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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (50 page)

BOOK: Los Borgia
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—Al contrario, amigo mío —dijo Fernández De Córdoba—. Mis soberanos os consideran súbdito suyo y por eso me han ordenado que seáis trasladado a España. Allí seréis acogido... en una prisión valenciana. Lo lamento, amigo mío, pero conocéis la devoción que sienten los Reyes Católicos por la Santa Iglesia de Roma. Para ellos, los deseos del Santo Padre son la expresión de la voluntad divina. —El capitán guardó silencio durante unos segundos—. También debéis saber que María Enríquez, la viuda de vuestro hermano Juan, os ha acusado formalmente de ser el autor del asesinato de su esposo. Y no olvidéis que María es prima del rey Fernando.

La indignación de César era tal que le impedía pronunciar palabra alguna.

Entonces, el capitán español dio una orden a sus hombres y, a pesar de la desesperada resistencia de César, cuatro de los soldados lo arrastraron afuera del faro y lo ataron a lomos de una mula. Minutos después, César se encontraba en el campamento español.

A la mañana siguiente, tras pasar la noche atado de pies y manos, César fue amordazado. Después, los soldados lo envolvieron en un sudario, lo introdujeron en un ataúd de madera, subieron el ataúd a un carro y lo llevaron hasta el puerto, donde fue embarcado en un galeón español con rumbo a Valencia.

César no podía moverse y apenas podía respirar. Luchó con todas sus fuerzas para no sucumbir al pánico, pues sabía que, si se dejaba dominar por él, acabaría por perder la razón.

Fernández de Córdoba había optado por ese método de transporte para evitar que los partidarios de César pudieran averiguar que había sido hecho prisionero. Tenía hombres más que suficientes a su mando para hacer fracasar cualquier intento de rescate, pero, como él mismo le había dicho a uno de sus lugartenientes: "¿Qué sentido tiene arriesgarse? De esta manera, cualquier espía que pueda haber en el puerto sólo verá el ataúd de un soldado que es transportado a España para recibir sepultura en su tierra. "

Una vez en el mar, ordenó quesacaran a César del ataúd y que le quitaran el sudario y la mordaza. Pálido y tembloroso, César fue encerrado en una gran caja de madera en la bodega de popa. Aun inmunda y abarrotada de objetos como estaba, al menos la caja tenía un respiradero en la puerta; cualquier cosa era mejor que el sofocante ataúd en el que César había pasado las últimas horas.

Durante la travesía, César sólo recibió unos panecillos rancios y un poco de agua una vez al día. El miembro de la tripulación que le llevaba la comida, un hombre bondadoso, además de un experimentado marinero, golpeaba los panecillos contra el suelo para deshacerse de los gusanos antes de romperlos en trozos e introducirlos en la boca de César.

—Lamento no poder liberaros de vuestras ataduras —le dijo el primer día a César—, pero son órdenes del capitán. Debéis permanecer atado hasta que lleguemos a Valencia.

Tras la horrible travesía, con la mar picada, atado de manos y pies en su repugnante caja y sin apenas probar bocado, César finalmente llegó a Vilanova del Grau. Por alguna ironía del destino, se trataba de mismo puerto valenciano desde donde el tío-abuelo de César, Alonso Borgia, que más tarde se convertiría en el papa Calixto, había partido hacia Italia sesenta años antes.

Una vez en España, ya no existía ninguna necesidad de ocultar al prisionero. Además, el concurrido puerto estaba abarrotado de soldados de Isabel y Fernando, por lo que cualquier intento de rescatar a César hubiera resultado inútil.

Una vez más, César fue arrojado como un fardo sobre el lomo de una mula y, así, recorrió las calles empedradas del puerto hasta llegar a la imponente fortaleza que hacía las veces de prisión.

Fue encerrado en una diminuta celda en lo más alto de la fortaleza, donde, en presencia de cuatro soldados armados, por fin fue liberado de sus ataduras.

Mientras se frotaba las doloridas muñecas, César miró a su alrededor. Tan sólo había un colchón lleno de manchas sobre el suelo, pronto saldría de ahí aquellas cuatro paredes podrían ser su hogar hasta el día de su muerte. De ser así, sin duda ese día llegaría pronto, pues ahora que sus leales anfitriones, los Reyes Católicos, se mostraban tan deseosos de complacer al sumo pontífice y a la viuda de su hermano Juan, a César no le cabía la menor duda de que pronto le darían muerte.

Pero pasaron los días, y después las semanas, y César permanecía sentado en el suelo de su celda, intentando mantener la cordura a base de contar; contaba las cucarachas de la pared, contaba las manchas del techo, contaba las veces que se abría todos los días la diminuta ranura que había en la puerta de su celda. Una vez a la semana, se le permitía salir al patio de la fortaleza para respirar aire puro durante una hora y los domingos llevaban a su celda una palangana llena de agua turbia para que se aseara.

Hasta que César llegó a preguntarse si aquello no sería peor incluso que la muerte. Aunque no pudiera saberlo, pensaba que no tardaría en averiguarlo.

