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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (21 page)

BOOK: Los Borgia
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Alejandro asintió, pero, en ese preciso instante, César se presentó con noticias preocupantes.

—Padre, hemos encontrado al escudero de Juan. Está malherido. De hecho, sus heridas son tan graves que ni siquiera puede hablar.

—Hablará conmigo —dijo el sumo pontífice con determinación.

—No puede, padre —dijo César, inclinando la cabeza ante Alejandro—. Le han arrancado la lengua.

Alejandro sintió flaquear las rodillas.

—Al menos podrá escribir.

—Mucho me temo que no, padre —dijo César—. También le han cortado las manos.

—¿Dónde han encontrado a ese pobre hombre? —preguntó Alejandro.

—En la plaza de la Giudecca —se apresuró a decir César—. Al parecer, llevaba horas inconsciente en mitad de la plaza, pero nadie se atrevía a informar de lo ocurrido.

—¿Seguimos sin tener noticias de tu hermano? —preguntó el papa al tiempo que tomaba asiento.

—Así es, padre. Aún no sabemos nada de él.

César y Duarte peinaron las calles de Roma buscando a Juan con la ayuda de la guardia pontificia, los soldados españoles y la guardia suiza.

De vuelta en el Vaticano, encontraron a Alejandro frotando nerviosamente las cuentas del rosario. César dejó que fuera Duarte quien hablara, pues pensaba que sería menos doloroso para su padre oír las noticias que traían de boca de un hombre en el que depositaba toda su confianza.

Duarte se acercó al sumo pontífice y apoyó una mano sobre su hombro.

—Su Santidad, acaban de comunicarme que han encontrado el caballo del capitán general. Al parecer, tiene los estribos cortados.

El Santo Padre notó cómo el aliento lo abandonaba.

—¿Y el jinete? —preguntó, mirando al suelo.

—Nadie lo ha visto, padre —intervino César. El papa Alejandro levantó la mirada hasta encontrar la de César.

—Reúne a la guardia pontificia y haz que registren todas las casas de Roma —le ordenó—. No quiero que regresen hasta que hayan encontrado a tu hermano.

Al salir para cumplir las órdenes de su padre, César se cruzó con Jofre en el corredor.

—Juan ha desaparecido —le dijo—. Nuestro padre está desolado. Ten mucho cuidado con lo que dices cuando estés en su presencia. Y, por tu bien, te recomiendo que no permitas que averigüe dónde estuviste anoche.

—Entiendo —respondió Jofre, pero no dijo nada más.

Los rumores sobre la desaparición de Juan no tardaron en extenderse por la ciudad. El hijo del papa había desaparecido y la cólera del Santo Padre caería sobre todos los ciudadanos de Roma si Juan había sufrido algún daño.

Los comerciantes taparon las vitrinas de sus comercios con tablones de madera mientras cientos de soldados españoles recorrían las calles con las espadas desenvainadas. Temiendo ser culpados por lo ocurrido, los principales rivales del sumo pontífice, los Orsini y los Colonna, se pertrecharon en sus palacios, dispuestos a defenderse de un posible ataque del papa. Mientras tanto, los soldados del pontífice registraban cada casa, cada callejón, cada sótano de la ciudad.

Al rayar el alba del día siguiente, unos soldados despertaron a un pescador que dormía en su barca, amarrada a uno de los muelles de las afueras de la ciudad. El pescador les dijo que la noche anterior había visto a cuatro jinetes tirando de un quinto caballo cargado con un cuerpo. Les dijo que uno de los jinetes llevaba un antifaz y que los cuatro hombres habían arrojado el cuerpo al río junto a las inmundicias de la ciudad.

Los soldados le pidieron que describiera a los cuatro jinetes. —Estaba muy oscuro... —empezó diciendo el pescador, aunque, ante la presión de los soldados, finalmente reconoció haber oído a uno de los hombres ordenando a sus compañeros que arrojasen unas piedras sobre el cadáver cuando su capa azul volvió a emerger a la superficie.

Dijo que uno de los caballos era Un semental de color blanco, pero, manteniéndose fiel a la promesa que le había hecho a César, no describió al hombre que había dado la orden de arrojar las piedras sobre el cadáver.

Cuando los soldados le preguntaron por qué no había informado de lo ocurrido, el pescador dejó escapar una carcajada. Había visto arrojar al río cientos de cuerpos; si tuviera que informar a las autoridades cada vez que alguien se deshacía de un cadáver en el Tíber no le quedaría tiempo para pescar.

A mediodía, cientos de hombres rastreaban el Tíber con inmensas redes y largos ganchos, Eran las tres de la tarde cuando un pescador encontró algo pesado en el lecho del río. Unos segundos después, el cadáver emergió amoratado a la superficie con su capa de terciopelo azul.

Tenía nueve heridas profundas de daga y un corte sesgándole la yugular.

Todavía llevaba puestas las botas y las espuelas. Sus guantes colgaban sujetos al cinturón y en la bolsa llevaba treinta ducados de oro; desde luego, no se trataba de un robo.

