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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (48 page)

BOOK: Los Borgia
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—Le diré cuánto la queríais, porque sé que ella hubiera deseado estar a vuestro lado en este momento más que ninguna cosa en este mundo.

César miró a su padre y, por primera vez en su vida, lo vio como el hombre que era. No como el padre, el cardenal o el sumo pontífice, sino como un hombre imperfecto y tan lleno de dudas como cualquier otro. Porque César y Alejandro nunca habían hablado entre sí con libertad y, ahora, lo único que deseaba César era conocer a aquel hombre que era su padre.

—¿Y vos, padre? ¿Habéis amado a alguien más que a vuestra propia vida?.

—Sí, hijo mío... Claro que sí —dijo Alejandro, y sus palabras sonaron llenas de melancolía.

—¿A quién? —preguntó César, al igual que lo había hecho antes su padre.

—A mis hijos, César. A todos vosotros. Y, aun así, a veces pienso que eso también ha sido mi pecado, pues, como sumo pontífice, debería haber amado más a Dios...

—Cada vez que os he visto oficiando misa frente al altar, cada vez que habéis levantado el cáliz áureo y habéis mirado hacia el cielo, he visto cómo vuestros ojos brillaban llenos de amor hacia Dios.

Alejandro empezó a toser y los espasmos retorcieron su cuerpo en una dolorosa convulsión.

—Cada vez que he elevado el cáliz, cada vez que he bendecido el pan y el vino que simbolizan el cuerpo y la sangre de jesucristo, en mi mente sólo veía el cuerpo y la sangre de mis hijos —dijo Alejandro cuando los espasmos remitieron—. Pues igual que Dios creó al hombre, yo os he creado a vosotros e, igual que él sacrificó la vida de su hijo, yo he sacrificado las vuestras. Cuánta arrogancia, cuánta ambición. Y, aun así, nunca lo vi con tanta claridad como lo veo ahora.

Alejandro rió ante la ironía oculta en sus palabras; hasta que un nuevo acceso de tos convulsionó su cuerpo atormentado.

—Si necesitáis mi perdón, padre, debéis saber que lo tenéis —dijo César, intentando consolar a su padre a pesar de su propia debilidad—. Tenéis mi perdón, igual que siempre habéis tenido mi cariño.

Al oír las palabras de su hijo, por un momento, el sumo pontífice pensó que podría recuperarse de su enfermedad.

—¿Dónde está tu hermano Jofre? —preguntó al tiempo que fruncía el ceño con preocupación.

César llamó a Duarte y le pidió que acudiera inmediatamente en busca de Jofre.

Al entrar en la cámara, Jofre permaneció de pie detrás de su hermano, lejos del lecho de su padre. Su mirada, fría e impenetrable, no mostraba ningún dolor.

—Acércate, hijo mío —dijo Alejandro—. Quiero sentir tu mano en la mía. Jofre se acercó a su padre y extendió la mano con reticencia.

—Acércate más, hijo mío —pidió Alejandro—. Hay algo que debo decirte.

Jofre vaciló durante unos instantes, hasta que finalmente se inclinó junto al borde del lecho.

—He sido injusto contigo, hijo mío —dijo Alejandro—. Ahora sé que eres mi hijo, pero, hasta esta noche, la vanidad de mi corazón nunca me permitió ver la verdad.

Jofre miró a través de la neblina que cubría los ojos de su padre.

—No puedo perdonaros, padre —dijo—, pues vos sois el culpable de que nunca me haya perdonado a mí mismo.

—Sé que ya es tarde para lo que voy a decirte, pero antes de morir quiero que lo escuches de mi boca —dijo Alejandro—. Tú deberías haber sido el cardenal, pues tú siempre fuiste la persona de mejor corazón de la familia.

—Ni siquiera me conoces, padre —dijo Jofre moviendo la cabeza de un lado a otro.