Las semanas se convirtieron en meses y nada cambió. Había momentos en los que creía estar a punto de perder la razón, momentos en los que incluso llegaba a olvidar quién era. Otras veces se imaginaba a sí mismo paseando por "Lago de Plata" o conversando con su padre en los lujosos aposentos del Vaticano. Aunque intentaba no pensar en Lucrecia, había ocasiones en las que creía tenerla a su lado, acariciándole el cabello, besándolo, dirigiéndose a él con palabras tranquilizadoras.

Pensaba en su padre, intentando comprenderlo, intentando entender sus razones sin criticar sus errores. ¿De verdad había sido tan grandioso Alejandro como siempre había creído César? Aunque era consciente de que hacerlo yacer con Lucrecia había sido una brillante estrategia, no podía perdonar a su padre por ello, pues el precio que habían tenido que pagar por su pecado había sido demasiado alto. Y, aun así, ¿acaso hubiera preferido vivir sin amar a su hermana como la había amado? Ni siquiera podía imaginar una vida sin el amor de su hermana. Aunque, por otro lado, eso le había impedido amar.¿fue el amor la causa de la muerte de Alfonso? —Aquella noche, César lloró inconsolablemente. Lloró por sí mismo y por Alfonso. Y lloró por su esposa Charlotte. ¡Cuánto lo había amado esa mujer!

Y entonces decidió que, si lograba escapar a su destino, si el Padre Celestial le concedía otra oportunidad, dejaría a un lado su pasión por Lucrecia y viviría una vida honorable junto a su esposa Charlotte y su hija Luisa.

Entonces recordó las palabras de su padre cuando él le había dicho que no creía en Dios ni en la Virgen ni en los santos.

"Muchos pecadores niegan a Dios porque temen su castigo. Por eso renuncian a la verdad —le había dicho su padre con fervor mientras sujetaba su mano—. Presta atención a lo que voy a decirte, hijo mío. La crueldad que ven en el mundo los hace cuestionar la existencia de un Dios eterno y piadoso, los hace dudar de su infinita bondad y de la Santa Iglesia. Pero un hombre puede mantener viva su fe mediante la acción. Muchos santos fueron hombres de acción. Nunca he sentido ninguna estima por esos hombres que se flagelan y meditan sobre los grandes misterios de la vida mientras permanecen recluidos en sus monasterios. No hacen nada por la Iglesia, no ayudan a perpetuarla. Somos los hombres como tú y como yo quienes debemos ocuparnos de eso." César recordaba cómo su padre lo había señalado con el dedo. "Aunque para ello debamos limpiar nuestras almas en el purgatorio. Cada vez que rezo, cada vez que confieso mis pecados, ése es mi único consuelo por las terribles acciones que en ocasiones me veo obligado a cometer. No importa lo que digan los humanistas, esos seguidores de los filósofos griegos que mantienen que esta vida es todo lo que existe, pues existe un Dios todopoderoso y es un Dios piadoso y comprensivo. Ésa es nuestra fe, aquello en lo que debemos creer. Puedes convivir con tus pecados, puedes confesarlos o no, pero nunca debes renunciar a tu fe."

En aquel momento, las palabras de su padre no habían significado nada para César, pues no alcanzaba a comprender su verdadero sentido. Ahora, en cambio, estaba dispuesto a confesarse ante cualquier Dios que pudiera oírlo. Pero cuando su padre le dijo aquellas palabras eran la mayor esperanza para el futuro de los Borgia."

Un día, pasada la medianoche, César vio cómo la puerta de su celda se abría lentamente. Pero en vez de un guardia, quien entró fue Duarte Brandao. Llevaba una cuerda enrollada alrededor del brazo.

—¡Duarte! —exclamó César—. ¿Qué hacéis aquí? —Rescataros, amigo mío —contestó Duarte—. Pero debéis daros prisa. No tenemos mucho tiempo.

—¿Y los guardias? —preguntó César, cuyo corazón latía frenéticamente.

—Han recibido un generoso soborno —dijo Duarte mientras desenrollaba la cuerda.

—¿No pretenderéis que descendamos por esa cuerda? —preguntó César, frunciendo el ceño—. Es demasiado corta.

—Desde luego —dijo Duarte, sonriendo—. Sólo la colgaré para proporcionarle una coartada a los guardias —continuó diciendo mientras fijaba la cuerda a la argolla de hierro que había en la pared y descolgaba el otro extremo por la ventana.

Salieron de la celda y César siguió a Duarte por la escalera de espiral que descendía hasta una pequeña puerta en la fachada trasera de la fortaleza. No se cruzaron con ningún guardia. Duarte corrió hasta el lugar donde la cuerda colgaba, balanceándose junto al muro, a varios metros del suelo, y sacó un frasco de terracota del bolsillo de su capa.

—Sangre de pollo —le dijo a César—. Esparciré un poco justo debajo de la cuerda y dejaré un rastro que señale hacia el sur. Así pensarán que os heristeis al saltar y que huisteis cojeando en esa dirección, cuando, en realidad, nos dirigiremos hacia el norte.

César y Duarte atravesaron una pradera y subieron a lo alto de una colina, donde un niño los aguardaba con dos caballos.