Duarte Brandao acudió inmediatamente a identificar el cadáver.

No cabía ninguna duda; era Juan Borgia, el hijo del papa Alejandro.

El cuerpo de Juan fue transportado en barca hasta el castillo de Sant' Angelo, Al ver el cadáver de su hijo más querido, el sumo pontífice se dejó caer de rodillas y clamó desconsoladamente al cielo; sus lamentos se pudieron oír en todo el Vaticano.

Cuando finalmente consiguió contener las lágrimas, Alejandro ordenó que el funeral se celebrara esa misma tarde.

A las seis de la tarde, el cadáver de Juan, vestido con el uniforme brocado de capitán general de los ejércitos pontificios, fue colocado en un magnífico túmulo que los miembros más eminentes de la familia Borgia transportaron a hombros mientras el Santo Padre le daba el último adiós a su hijo desde el castillo de Sant'Angelo.

El cortejo fúnebre iba precedido por ciento veinte hombres con antorchas y escudos. A su paso, miles de ciudadanos de Roma lloraban la muerte del hijo del papa. Varias horas después, el cortejo pasó entre dos filas de soldados españoles con las espadas en alto antes de entrar en la iglesia de Santa María del Popolo, donde Juan recibió sagrada sepultura en la capilla que su madre, Vanozza, había hecho construir para albergar su propia tumba.

Al día siguiente, el sumo pontífice mandó llamar a César a sus aposentos.

Al llegar, César encontró a su padre sentado ante su escritorio. Estaba pálido y tenía los ojos enrojecidos por el llanto. César sólo lo había visto así en otra ocasión: cuando, siendo todavía un niño, Juan había sido envenenado.

Al ver entrar a su hijo en la estancia apenas iluminada, Alejandro se acercó a él y se detuvo a apenas unos centímetros de su cuerpo. Estaba fuera de sí.

El sumo pontífice siempre había sabido que César no sentía ningún aprecio por su hermano. Además, sabía que los dos hermanos habían discutido la noche en que Juan había sido asesinado. Ahora, César iba a decirle la verdad. Alejandro necesitaba oírla de sus propios labios.

—Júrame por lo más sagrado que no asesinaste a tu hermano —dijo con la severidad de un juez—. júramelo por la salvación de tu alma. ¡Que tu alma arda en el infierno durante toda la eternidad si no me dices la verdad!

César no esperaba ser objeto de una acusación tan directa. Aunque no lamentara la muerte de su hermano, él no había tenido nada que ver con lo ocurrido. Y, aun así, no podía culpar a su padre por sospechar de él.

—Yo no maté a Juan, padre —dijo mirándolo fijamente a los ojos al tiempo que se llevaba una mano al pecho—. Os juro que yo no maté a mi hermano. Que mi alma arda eternamente en el infierno si mis palabras no son ciertas... Yo no lo maté, padre —repitió al ver que la duda seguía brillando en los ojos del sumo pontífice.

Alejandro fue quien apartó la mirada primero. Volvió a su escritorio, se dejó caer en una silla forrada de cuero y se cubrió el rostro con las manos, incapaz de contener el llanto. Cuando finalmente habló, apenas lo hizo con un hilo de voz.

—Gracias, hijo mío —dijo—. Gracias. No puedes saber el alivio que siento al oír tus palabras, pues has de saber (y te aseguro que lo que voy a decirte no es una amenaza vacía causada por el dolor de un padre que acaba de perder a su hijo) que si hubieras sido el responsable de la muerte de Juan, habría ordenado que te arrancaran cada miembro del cuerpo en la más dolorosa de las torturas. Y, ahora, déjame solo, pues necesito del consuelo de la oración.

Llega un momento en la vida de todo hombre en que debe tomar una decisión que marcará el sendero de su destino. Es en esa encrucijada cuando optamos por uno de los posibles caminos sin saber lo que nos espera al final del mismo, cuando marcamos para siempre el devenir de nuestras vidas. Y así fue cómo César decidió guardar en secreto que Jofre era el asesino de su hermano Juan.

Al fin y al cabo, Juan había sido el único culpable de su destino. Que hubiera sido Jofre quien finalmente hubiese hecho justicia tan sólo era un guiño del destino. Juan nunca había hecho nada por el bien de los Borgia. Al contrario, con su vanidad había puesto en peligro a toda su familia; su asesinato a manos de su hermano menor parecía una penitencia apropiada para los muchos pecados de los Borgia.

Pero aunque no le sorprendieran, las dudas que había expresado su padre sobre su inocencia hirieron a César más de lo que hubiera creído posible.

Aun así, si ésa había sido la reacción de su padre, no había nada que César pudiera hacer, pues confesándole la verdad sólo hubiera acrecentado su dolor. Como sumo pontífice, su padre debía mostrarse infalible, pues era precisamente esa infalibilidad lo que sustentaba su poder. De confesarle la verdad, César estaría negando la cualidad misma de la que dependía la autoridad del Santo Padre y, con ella, el futuro de todos los Borgia.

