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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (11 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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Cuando entró en el recinto donde tendría lugar la conferencia, descubrió que el público ya se encontraba sentado. La audiencia se componía de veinte pastores evangélicos, la mayor parte de los cuales apenas sobrepasaba los treinta años, de una docena de esposas, de tres diaconisas y de media docena de miembros de la comunidad Waldensiana de Roma, invitados especiales de Herman Frank. El conjunto de oyentes proporcionó a Mendelius una agradable sensación de comodidad. La facultad de Teología de Tübingen había hecho las veces de invernadero para el movimiento Pietista en la Iglesia Luterana y Mendelius siempre se había sentido atraído por el énfasis que ponía el movimiento en la devoción personal y en los trabajos de caridad pastoral. En cierta ocasión había escrito un largo ensayo sobre la influencia de Philipp Jakob Spener y el "Colegio de Piedad" que había fundado en Frankfurt en el siglo diez y siete.

Cuando terminó la presentación de Herman Frank y se acallaron los aplausos, Mendelius ocupó el atril de profesor, colocó sus papeles frente a él y comenzó a hablar, tranquila e informalmente.

—Existen dos formas de considerar la doctrina de los últimos días. Cada una de ellas es radicalmente diferente de la otra. La primera podría llamarse la "visión consumativa". La historia humana terminará. Cristo vendrá por segunda vez, en gloria y majestad, a juzgar a los vivos y a los muertos.

La segunda forma es la que yo llamo la "visión modificadora"… La creación continúa, pero modificada por el hombre, que esta vez trabajaría, de acuerdo con su Creador, para la realización de una plenitud de perfección que solamente puede ser expresada por medio de símbolos o de analogías. En esta segunda visión, Cristo está siempre presente y la Parusía expresa la Revelación final de Su Presencia creadora… Ahora me interesaría saber cuál es el punto de vista de ustedes. ¿Qué le enseñan a su gente sobre la doctrina de los últimos días? Al que desee contestar le ruego levantar la mano y decir su nombre y su lugar de origen… Usted señor, en la segunda fila…

—Alfred Kessler, de Colonia… —El que había pedido la palabra era un muchacho bajo y robusto, de barba cuadrada—. Creo en la continuidad y no en la consumación del Cosmos. Para el individuo, la consumación consiste en la muerte y en la unión con su Creador.

—¿Entonces, pastor, cómo interpreta las Escrituras para sus fieles? Les enseña las Escrituras como la Palabra de Dios, por lo menos, así presumo que lo hace. ¿Cómo interpreta sobre este tema, la Palabra para ellos?

—Como un misterio, Herr Professor: como un misterio que, bajo la influencia y la ayuda de la Gracia Divina va lentamente develando su significado para cada individuo en particular.

—¿Podría aclarar ese punto, tal vez expresarlo como suele hacerlo con su comunidad?

—Habitualmente uso el siguiente razonamiento: el lenguaje es un instrumento de fabricación humana y en consecuencia, imperfecto. Cuando las palabras fallan o faltan, la música suele ocupar su lugar. A menudo, un simple contacto de la mano puede decir más que una cantidad de palabras. Uso el ejemplo de la consumación personal de cada hombre. Instintivamente, tememos a la muerte. Y sin embargo, como cada uno de nosotros lo sabe a través de su trabajo pastoral, el hombre poco a poco se familiariza con la muerte, se prepara, inconscientemente, para su venida, va aprendiendo a comprenderla a través del universo que lo rodea, una flor que cae y al hacerlo esparce su semilla que el viento lleva, el renacimiento de la primavera… En este contexto, la doctrina de los últimos días resulta, si no comprensible, por lo menos más conforme a la experiencia tanto física como psíquica.

—Gracias, pastor. El próximo…

—Petrus Allmann, de Darmstadt —esta vez se trataba de un hombre de más edad—. Estoy en completo desacuerdo con mi colega. El lenguaje humano es imperfecto, verdad, pero Cristo Nuestro Señor lo usó. Pienso que es un grave error atribuir una especie de doble sentido a las palabras que El pronunció. A este respecto la Escritura es absolutamente clara. —Citó solemnemente—: "Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna perderá su resplandor, las estrellas caerán del cielo y las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre…"' ¿Y qué significan esas palabras sino el anuncio de la consumación del fin de todas las cosas temporales?

Sorpresivamente, una parte de la audiencia prorrumpió en aplausos. Mendelius esperó unos minutos y luego sonriendo con buen humor levantó la mano pidiendo silencio.

—De manera que ahora, señoras y señores, ¿hay alguien que esté dispuesto a dirimir la contienda entre estos dos hombres de buena voluntad?

Esta vez fue una mujer de cabello gris quien levantó la mano.

