las tropas de Pazzi se adueñarían de la ciudad.

Para que ambos hermanos acudieran juntos a la catedral, se acordó que el cardenal Rafael Riario visitara a Lorenzo, aunque no se le informó de la conspiración.

Como era de esperar, Lorenzo dispuso la celebración de un gran banquete en honor al cardenal y, a la mañana siguiente, lo acompañó a la catedral. Los acompañaban dos sacerdotes, Maffei y Stefano, con afilados estiletes ocultos bajo sus hábitos.

La señal convenida era el repicar de la campana de la sacristía llamando a la consagración, momento en el cual todos los fieles presentes inclinarían la cabeza en señal de respeto. Pero Giuliano se retrasaba y los conspiradores tenían órdenes de matar a los dos hermanos al mismo tiempo. Así, Francisco Pazzi corrió al palacio de Giuliano para acompañarlo a la catedral. Durante el camino le dio unas palmadas amistosas en el costado con la excusa de una chanza para asegurarse de que no llevaba cota de malla bajo la ropa.

En la catedral, Lorenzo esperaba de pie junto al altar. Su hermano entró en el sagrado recinto, seguido de Francisco Pazzi, justo antes de que sonaran las campanadas de la sacristía. Y, entonces, Lorenzo vio, horrorizado, cómo Francisco empuñaba su estilete y lo clavaba en el cuerpo de Giuliano. Ni siquiera había tenido tiempo de gritar cuando el propio Lorenzo sintió el tacto del acero contra su cuello. Instintivamente, se abalanzó sobre su agresor y levantó la capa para contener el ímpetu de las puñaladas.

Lorenzo desenvainó la espada mientras saltaba la barandilla del altar. Tres de sus fieles partidarios corrieron tras él hasta la sacristía y, una vez dentro, lo ayudaron a atrancar la pesada puerta de hierro. Por el momento, estaban a salvo.

Mientras tanto, el arzobispo Salviati y el asesino, Francisco Pazzi, salieron de la catedral gritando que Florencia por fin era libre, pues los tiranos habían muerto. Pero en vez de unirse a ellos, la mayoría de los ciudadanos de Florencia tomaron sus armas para enfrentarse a las tropas del arzobispo, a las que no tardaron en derrotar.

Aclamado por el pueblo, Lorenzo se aseguró de que el cardenal Riario no sufriera ningún daño, aunque no impidió que el pueblo diera muerte al arzobispo y a Francisco Pazzi. Unos minutos después, los traidores colgaban ahorcados de lo más alto de la catedral.

Los dos sacerdotes, Maffei y Stefano, fueron castrados y, posteriormente, decapitados. El palacio de la familia Pazzi fue saqueado y todos los miembros del clan fueron desterrados de Florencia.

Pero ahora, al volver a atravesar las murallas, tantos años después, César encontró una ciudad completamente distinta de la que recordaba.

Las calles estaban cubiertas de suciedad y aguas residuales. En los callejones se pudrían animales muertos y el hedor era peor incluso que el de Roma, aunque, al menos, la epidemia de peste había remitido, por lo que César no corría peligro de enfermar.

El hijo del papa cabalgó, rodeado de gritos y disputas, hasta llegar a la posada más respetable de la ciudad. Al pedir una habitación, observó con satisfacción que el posadero no lo reconocía; incluso le dijo que no tenía habitaciones, aunque recordó que una acababa de quedar vacía en cuanto César puso un ducado de oro en su mano. Con un trato perfectamente respetuoso, el posadero lo condujo a una habitación limpia, aunque de escaso mobiliario, desde cuya ventana se veía la iglesia de San Marco y el monasterio del profeta Savonarola. César decidió esperar a que cayera la tarde antes de salir en busca de información.

Unos minutos después, el posadero volvió a la habitación con una jarra de vino y una fuente de queso y fruta. César comío— un poco y se tumbó a descansar.