César sabía que el papa dudaba de su palabra, pero, aun así, ¿qué sentido tenía hacer que también dudase de sí mismo? Ninguno. Eso sólo le debilitaría y, con él, a todos los Borgia. No, César no estaba dispuesto a ser el responsable de la caída en desgracia de su familia.

Y así fue cómo, tras la muerte de Juan, con su silencio, César se convirtió en el custodio del porvenir de la familia Borgia.

Lucrecia estaba arrodillada ante la gran Virgen de mármol de la capilla del convento cuando fue llamada por una de las novicias. Era una joven nerviosa perteneciente a la familia real de Nápoles, algo nada inusual en el convento, pues en San Sixto había lugar para acoger tanto a jóvenes de la nobleza, cuyas familias contribuían generosamente a cambio del santuario que obtenían para sus hijas, como a jóvenes de condición humilde y sincera vocación religiosa que contribuían orando por la salvación de las almas de los nobles.

La novicia le dijo a Lucrecia que alguien la esperaba con un importante mensaje.

Mientras Lucrecia acudía al encuentro del mensajero, las palpitaciones de su corazón apagaban el retumbar de sus pasos sobre las baldosas de las galerías vacías. ¿Le habría ocurrido algo a su padre? ¿Estaría bien César? ¿Acaso habría abandonado Roma, cansado de esperar su regreso durante todos estos meses? ¿o sería tan sólo otra de las cartas en las que su padre le pedía que regresara?.

Aunque sólo había abierto dos de las cartas que le había llevado Perotto, estaba segura de que todas contenían las mismas palabras. Pero por muchas veces que su padre le pidiera que volviera a su lado, por mucho que ella deseara hacerlo, ya no era posible. No podía regresar a Roma en su estado, sobre todo ahora que sabía por el joven Perotto que el papa Alejandro estaba decidido a anular su matrimonio con Giovanni alegando la supuesta impotencia de su esposo.

Lucrecia llevaba puesto un modesto vestido de lana gris y un sencillo jubón de algodón. Todas las mañanas, daba las gracias al Señor por sus modestas vestiduras, pues, al ser tan holgadas, ocultaban la redondez, cada vez más patente, de su vientre.

El vestíbulo era una sala fría con suelos desnudos de mármol. Las ventanas estaban cubiertas con oscuros cortinajes y un crucifijo colgaba en la pared como todo ornamento. Al llegar, Lucrecia dejó escapar una exclamación de sorpresa. No podía creer lo que estaba viendo. Era César. Su hermano César había venido a verla.

—¡César!

Su felicidad era tal que corrió hasta él y se abalanzó en sus brazos, sin importarle lo que pudiera pensar nadie. Pero su hermano interrumpió el abrazo y la miró con gravedad.

—¿Ces? —dijo ella sin comprender lo que ocurría—. ¿Qué ocurre, César?.

No podía haberse dado cuenta de su estado tan pronto. Pero mientras ella intentaba encontrar una explicación para la actitud de César, su hermano bajó la mirada y dijo:

—Juan ha muerto. Lo asesinaron al amparo de la noche. Lucrecia sintió cómo las fuerzas la abandonaban. César la cogió antes de que cayera al suelo, la recostó suavemente sobre las baldosas de mármol y se arrodilló a su lado, contemplando su palidez y las diminutas venas de sus párpados cerrados.

—Crecia —la llamó con ternura—. Crecia. Pero ella no reaccionaba.

César se quitó la capa de terciopelo y la puso en el suelo para que Lucrecia pudiera descansar la cabeza sobre ella.

Lucrecia parpadeó mientras César acariciaba su vientre, intentando reanimarla con el amor de sus caricias. Cuando por fin abrió los ojos, Lucrecia vio la dulce mirada de su hermano.

—¿Cómo te sientes? —preguntó él.

—Tiene que ser una pesadilla —dijo Lucrecia—. ¿Juan muerto? ¿Y nuestro padre? ¿Cómo está nuestro padre?.

—Mal —dijo César—. Muy mal. De repente, volvió a colocar la mano sobre el vientre de Lucrecia, como si acabara de caer en la cuenta de algo.

—No es posible —exclamó—. Estás encinta. —Sí, así es.

Lucrecia advirtió el tono de reprimenda que contenía la voz de su hermano. Todavía no podía creer que Juan hubiera muerto y el enojo de César sólo aumentaba su confusión.

—Giovanni no es el padre —dijo con frialdad.

César parecía aturdido, —¿A qué villano tengo que atravesar con mi espada? —dijo por fin mientras acariciaba la mejilla de su hermana.

—¿Es que no lo entiendes? Es nuestro hijo, César —dijo ella, intentando contener las lágrimas—. Tuyo y mío.

—Renunciaré a la birreta cardenalicia —dijo César—. No permitiré que nuestro hijo sea un bastardo.

Lucrecia le cubrió los labios con la mano.

—¿Cómo vas a impedirlo si tu hijo también es hijo de tu hermana?

—Tengo que pensar. Debemos encontrar una solución. ¿Lo sabe alguien más?.

—Nadie —dijo Lucrecia—. Abandoné Roma el mismo día que supe que estaba encinta.

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