Alejandro sonrió al oír las palabras de su hijo, pues, cuando se ven las cosas tan claras, no existe lugar para el error.

—De no haber existido judas, jesucristo nunca hubiera dejado de ser un simple carpintero y hubiera muerto pacíficamente en su lecho —dijo el Santo Padre. Después dejó escapar una sonora carcajada, pues de repente, la vida le parecía algo absurdo.

Jofre le dio la espalda y salió de la habitación. César sujetó la mano de su padre entre las suyas y sintió cómo iban perdiendo el calor.

Alejandro, agonizante, no oyó los suaves golpes con los que llamaban a la puerta. No vio a Julia Farnesio cuando ésta entró en la habitación con una capa negra y un velo.

—Tenía que verlo por última vez —le explicó a César mientras se inclinaba para besar la frente de Alejandro.

—¿Estáis bien? —le preguntó César.

—Vuestro padre ha sido mi vida —dijo ella—, la piedra angular de mi existencia. He tenido muchos amantes, pero la mayoría de los hombres no son más que niños inexpertos en busca de gloria —continuó diciendo—. Con todos sus defectos, vuestro padre era un verdadero hombre.

De repente, las lágrimas inundaron sus bellos ojos, —Adiós, amor mío —susurró al oído de su amante. Después abandonó rápidamente la cámara.

Una hora después, César mandó llamar al confesor de Alejandro para que su padre recibiera la extremaunción. Al salir el confesor, César se sentó junto a su padre y volvió a cogerle la mano.

Una sensación de gran paz envolvió a Alejandro al tiempo que el rostro de César iba desapareciendo ante sus ojos.

Y, en su lugar, el Santo Padre vio el deslumbrante rostro de la muerte y, acariciando las cuentas de oro de su rosario, paseo por los bosques de "Lago de Plata", inmerso en un baño de luz. Nunca se había sentido tan bien. Su vida estaba llena de gloria.

El cadáver del sumo pontífice, amoratado y rígido, se hinchó hasta tal punto que rebosó por ambos lados del ataúd. Tuvieron que encajarlo a presión y cerrar el féretro con clavos, pues, por muchos hombres que intentaran mantenerlo cerrado, sus esfuerzos siempre eran en vano.

Y así fue como, al final de sus días, el papa Alejandro VI, grande en vida, lo fue incluso más en la muerte.

CAPÍTULO 29

La misma noche en que murió Alejandro, numerosos grupos de hombres armados se adueñaron de las calles de Roma, apaleando, asesinando y saqueando los hogares de todos los "catalanes" que encontraban a su paso, pues así se conocía a las personas de ascendencia española.

A pesar de su juventud y su fortaleza, César seguía gravemente enfermo. Había estado varias semanas en cama, luchando contra la enfermedad, resistiéndose a la llamada de la muerte. Y, aun así, no mejoraba. Finalmente, y pese a sus reiteradas negativas, Duarte había ordenado a Marruzza que lo sangrara.

César estaba tan débil que ni siquiera había podido tomar las medidas necesarias para proteger sus propiedades y, mientras los principales miembros de las familias cuyos territorios había conquistado se reunían forjando nuevas alianzas, él apenas era capaz de mantenerse despierto. Sus enemigos no tardaron en reconquistar Urbino, Camerino y Senigallia, mientras otros gobernantes depuestos volvían a ocupar sus antiguos feudos sin apenas resistencia. incluso los Colonna y los Orsini unieron sus fuerzas y enviaron sus tropas a Roma para influir en la elección del nuevo pontífice. Pero César ni siquiera era capaz de levantarse de su lecho.

Conocía las medidas que se debían tomar a la muerte de Alejandro para proteger a la familia y para que ésta conservara sus riquezas, sus títulos y sus territorios. Pero, ahora, César estaba demasiado enfermo para llevarlas a cabo.

