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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (39 page)

BOOK: Los Borgia
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La mayor dificultad a la que tuvieron que enfrentarse las tropas pontificias en su avance hacia Rimini fueron las lluvias torrenciales.

En esta ocasión, al tener noticias de la cercanía de los hombres de César, los propios habitantes de Rimini se encargaron de expulsar a sus crueles señores, los hermanos Pan y Carlo Malatesta.

Una nueva plaza se había rendido a los ejércitos de Roma. Pero Astorre Manfredi, el jovencísimo señor de Faenza, demostró ser un rival más digno que los anteriores. Faenza no sólo disponía de una poderosa fortaleza rodeada por altas murallas almenadas, sino que, además, contaba con las tropas de infantería más célebres de toda la península y, lo que era todavía más importante, con la lealtad de sus valerosos súbditos.

La batalla no comenzó bien para César. Aunque, tras insistentes bombardeos, los cañones de Vitelli lograron abrir una pequeña brecha en la muralla, cuando intentaron tomar la plaza al asalto, las tropas de César fueron rechazadas por la infantería de Astorre Manfredi, y sufrieron numerosas bajas.

En el campamento de César, los condotieros y los capitanes españoles se culpaban mutuamente de la derrota sufrida. Gian Baglioni, enfurecido por las acusaciones de los españoles, abandonó el asedio. Para colmo de males, con la proximidad del invierno, el frío empezaba a ser un problema.

Consciente de que, en esas condiciones, nunca conseguiría tomar Faenza, César decidió esperar hasta la llegada de la primavera. Dejó un reducido contingente de tropas sitiando la plaza y distribuyó al resto de sus hombres entre las pequeñas poblaciones de los alrededores. Los soldados tenían órdenes de esperar hasta la llegada de la primavera, cuando se reanudaría la campaña contra la plaza rebelde.

César se trasladó a Cesena, cuyos gobernantes habían huido a Venecia al enterarse de su llegada. Cesena contaba con una gran fortaleza y sus ciudadanos eran conocidos en toda la península por su valor en la guerra y su amor por la diversión en la paz. Instalado en el palacio de los antiguos señores de Cesena, César invitó a sus nuevos súbditos a que pasearan por las bellas y lujosas estancias donde habían vivido y amado éstos, mostrándoles así lo que habían conseguido con todo su trabajo y sacrificio.

Porque, al contrario que los antiguos señores, César gustaba de mezclarse con el pueblo. Durante el día, participaba en los tradicionales torneos, enfrentándose a los nobles que habían permanecido en la ciudad, y, por las noches, acudía a bailes y festejos populares. Los ciudadanos de Cesena disfrutaban con la presencia de César, cuya compañía era un motivo de orgullo para ellos.

Una noche, en la plaza, se levantó un cuadrilátero de madera para que los hombres de Cesena demostraran su fortaleza mediante combates de lucha libre. Al llegar César, dos jóvenes musculosos se aferraban, el uno al otro, sudorosos, sobre el suelo cubierto de paja.

César miró a su alrededor, buscando un contrincante digno de su fortaleza. junto al cuadrilátero vio a un hombre calvo de gran envergadura y tan ancho como un muro de piedra que al menos le sacaba una cabeza de estatura. Cuando preguntó por él, le dijeron que era un granjero. Se llamaba Zappitto y era el hombre más fuerte de la comarca.

—Pero esta noche no luchará —se apresuró a decir el hombre a quien César había preguntado.

César se aproximó al granjero.

¿Me honrarías concediéndome un combate en esta hermosa noche?.

Zappitto sonrió, mostrándole a César sus dientes ennegrecidos, pues sabía que todos lo admirarían si derrotaba al hijo del papa Alejandro.

Los dos contendientes se despojaron de sus chaquetas, sus blusones y sus botas y subieron al cuadrilátero. Los bíceps de Zappitto doblaban en grosor los de César. Al ver a su oponente con el torso desnudo, el hijo del papa pensó que por fin había encontrado el desafío que anhelaba.

—Quien tumbe dos veces a su oponente será el vencedor —exclamó el hombre encargado de arbitrar el combate.

El gentío enmudeció. Los dos hombres empezaron a moverse, sin apartar los ojos de su rival, dando vueltas dentro del cuadrilátero, midiéndose, hasta que el corpulento granjero se precipitó sobre César. Pero el hijo del papa consiguió agacharse a tiempo y se abalanzó contra las piernas de Zappitto. Entonces, aprovechando el empuje de su adversario, lo levantó en el aire y lo lanzó contra una esquina del cuadrilátero. Sin tan siquiera saber cómo había ocurrido, el granjero cayó de espaldas contra el suelo. César se dejó caer inmediatamente sobre el pecho de su rival, ganando así el primer punto.

—¡Asalto para el aspirante! —gritó el hombre encargado del arbitraje. César y Zappitto retrocedieron a esquinas opuestas del cuadrilátero y esperaron a recibir la señal.

