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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (49 page)

BOOK: Los Borgia
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Los florentinos, que eran muy amantes del juego, pronto empezaron a hacer apuestas sobre quién sería el próximo sumo pontífice. El pueblo hacía sus apuestas, pero, sobre todo, eran los bancos florentinos quienes apostaban verdaderas fortunas.

Rovere, en cambio, estaba a tres contra uno. Del resto de posibles candidatos, ninguno superaba los veinte contra uno. Pero, tratándose de un cónclave, el desenlace era impredecible, pues no sería la primera vez que el principal candidato no llegaba a ocupar el solio pontificio.

Y, en esta ocasión, tras los primeros recuentos, resultó evidente que ni D'Amboise ni Della Rovere conseguirían los votos suficientes.

Hicieron falta otras dos votaciones para que la fumata por fin se tornara blanca. Ante la sorpresa de todos, el nuevo sumo pontífice era el cardenal Francesco Piccolomini. Aunque no fuera su candidato, César recibió la noticia con satisfacción.

Piccolomini tomó el nombre de Pío III. Aunque no siempre hubiera apoyado las decisiones de Alejandro, el nuevo vicario de Cristo era un hombre benévolo y bondadoso. César sabía que trataría a los Borgia de forma justa y que los protegería de sus enemigos; al menos mientras esa protección no fuese en contra de los intereses de la Santa Iglesia de Roma.

Y, así fue como, de forma casi milagrosa, el peligro de un sumo pontífice hostil a los Borgia fue conjurado.

César fue recuperando paulatinamente las fuerzas. Al principio, lo suficiente como para andar por sus aposentos privados, después como para pasear por los jardines... Hasta que, finalmente, volvió a cabalgar sobre su corcel.

Una vez recuperado, empezó a concebir una estrategia para conservar sus territorios de la Romaña, y derrotar a sus enemigos. Hasta que un día, al regresar de cabalgar, César encontró a Duarte esperándolo en sus aposentos.

—Tengo malas noticias —dijo el consejero—. Pío III ha muerto. Tan sólo había llevado la tiara pontificia durante veintiséis días.

El futuro volvía a tornarse oscuro para los Borgia. Tras la muerte de Pío III, la posibilidad de contar con la protección del sumo pontífice, o incluso con su imparcialidad, se tornó cada vez más remota. Conscientes de ello, los Orsini no tardaron en unirse a los Colonna para atacar a César.

César reunió a sus tropas más leales y se hizo fuerte en el castillo de Sant'Angelo.

Esta vez, nada podría detener al cardenal Della Rovere. La fecha en la que volvería a reunirse el cónclave se acercaba y las apuestas volvían a señalarlo como claro favorito. Incluso César daba por supuesta su elección. De ahí que reuniera a todas sus tropas y se preparase para hacer frente al nuevo sumo pontífice.

Y así fue como César se reunió con Giuliano della Rovere y, sirviéndose de su influencia sobre los cardenales españoles y franceses y de la expugnabilidad del castillo de Sant'Angelo, consiguió llegar a un acuerdo con el cardenal.

César apoyaría su elección como sumo pontífice a cambio de mantener sus territorios y sus fortalezas en la Romaña. Además, César conservaría sus privilegios como gonfaloniero y capitán general de los ejércitos pontificios.

Para asegurarse de que el cardenal cumpliera lo pactado, César exigió que el acuerdo fuese hecho público. Y Della Rovere accedió, pues así se aseguraba la tiara papal.

Y así fue como el cardenal Della Rovere se convirtió en el nuevo vicario de Cristo en el cónclave más rápido que se recordaba en Roma.

Al igual que César, el cardenal Della Rovere era un gran admirador de Julio César. De ahí que eligiera el nombre de Julio II.

¡Cuánto tiempo había esperado ese momento! ¡Cuántas ideas tenía para la reforma de la Santa Iglesia de Roma!

Aunque el nuevo sumo pontífice ya no era un hombre joven, gozaba de buena salud y, ahora que por fin ocupaba el lugar que siempre había creído merecer, se mostraba menos hosco e irritable. Irónicamente, los planes que albergaba para los Estados Pontificios eran muy similares a los de Alejandro, pues su prioridad era unificar todos los territorios bajo un gobierno centralizado.

Aunque no le preocupaba tener que romper su palabra, al acceder al solio pontificio había comprendido que primero debía cimentar su poder para protegerse de sus enemigos.

Además, en la actual situación, Venecia constituía una amenaza tanto o más seria que los Borgia y tener a César como aliado era la mejor manera de frenar el afán expansionista de los venecianos en la Romaña. Así pues, Julio II decidió que lo más conveniente sería mantener una relación de aparente cordialidad con César.

Mientras tanto, César intentaba fortalecer su posición animando a los capitanes de las plazas y las fortalezas que había conseguido conservar a permanecer junto a él, intentando convencerlos de que eso era lo más conveniente para ellos, asegurándoles que él, César Borgia, conservaría su poder a pesar de su consabida enemistad con el nuevo sumo pontífice.