De no haber sido así César habría concentrado sus tropas más leales en Roma y sus alrededores, se habría asegurado que las principales plazas y fortalezas de la Romaña recibieran las tropas de refuerzo necesarias para defenderse de los ataques de sus enemigos y, sobre todo, habría reforzado sus alianzas. Pero su salud no se lo permitía. Le había pedido a Jofre que se encargara de tomar las medidas necesarias, pero su hermano se había negado a hacerlo, profundamente afligido como estaba, no por la muerte de su padre, sino por la de su amada esposa, que se había dejado morir en las mazmorras del castillo de Sant'Angelo antes de ser liberada.

Finalmente, César mandó llamar a Duarte para que reuniese un ejército de hombres leales, pero el Sacro Colegio Cardenalicio, que ya no estaba bajo el control de los Borgia, ordenó que todas las tropas armadas abandonaran la ciudad de Roma de manera inmediata.

Ahora, lo más importante era elegir al nuevo vicario de Cristo y la presencia de tropas armadas en Roma podría influir en la decisión de los miembros del cónclave; incluso las tropas de los Orsini y los Colonna tuvieron que abandonar la ciudad.

El Sacro Colegio Cardenalicio sin duda era un poderoso enemigo. César envió mensajeros solicitando el apoyo de los reyes de Francia y de España, pero, tras la muerte de Alejandro, todo había cambiado; ambas monarquías le negaron su apoyo, pues no deseaban tomar partido en las disputas internas de Italia; preferían aguardar acontecimientos.

Duarte visitaba a César a diario para transmitirle las condiciones del acuerdo que ofrecían los enemigos de los Borgia.

—Podría ser peor —le dijo un día a César—. Al menos podréis conservar vuestras riquezas, aunque todos los territorios conquistados deben ser devueltos a sus antiguos señores.

Pero, más que generosos, los gobernantes de los territorios conquistados estaban siendo precavidos, pues aún temían a César. temían que les estuviese tendiendo una trampa, como ya lo había hecho en Senigallia.

Además, los súbditos de las distintas plazas de la Romaña eran leales a César, que había gobernado con más justicia y generosidad que sus antiguos señores. Así, si César aceptaba la oferta de sus enemigos, éstos no tendrían que sufrir la humillación de ver cómo sus antiguos súbditos mostraban públicamente su apoyo a César.

Aunque éste retrasó su respuesta todo lo posible, sabía que, si no ocurría un milagro, se vería obligado a aceptar las condiciones impuestas por sus enemigos.

Aquella noche, a pesar de su debilidad, César se levantó de su lecho y escribió una carta a Caterina Sforza a Florencia. Si tenía que devolver las plazas conquistadas, las de Caterina serían las primeras. Redactó un edicto ordenando la inmediata devolución tanto de Imola como de Forli a Caterina y a su hijo Riario. Pero cuando despertó a la mañana siguiente, sintiéndose con más fuerza, decidió guardar tanto la carta como el edicto. Él también esperaría acontecimientos.

"¡El papa ha muerto! ¡El papa ha muerto!", gritaban los pregoneros en Ferrara. Lucrecia, soñolienta, se levantó del lecho y se asomó al balcón.

Antes de que pudiera darse cuenta de lo ocurrido, pues el sueño aún pesaba sobre sus párpados, don Michelotto entró en sus aposentos. Había cabalgado toda la noche, hasta que finalmente había llegado a Ferrara justo detrás de las noticias.

—¿Miguel? —dijo Lucrecia—. ¿Es cierto lo que oigo? ¿De verdad ha muerto mi padre?.

Incapaz de hablar, don Michelotto inclinó la cabeza, abatido. Lucrecia permaneció en silencio, aunque, en su corazón, sus gritos se oyeron por todo Ferrara.

—¿Quién lo ha matado? —preguntó con aparente tranquilidad.

—Al parecer fue la malaria —contestó él.

—¿Y vos lo creéis? —preguntó ella—. ¿Lo cree César?