No tardó en caer dormido. Soñó con cruces y cálices y hábitos eclesiásticos que giraban una y otra vez a su alrededor, justo fuera de su alcance. Una voz atronadora le ordenó desde el cielo que cogiera un cáliz de oro, pero, cuando lo hizo, se encontró con un arma de fuego en las manos. Aunque intentó controlarla, parecía disparar por voluntad propia. Mientras luchaba por dominarla, el escenario cambió súbitamente y César se encontró a sí mismo sentado en el banquete de los esponsales de su hermana. El arma de oro se disparó, destrozando la cara de Lucrecia. ¿o era la de Alfonso?.

César se despertó empapado en sudor. Al oír las voces en la plaza, se levantó, agitado, y se asomó a la ventana para ver lo que ocurría. Sobre un improvisado púlpito de madera, Savonarola rezaba una oración llena de fervor que los ciudadanos que se agolpaban frente a él coreaban con alabanzas al Señor. El fraile no tardó en dirigir sus iras contra Roma.

—Alejandro VI es un falso papa —exclamó con pasión—. Las mentes de los humanistas pueden torcer la verdad y hacer que lo que no tiene sentido parezca tenerlo, pero nosotros sabemos que existe el negro y el blanco, que existe el mal y el bien y todo aquello que no sea obra del Señor es obra de Satanás.

César observaba atentamente a Savonarola. Era un hombre delgado, ascético, con rasgos toscos, aunque no desagradables. Vestido con los hábitos de la orden dominica, movía la cabeza tonsurada con gestos vehementes y sus manos dibujaban amplias parábolas para dar mayor énfasis a sus palabras.

—El papa Alejandro comparte su lecho con cortesanas —gritó ante la multitud—. El papa asesina a sus enemigos. En Roma, los clérigos corrompen a los niños, roban a los pobres para satisfacer los lujos de los ricos y comen en platos de oro mientras el pueblo vive en la pobreza.

Había algo fascinante en ese hombre. Incluso César se sentía seducido por el poder de su oratoria.

Cuando el profeta hablaba, la multitud guardaba un silencio tan respetuoso que podría haberse oído una estrella cayendo en el firmamento.

—Os condenaréis al fuego eterno. Nadie se salvará mientras no renuncie a los mandatos de esta iglesia pagana. Renunciad a vuestros bienes terrenales y seguid el camino que nos mostró santo Domingo.

—En el monasterio coméis los alimentos que os ofrecen los ricos —gritó alguien entre el gentío—. Vuestros platos tampoco son de madera y os sentáis sobre sillas con blandos cojines.

—A partir de hoy rechazaremos el dinero de los ricos. A partir de hoy, los frailes de San Marcos nos alimentaremos con el pan que nos proporcionen los buenos habitantes de Florencia —dijo Savonarola—. Nos bastará con una comida al día. Todo aquello que nos sobre será entregado a los pobres que se reúnen en la plaza todas las tardes. Os prometo que nadie pasará hambre, ¡Pero eso es sólo el alimento del cuerpo! Y el alimento del espíritu exige que renunciéis al papa de Roma. Debéis dar la espalda a ese papa fornicador que comparte lecho con la prostituta de su hija.

César ya había oído suficiente. Cuando informara a su padre de lo ocurrido, el sumo pontífice sin duda acusaría de herejía a ese falso profeta.

Y, aun así, había algo desconcertante en aquel hombre. Era evidente que creía en sus palabras, pero ¿quién sino un loco se condenaría al martirio que sin duda le esperaba a Savonarola? César se preguntó si podía culparse a un hombre por los actos a los que le conducía su demencia. De lo que no cabía duda era de que Savonarola era un hombre peligroso al que había que detener, pues la nueva Signoria de Florencia podría dejarse influir por sus proclamas y el sumo pontífice necesitaba el apoyo de Florencia para someter a los caudillos rebeldes de la Romaña y reincorporar sus territorios a los Estados Pontificios.