Además, César se puso en contacto con su amigo Maquiavelo, buscando el apoyo de Florencia.

César y Maquiavelo se reunieron en los jardines de Belvedere una fresca mañana de invierno. Pasearon entre hileras de altos cedros hasta sentarse en un viejo banco de piedra que ofrecía una vista espléndida de las cúpulas y las torres de Roma. El viento había limpiado el cielo de humo y de polvo y los edificios de mármol y terracota se perfilaban con una sorprendente claridad contra el bello telón que proporcionaba el cielo nítido y azul.

Maquiavelo advirtió inmediatamente el nerviosismo de César. El nuevo patriarca de la familia Borgia tenía las mejillas encendidas y apretaba los labios con fuerza. Además, sus ademanes eran vehementes y reía con demasiada frecuencia. Por un momento, Maquiavelo incluso se preguntó si César seguiría enfermo.

—Contemplad esta magnífica ciudad, Nicolás —dijo César con un amplio movimiento de la mano que pretendía abarcar toda Roma—. Hasta hace poco, ésta fue la ciudad de los Borgia y os aseguro que pronto volverá a serlo. Recuperar las fortalezas perdidas no tiene por qué resultar más difícil de lo que lo fue tomarlas por primera vez. Defender las plazas que he conservado no será problema, pues mis hombres me son leales. Además, el pueblo me apoya y estoy reuniendo un nuevo ejército con mercenarios extranjeros y soldados de infantería de Val di Lamone.

"Una vez que haya consolidado mi dominio sobre la Romaña, todo volverá a ser como antes —continuó diciendo César—. Sí, es cierto que el papa Julio siempre ha estado enfrentado a los Borgia, pero ahora todo ha cambiado. Me ha prometido su apoyo y ha hecho pública su promesa ante el pueblo de Roma y ante sus representantes. Yo sigo siendo el gonfaloniero. Incluso hemos hablado de una alianza matrimonial para estrechar la unión entre nuestras familias y es posible que mi hija Luisa pronto se despose con su sobrino Francesco. Hoy empieza un nuevo día, Maquiavelo. ¡Un nuevo día!

Maquiavelo se preguntó qué habría sido del brillante soldado que había conocido, de aquel tenaz guerrero al que había llegado a admirar.

Pero por mucho que se considerara amigo de César, tratándose de una cuestión oficial, Maquiavelo sólo le era fiel a Florencia.

Aquella tarde, espoleó a su caballo sin piedad, pues debía llegar a Florencia antes de que fuera demasiado tarde. Y, esta vez, al presentar su informe, Maquiavelo se dirigió a los miembros de la Signoria de forma muy distinta de como lo había hecho en anteriores ocasiones.

Entró en la sala con un aspecto más descuidado de lo habitual y se dirigió a los miembros de la Signoria sin hacer gala de su habitual vehemencia. Su semblante era grave. Por mucho que le desagradara lo que iba a decir, tenía que hacerlo.

—Señorías, sería una locura brindarle nuestro apoyo a César Borgia —empezó diciendo—. Sí, ya sé que el papa Julio II ha anunciado públicamente que las conquistas de César serán las conquistas de la Iglesia de Roma. Ya sé que César Borgia es el gonfaloniero. Y, aun así, estoy convencido de que el sumo pontífice no mantendrá su palabra. Julio II siempre ha odiado a los Borgia y traicionará a César.

"En cuanto al propio César Borgia, debo decir que he advertido un cambio preocupante en su comportamiento. Ya no es el mismo hombre. Antes, nadie podía saber lo que estaba pensando. Ahora me ha hecho saber expresamente sus planes, jactándose abiertamente de unos objetivos que nunca lograra.

Florencia no debe ser enterrada con él.

Maquiavelo no se equivocaba. Al ver que tanto el poder de Venecia como el de César ya no suponían una seria amenaza, el papa Julio II no tardó en romper su palabra. Exigió a César que entregara de forma inmediata todas sus fortalezas y, para asegurarse de que sus órdenes se cumplieran, lo puso bajo arresto y lo envió a Ostia acompañado de un viejo cardenal y de una guardia armada.

César entregó las dos primeras fortalezas y envió misivas a sus capitanes haciéndoles saber que el nuevo sumo pontífice le había ordenado que devolviera las fortalezas a sus antiguos señores. Esperaba que sus capitanes ignoraran sus misivas, al menos durante el tiempo necesario para que él pudiera reaccionar.

Una vez en Ostia, solicitó el permiso del viejo cardenal para viajar a Nápoles, que ahora estaba bajo dominio español. Puesto que César había cumplido todas las órdenes del sumo pontífice y pensando que, mientras estuviera lejos de la Romaña, no contrariaría los deseos de Julio II, el cardenal lo acompañó al puerto de Ostia y César embarcó en un galeón rumbo a Nápoles.

Pero César todavía tenía una carta que jugar. A las órdenes del avezado capitán Fernández de Córdoba, las tropas españolas acababan de derrotar a los ejércitos franceses, obligándolos a abandonar Nápoles. Ahora que los españoles eran los únicos dueños de Nápoles, César esperaba obtener el apoyo de Fernando e Isabel, pues los Reyes Católicos siempre habían favorecido a los Borgia.