—Vuestro hermano también está enfermo —dijo don Michelotto—.Tan-solo su juventud y su fortaleza han impedido que compartiera el destino de Su Santidad.

Lucrecia cada vez respiraba con mayor dificultad.

—Debo ir a su lado —dijo finalmente. Su padre había muerto y su hermano la necesitaba.

Un instante después, llamó a una de sus damas de compañía para que se encargara de los preparativos del viaje.

—Necesito un vestido negro y calzado apropiado —le ordenó. Pero don Michelotto se opuso.

—Vuestro hermano me ha pedido que os mantenga alejada de Roma —dijo—. Lejos del peligro. Las calles de Roma no son seguras. Hay disturbios y se han saqueado las casas de numerosos españoles.

—Miguel, no podéis pedirme que permanezca lejos de César y de mis hijos —dijo ella—. No podéis pedirme que renuncie a ver por última vez a mi padre antes de que reciba sepultura.

Y, de repente, los ojos de Lucrecia se llenaron de lágrimas de rabia y de dolor.

—Vuestros hijos han sido trasladados a Nepi —dijo don Michelotto—. Allí estarán a salvo. Adriana cuida de ellos y Vanozza no tardará en llegar. César me ha pedido que os dijera que, en cuanto se recupere de su dolencia, se reunirá con vos en Nepi.

—Pero... ¿Y mi padre? —exclamó ella entre sollozos—. Tengo que ver a mi padre.

Don Michelotto no quería pensar en cómo se sentiría Lucrecia si llegaba a ver el cuerpo hinchado y amoratado del sumo pontífice, pues si aquella imagen se había grabado en su retina, dejándole una profunda sensación de tristeza y repugnancia, ¿qué efecto tendría en aquella delicada criatura?.

—Podéis rezar por el alma de vuestro padre desde Ferrara —dijo finalmente—. El padre celestial os escuchará.

Ercole d'Este y su hijo Alfonso no tardaron en acudir a los aposentos de Lucrecia para brindarle su consuelo, pero no había consuelo posible para ella.

Lucrecia dispuso que sus criados prepararan una alcoba para que don Michelotto descansara y le dijo que acudiría a Nepi en cuanto su hermano la llamara.

—Desde que Lucrecia se había trasladado a Ferrara, Alfonso había pasado la mayor parte del tiempo en el lecho de alguna cortesana o jugando con su colección de armas de fuego, mientras Lucrecia se rodeaba de artistas, músicos y poetas o atendía las peticiones de sus nuevos súbditos.

Pero, ahora, Alfonso se acercó a ella de forma afectuosa.

—¿Hay algo que pueda hacer por vos? —preguntó—. ¿o preferís que os deje a solas?.

Lucrecia permaneció en silencio. Era incapaz de pensar, de moverse, de hacer nada. Hasta que, finalmente, todo empezó a nublarse a su alrededor.

Alfonso la sujetó antes de que cayera al suelo. La sentó sobre el lecho y la abrazó, acunándola suavemente entre sus brazos. Hasta que ella volvió a abrir los ojos.

—Habladme, esposo mío —le rogó a Alfonso—. Decidme cualquier cosa que pueda ayudarme a olvidar mi dolor.

Las lágrimas de Lucrecia eran tan profundas que ni tan siquiera conseguía hacerlas brotar.

Alfonso estuvo con su esposa todo el día y toda la noche y todos los días y las noches que siguieron, consolando su dolor, acunando sus lamentos.

La elección de un nuevo papa no podía retrasarse por más tiempo y César debía encontrar la manera de detener a Giuliano della Rovere, Al eterno enemigo de los Borgia.

César apoyaba la elección del cardenal francés Georges d'Amboise, pero para los cardenales italianos sólo existía un posible candidato ése era Della Rovere. Por su parte, los cardenales españoles tenían u propio candidato.

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