—¿Adónde nos dirigimos, Duarte? —preguntó César—. No creo que queden muchos lugares seguros para vos y para mí.

—Así es —dijo Duarte—. Hay pocos lugares donde podamos estar seguros, pero aún quedan algunos. Vos cabalgaréis hasta la fortaleza del rey de Navarra. os espera. Allí seréis bienvenido y estaréis a salvo.

—¿Y vos? —preguntó César—. ¿Qué será de vos? En Italia nunca sobreviviríais. Después de esta noche, España tampoco es un lugar seguro y ni vos confiasteis nunca en los franceses ni tampoco ellos confiaron en vos. ¿Qué posibilidad os queda, entonces?.

—Tengo una pequeña barca esperándome en la playa, no muy lejos de aquí —dijo Duarte—. Navegaré hasta Inglaterra.

—¿Entonces volvéis a Inglaterra, sir Edward? —preguntó César, al tiempo que esbozaba una sonrisa.

Sorprendido, Duarte levantó la mirada.

—¿Lo sabíais?.

—Mi padre siempre lo sospechó —dijo César—. Pero ¿acaso no teméis encontraros con un rey hostil?.

—Posiblemente —dijo Duarte—. Pero, ante todo, Enrique Tudor es un hombre práctico y sagaz que gusta de rodearse de consejeros capaces. De hecho, he oído que ha indagado sobre mi paradero y que ha dado a entender que si regresara a Inglaterra y me pusiera a su servicio estaría dispuesto a concederme su perdón, devolviéndome mi anterior posición, que debo admitir que era bastante privilegiada. Por supuesto, es posible que se trate de una trampa. Pero ¿acaso tengo elección?.

—No, supongo que no —dijo César—. Pero ¿de verdad creéis que podréis navegar solo hasta Inglaterra?.

—No debéis preocuparos por mí. He navegado mucho más lejos que eso. Además, con el paso de los años, he llegado a apreciar la soledad. —Duarte guardó silencio durante unos instantes—. Bueno, amigo mío, se está haciendo tarde. Creo que ha llegado el momento de decir adiós.

Los dos hombres se abrazaron en lo alto de la colina, iluminados por la brillante luna española.

—Nunca os olvidaré, Duarte —dijo César—. Tened buen viaje y que Dios os conceda una brisa favorable.

Y, sin más, saltó sobre su montura y cabalgó hacia el norte antes de que Duarte pudiera ver las lágrimas que afloraban en sus ojos.

CAPÍTULO 30

César se mantuvo siempre alerta ante la posibilidad de que alguna patrulla de la milicia española pudiera volver a prenderlo, César evitó todas las poblaciones, cabalgando de noche y durmiendo de día, al amparo de los bosques. Hasta que, finalmente, sucio y exhausto, llegó a Navarra tras atravesar media península Ibérica.

Tal como le había dicho Duarte, su cuñado, el rey de Navarra, esperaba su llegada. Así, al llegar a palacio, César fue conducido inmediatamente a una amplia estancia cuyos ventanales daban al río.

Tras bañarse y vestirse con ropas limpias, fue conducido a los aposentos reales.

Allí, el rey Juan de Navarra, un hombre de gran corpulencia con la tez bronceada y la barba perfectamente recortada, lo recibió con un efusivo abrazo.

—Hermano mío —dijo el monarca navarro—, cuánto me alegro de veros. Me siento como si ya os conociera. Mi hermana Charlotte me ha hablado tantas veces de vos. Por supuesto, sois bienvenido. Aquí estaréis seguro —continuó diciendo—. En ocasiones tenemos alguna escaramuza con algún noble que se muestra demasiado ambicioso, pero nada que pueda amenazar vuestra seguridad ni que deba preocuparos. Así que descansad y disfrutad de la vida. Podéis permanecer aquí cuanto tiempo estiméis conveniente. Tan sólo os pido una cosa —concluyó diciendo con buen humor el monarca—: que mandéis llamar inmediatamente al sastre real para que os confeccione un nuevo vestuario.

César se sintió sinceramente agradecido hacia aquel hombre que, sin haberlo visto nunca, acababa de salvarle la vida. Estaba en deuda con él, sobre todo después de haber dejado a Charlotte sola en Francia durante tantos años. Algún día esperaba poder corresponder a su generosidad, pues César Borgia siempre pagaba sus deudas.

—Os agradezco de corazón vuestra hospitalidad, majestad —dijo César—. Si me lo permitís, quisiera ayudaros a sofocar esas escaramuzas de las que habéis hablado. Como sabréis, tengo cierta experiencia en la guerra y estaría encantado de poner mis conocimientos a vuestro servicio.

El rey Juan sonrió.

—Será un privilegio, pues vuestra fama os precede. —Bromeando, desenvainó su espada y la posó sobre el hombro de César—. Yo os nombro comandante en jefe de los ejércitos reales. —Guardó silencio durante unos instantes—. Aun así, deberíais saber que el anterior comandante saltó por los aires hecho pedazos la semana pasada —concluyó diciendo mientras reía, mostrando su reluciente dentadura.

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