César se vistió y salió de la posada. Una vez fuera, mientras se abría camino entre el gentío que llenaba la plaza, un joven de escasa estatura y extrema palidez se acercó a él.

—¿Cardenal? —le susurró al oído.

César se volvió al tiempo que sujetaba la empuñadura de la espade que llevaba oculta bajo sus ropas.

Pero el joven, vestido con una amplia capa negra, inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Soy Nicolás Maquiavelo —dijo—. Creo que deberíamos hablar. Las calles de Florencia no son un lugar seguro para un cardenal de Roma.

Y, sin una sola palabra más, cogió a César de un brazo y lo condujo lejos de la plaza.

Al llegar a la casa de Maquiavelo, el joven orador condujo a César a una estancia abarrotada de libros y papeles, que cubrían las mesas e incluso se derramaban por las sillas hasta cubrir gran parte del suelo. Un pequeño fuego ardía en la chimenea de piedra.

Maquiavelo quitó los libros que había encima de una silla para que César pudiera tomar asiento. Por alguna razón, el cardenal Borgia se sentía sorprendentemente cómodo en aquella abarrotada estancia. Maquiavelo llenó dos copas de vino y, tras ofrecerle una a César, se sentó frente a él.

—Su vida corre peligro, cardenal —le advirtió de nuevo—. Savonarola cree tener una misión, una misión sagrada, y para cumplirla es necesario acabar con el papa Alejandro y con toda su familia.

—Conozco sus críticas a nuestra conducta "pagana" —dijo César con abierto sarcasmo.

—Savonarola tiene visiones —siguió diciendo Maquiavelo—. Primero vio un sol cayendo del firmamento, justo antes de la muerte de Lorenzo el Magnífico. Después tuvo la visión de la espada del Señor golpeando al tirano desde el norte. Eso fue justo antes de la invasión francesa. Los ciudadanos de Florencia están asustados y ese temor les hace creer en las profecías de Savonarola. El profeta dice que el perdón llegará de manos de ángeles con ropas blancas. Dice que eso ocurrirá cuando los hombres se arrepientan de sus pecados y vuelvan a respetar los mandatos divinos.

César pensó que había algo de cierto en el mensaje del falso profeta, aunque no fuera una verdad de este mundo. Pensó que esa verdad nunca podría ser la suya, pues negaba la propia voluntad, el libre albedrío del hombre, el control de su propio destino.

—Si Savonarola insiste en su actitud, el sumo pontífice no tendrá más remedio que silenciarlo de una vez por todas —le dijo a Maquiavelo.

Varias horas después, cuando César regresó a la posada, ya caída la noche, Savonarola seguía arengando a los ciudadanos de Florencia.

—Alejandro Borgia adora a los dioses paganos de Egipto. Vive rodeado de placeres mientras vosotros, los verdaderos fieles, soportáis todo tipo de penurias. La Iglesia de Roma sube los impuestos todos los años para llenar sus arcas. ¡No podéis permitir que os traten como si fuerais bestias de carga! En los tiempos originales de la Iglesia los cálices eran de madera y el corazón de los clérigos de oro. Pero ahora vivimos tiempos tenebrosos. Ahora, los cálices son de oro y la virtud del papa y los cardenales es de madera.

CAPÍTULO 15

Mientras se aproximaba a la villa que Vanozza Catanci tenía a las afueras de Roma, el papa Alejandro pensó en todos aquellos momentos hermosos que había compartido con la madre de sus hijos. Aún recordaba todas aquellas noches que habían cenado al calor de la luz de las velas, todas aquellas calurosas noches de verano que habían compartido, rodeados del aroma del jazmín. Recordaba la paz de aquellas veladas. Recordaba el calor del cuerpo de Vanozza contra el suyo. Y recordaba que había sido entonces, durante esas noches de éxtasis carnal, cuando mayor y más sólida había sido su fe, cuando mayor y más sincera había sido su dedicación a la Iglesia.

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