César le dijo a Fernández de Córdoba que, con el apoyo de los monarcas españoles, sus hombres podrían resistir en sus fortalezas de la Romaña el tiempo necesario para formar un nuevo ejército y obligar al sumo pontífice a respetar las condiciones del acuerdo que había roto.

El Gran Capitán accedió a presentar su causa ante sus soberanos. Y así fue como, ahora que estaba fuera del alcance de los hombres de Julio II, César preparó una nueva estrategia. Mientras esperaba la respuesta de Fernando e Isabel, envió nuevas misivas a sus capitanes, en las que los instaba a resistir mientras él reunía un ejército de soldados mercenarios para luchar junto a las tropas españolas al mando de Fernández de Córdoba.

Tres semanas después, César seguía sin tener noticias de los monarcas españoles. Cada vez estaba más impaciente; hasta que ya no se sintió capaz de seguir esperando. Tenía que hacer algo.

Ese día, cabalgó por las colinas que se elevaban junto a la costa hasta llegar al campamento de las tropas españolas. Una vez allí, fue conducido a la tienda de mando.

Gonzalo Fernández de Córdoba estaba sentado estudiando el gran mapa que había extendido sobre una mesa. Al ver entrar a César, se levantó de su asiento y lo recibió con un caluroso abrazo.

—Parecéis preocupado, amigo mío —dijo en tono afectuoso.

—Lo estoy —admitió César—. Mis fortalezas resisten y estoy reuniendo un ejército de mercenarios, pero todo ello será inútil si vuestros monarcas no me brindan el apoyo de vuestras tropas.

—Todavía no he recibido ninguna noticia —dijo el capitán—, pero mañana se espera la llegada de un galeón procedente de Valencia. Con un poco de suerte, ese galeón nos traerá la respuesta de sus majestades.

—Decís que todavía no hay noticias. ¿Acaso creéis que es posible que vuestros monarcas me nieguen su apoyo? Hablad con sinceridad, Gonzalo.

—Como bien sabéis, no es una decisión fácil —dijo el capitán—. Hay mucho en juego. No debéis olvidar que, de ponerse de vuestro lado, España se enemistaría con el sumo pontífice y, como muy bien sabéis, Julio II es un hombre implacable y vengativo.

—Sin duda estáis en lo cierto —dijo César—. Pero Fernando e Isabel siempre tuvieron el apoyo de mi difunto padre. No olvidéis que fue él quien les otorgó la dispensa que hizo posible sus esponsales; incluso fue el padrino de su primer hijo. Y, como sabéis, yo siempre he apoyado a vuestros monarcas...

El capitán español apoyó la mano en el brazo de César.

—Tranquilizaos, amigo mío —dijo—. Es necesario tener paciencia. Soy consciente de todo lo que decís y os aseguro que mis soberanos lo tendrán en cuenta, pues os consideran un amigo, un amigo leal. Lo más probable es que mañana mismo tengamos la respuesta y, si Dios lo quiere, entonces pondré todo el poderío de mis ejércitos al servicio de vuestra causa.

Las palabras del capitán español parecieron apaciguar los nervios de César.

—Tenéis razón —dijo—. Pronto tendremos la respuesta y, entonces, actuaremos con presteza.

—Así es —dijo el capitán—. Mientras tanto, es preferible no llamar la atención. Hay espías por todas partes; incluso en este campamento. La próxima vez, deberíamos encontrarnos en un lugar más retirado. ¿Conocéis el viejo faro que hay al norte del campamento?.

—No —contestó César—, pero lo encontraré.

—Os veré allí mañana a la puesta del sol —dijo el capitán—. Entonces planearemos nuestra estrategia.

Al día siguiente, cuando el sol empezaba a ocultarse tras el horizonte, César caminó hacia el norte por la playa hasta encontrar el faro.

Cuando estaba a punto de llegar, Fernández de Córdoba salió a su encuentro.

—¿Qué noticias hay? —gritó César, incapaz de contener su impaciencia.

El capitán español se llevó un dedo a los labios, pidiéndole silencio.

—No debéis hablar tan alto —dijo cuando César llegó a su altura—.

Entremos en el faro; toda precaución es poca.

César entró primero. En cuanto traspasó el umbral, cuatro hombres lo sujetaron. Unos segundos después, había sido desarmado y tenía las manos y las piernas atadas con pesadas cuerdas.

—Nunca pensé que fuerais un traidor, Gonzalo —dijo César. El capitán español encendió una vela y César vio a los doce soldados armados que lo acompañaban.

—No es un acto de traición —dijo el capitán—. Me limito a obedecer las órdenes de mis soberanos. Aunque en el pasado vuestra familia haya sido aliada de España, mis soberanos no han olvidado vuestra alianza con Francia. Además, el poder de los Borgia pertenece al pasado os considera su enemigo.

—¡No puede ser! —exclamó César—. ¿Acaso han olvidado que la sangre que corre por mis venas es española?.

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