De nuevo los dos hombres giraron, midiendo las fuerzas de su rival, pero esta vez Zappitto no atacó sin pensar. Continuó dando vueltas en el cuadrilátero hasta que César saltó sobre él, golpeándole las rodillas con ambas piernas. Pero fue como si le hubiera dado una patada a un tronco; no ocurrió nada.

Mostrando más agilidad de la que César esperaba, Zappitto le agarró un pie y empezó a dar vueltas en círculos. Después lo sujetó de los muslos y lo elevó sobre sus hombros, donde hizo girar a César otras tres veces antes de arrojarlo contra el suelo. Instantes después, el corpulento granjero se dejó caer contra el pecho del hijo del papa y le dio la vuelta, obligándolo a apoyar la espalda contra el suelo.

La multitud rugió Con entusiasmo.

—¡Asalto para el campeón!

César tardó unos segundos en recuperarse del golpe, pero cuando el encargado del arbitraje dio la señal, corrió rápidamente hacia su rival.

Tenía pensado sujetarle la mano y forzar sus dedos hacia atrás, tal y como había aprendido a hacerlo en Génova. Cuando Zappitto retrocediera con la presión, él le golpearía detrás de las rodillas al tiempo que lo empujaba, y lo haría caer de espaldas.

Pero cuando presionó sobre los dedos de Zappitto, éstos se mantuvieron tan rígidos como si fueran de hierro. Zappitto cerró los dedos alrededor de la mano de César, y le trituró los nudillos. César contuvo el grito de dolor que pugnaba por salir de su garganta e intentó rodear la cabeza de su rival con el otro brazo, pero el corpulento granjero también le cogió esa mano y, mirando fijamente al hijo del papa, apretó con todas sus fuerzas, hasta que César pensó que iba a romperle todos los huesos de las manos.

A pesar de la intensidad del dolor, César saltó, rodeando la descomunal cintura de su rival con sus musculosas piernas, y apretó con todas sus fuerzas en un intento desesperado por dejar a Zappitto sin respiración. Con un sonoro gruñido, el granjero arrojó todo su cuerpo hacia adelante y César cayó de espaldas contra el suelo.

Un instante después, Zappitto estaba encima de él.

—¡Asalto y combate! Cuando el hombre encargado del arbitraje levantó el brazo de Zappitto en señal de victoria, la multitud aclamó a su campeón.

César estrechó la mano de Zappitto y le dio la enhorabuena.

—Ha sido un buen combate —dijo.

Después bajó del cuadrilátero, sacó su bolsa de un bolsillo de la chaqueta y, con una solemne reverencia y una encantadora sonrisa, se la entregó a Zappitto.

La multitud rugió con júbilo, aclamando a su nuevo señor, quien no sólo los trataba con bondad, sino que, además, compartía sus entretenimientos; danzaba, luchaba y, lo que era más importante, se mostraba benévolo incluso en la derrota.

Aunque César disfrutaba participando de los festejos y los torneos, sobre todo lo hacía para ganarse el corazón de sus súbditos, pues eso formaba parte de su plan para unificar la Romaña y llevar la paz a todas sus gentes. Pero la buena voluntad no era suficiente. De ahí que César hubiera prohibido a los soldados de su ejército que abusaran de mujer alguna o saquearan ninguna propiedad de los nuevos territorios conquistados.

Una fría mañana, justo una semana después de su combate con Zappitto, llevaron ante su presencia a tres soldados de infantería encadenados.

El sargento de guardia, Ramiro da Lorca, un recio veterano de Roma, le informó de que los tres hombres habían estado bebiendo toda la noche.

—Pero lo peor es que han robado dos pollos y una pata de cordero de una carnicería y han golpeado al hijo del carnicero cuando éste ha intentado evitar el hurto —dijo el sargento.

César se acercó a los tres soldados, que esperaban acobardados a las puertas del palacio.

—¿Es cierto lo que dice el sargento? —preguntó.

—Sólo nos hemos procurado un poco de comida, señor —dijo con voz implorante el mayor de los tres, que debía de tener unos treinta años—. Teníamos hambre, señor. Sólo...

—No son más que mentiras, señor —lo interrumpió el sargento—. Estos hombres reciben su paga con regularidad, al igual que toda la tropa. No tienen ninguna necesidad de robar.

Alejandro siempre le había dicho a César que para gobernar era necesario tomar decisiones, decisiones difíciles.

El hijo del papa miró a los tres hombres que tenía ante él y al gentío que se había reunido a las puertas del palacio.

—Colgadlos —ordenó.

—Pero... Sólo son dos pollos y un poco de carne, señor —susurró entre dientes uno de los soldados.

César se acercó a él.

—Te equivocas —le dijo—. Es mucho más que eso. Por orden expresa del Santo Padre, cada uno de vosotros recibe una generosa paga. Y recibís ese dinero para que no robéis o abuséis de las gentes cuyas plazas conquistamos. Os proporcionamos suficiente comida y un lecho resguardado donde descansar para que no tengáis que obtenerlos a costa de nuestros súbditos, pues no deseamos provocar su odio. No tienen que amarnos, pero al menos, debemos mostrarnos dignos de su respeto. Y lo que vosotros habéis hecho, estúpidos ignorantes, va en contra de mis deseos y los de Su Santidad el papa Alejandro VI.

Al anochecer, los tres soldados fueron colgados en la plaza como ejemplo para todas las tropas pontificias y como gesto de disculpa ante los ciudadanos de Cesena.

Después de la ejecución, en cada casa y cada taberna de Cesena, los nuevos súbditos de César celebraron lo ocurrido, convencidos de que habían llegado tiempos mejores, pues César Borgia, su nuevo señor, era un hombre justo.

Con la proximidad de la primavera, un contingente de tropas francesas enviadas personalmente por el rey Luis se unió al ejército pontificio. También viajó a Cesena el prestigioso artista, ingeniero e inventor Leonardo da Vinci, que había sido altamente recomendado a César como experto en los métodos de la "guerra moderna".

Al llegar al palacio de los Malatesta, Da Vinci encontró a César estudiando un mapa de las fortificaciones de Faenza.

—Estas murallas parecen repeler las bombas de nuestros cañones con la misma facilidad con la que un perro se sacude el agua —se lamentó César—. Necesito abrir una brecha lo suficientemente grande como para permitir que la caballería gane el interior de la fortaleza.

Da Vinci sonrió y varios mechones castaños cayeron sobre su rostro.

—Es fácil, excelencia. Sí, realmente, el problema que planteáis tiene una fácil solución.

—Por favor, explicaos, maestro —lo urgió César.

—Bastará con una torre móvil con una rampa —empezó a decir Leonardo—. Sí, ya lo sé. Estáis pensando que se llevan usando torres de sitio desde hace siglos y que nunca han demostrado una gran utilidad, pero os aseguro que mi torre es diferente. Está compuesta por tres secciones independientes y puede ser empujada hasta las murallas de la fortaleza. En el interior, la escalera conduce a una plataforma cubierta con capacidad para albergar a treinta hombres. Por delante, los soldados están protegidos por una barrera de madera que puede hacerse descender, como un puente levadizo, creando una rampa que permita a los hombres acceder a lo más alto de la muralla blandiendo sus armas mientras otros treinta soldados ocupan su lugar en el interior de la torre. En tres minutos, pueden acceder a las murallas hasta noventa hombres. En diez minutos más, puede haber trescientos soldados luchando contra el enemigo —concluyó Leonardo.

—¡Es una idea brillante, maestro! —exclamó César.

—Pero lo mejor de mi torre es que no será necesario emplearla.

—No entiendo qué queréis decir —dijo César, desconcertado.

Leonardo sonrió.

—Veo en vuestro diagrama que las murallas de Faenza tienen diez metros de altura. Algunos días antes de la batalla debéis hacer circular el rumor de que vais a emplear mi nueva torre y que, con ella, es posible tomar un muro de hasta doce metros de alto. ¿Podréis conseguir que esas noticias lleguen a oídos del enemigo?.

—Por supuesto —dijo César—. Las tabernas están llenas de hombres que acudirán raudos a Faenza a contar lo que han oído.

—Entonces debemos comenzar inmediatamente la construcción de la nueva torre —dijo Leonardo mientras desplegaba un pergamino con un plano bellamente dibujado de la inmensa torre—. Aquí podéis ver el diseño. Es vital que esté a la vista del enemigo.

César examinó el pergamino con atención, pero cada sección del plano estaba acompañada por unas explicaciones escritas en un extraño lenguaje.

Al ver el desconcierto en su semblante, Leonardo volvió a sonreír.

—Es un truco del que me sirvo a menudo para confundir a quienes intentan plagiar mi trabajo —explicó—. Nunca se sabe quién puede intentar robar la obra de uno. Para poder leer las explicaciones, basta con poner un espejo delante.

César sonrió, pues admiraba a los hombres precavidos.

—Supongamos que el enemigo ya ha oído todo tipo de noticias sobre nuestra imponente torre y que observa cómo va progresando la construcción —continuó diciendo Leonardo—. Saben que no les queda mucho tiempo. La torre pronto será una realidad y, como sus murallas sólo tienen una altura de diez metros, no podrán detener a los soldados y trataran de hacerlas más altas. Apilarán piedra tras piedra sobre los muros hasta conseguir hacerlos tres metros más altos. Pero habrán cometido un terrible error. ¿Por qué? Porque para aumentar la altura de un muro es necesario aumentar el grosor de su base; si no, el peso añadido hace que el muro deje de ser estable. Pero cuando se den cuenta de su error, vuestros cañones ya estarán trabajando.

César reunió a todos sus hombres en Cesena y se aseguró de que no hubiera un solo soldado que no oyera la buena nueva de la gran torre con la que tomarían Faenza. Acto seguido, y tal y como Da Vinci había sugerido, comenzaron las obras de construcción de la torre a la vista de la fortaleza rebelde.

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