—Soy Alicia Herschel, diaconisa, de Heidelberg. No creo que tenga mucha importancia saber quién de mis colegas tiene la razón. En los países musulmanes donde trabajé como misionera, aprendí a decir Inshallah. La voluntad del Señor, cualquiera que ella sea, siempre terminará por cumplirse, no obstante las diversas formas en que los hombres lean Sus intenciones. El Pastor Allmann acaba de citar el capítulo XXIV de San Mateo; pero en el mismo capítulo hay otro versículo que dice: "Mas, de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los Ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre".

Era una mujer impresionante y sus palabras fueron recibidas con nutridos aplausos. A continuación habló un joven de Frankfurt. Esta vez fue él quien dirigió una pregunta a Mendelius:

—¿Cuál es su posición frente a este problema, Herr Professor?

Le habían hecho la pregunta precisa, que por lo demás él había anticipado que le harían y, en el fondo, agradeció verse así forzado a definirse. Se recogió en silencio por unos minutos y luego procedió a diseñar su posición.

—Como saben, yo fui ordenado sacerdote en la Iglesia Católica Romana. Sin embargo, más tarde dejé ese ministerio y concentré mis esfuerzos en un trabajo académico. Es así como, y por un largo tiempo, me he visto absuelto de la obligación de llevar adelante una interpretación pastoral de la Escritura. Ahora continúo siendo un cristiano confeso, pero soy un historiador, dedicado a un estudio puramente histórico de documentos bíblicos y patrísticos. En otras palabras examino lo que ha sido escrito en el pasado a la luz de nuestro conocimiento de ese pasado… De manera que, en tanto que profesional, no estoy en condiciones de afirmar o negar la verdad o falsedad de los escritos proféticos sino que solamente soy competente para hablar de su origen y autenticidad.

Reinaba ahora un profundo silencio. Su auditorio había aceptado su renuencia a tomar partido pero si soslayaba o evitaba dar un testimonio personal sabía que sería a su vez rechazado por sus oyentes. El conocimiento no les bastaba. Como verdaderos Evangélicos que eran exigían que ese conocimiento fructificara por la palabra y en la acción. Mendelius continuó.

—Por temperamento y disciplina académica me he inclinado siempre a interpretar el futuro en términos de continuidad, modificación, cambio. No logro reconciliarme con la idea de consumación… Ahora, sin embargo, me siento más inclinado de lo que nunca he estado antes, a considerar que la consumación es posible. En efecto, la humanidad, y ese es un hecho experimental, tiene hoy en su poder todos los medios para crear una catástrofe de tales dimensiones como para que la vida humana, tal como la conocemos, se extinga en el planeta. Y dado que existen otros hechos experimentales de la capacidad del hombre para el mal y la destrucción, enfrentamos en estos momentos la temible perspectiva de la inminencia de la consumación…

Un contenido suspiro, claramente audible, brotó de la audiencia. Mendelius terminó con un breve comentario:

—…La cuestión de discernir si es sabio u oportuno difundir, en estos momentos, un mensaje como éste, pertenece ya a otro orden de problemas y confieso que, ahora mismo, me siento incompetente para resolver el dilema.

Hubo un momento de silencio y luego un pequeño bosque de manos emergió del auditorio. Antes de continuar con las preguntas Mendelius alcanzó su vaso de agua y bebió un largo sorbo del líquido. Y bruscamente, la incongruente visión de Anneliese Meissner pareció erguirse ante él, mirándolo agudamente a través de sus gruesos lentes, con una sonrisa iluminando su fea cara. Casi podía oírla dando su burlón veredicto.

—Se lo advertí, Carl, ¿no es así? ¡Locura de Dios! Usted nunca terminará de recuperarse de ella.

Se había planeado que la sesión finalizara al mediodía, pero la discusión resultó tan animada que era casi la una cuando Mendelius logró por fin escapar al estudio de Herman Frank para beber algunos tragos antes del almuerzo. Herman se deshizo en alabanzas, pero Mendelius, mirando los titulares de los diarios dispersos sobre el escritorio, se sintió casi desgraciado.

Los comentarios de la prensa abarcaban toda la gama, desde lo extravagante hasta lo malicioso: "héroe del Corso"; "distinguido académico presencia un asalto"; "ex-jesuita, testigo clave contra las brigadas terroristas". En cuanto a las fotografías, eran lóbregas: Mendelius, con las ropas salpicadas de sangre, arrodillado al lado de la víctima; Malagordo alzado dentro de la ambulancia; Mendelius y el detective absortos en una conversación entre dos vasos de whisky. Había también un retrato identikit de la asesina, cuidadosamente rotulado: "Impresión de la asesina por el profesor Carl Mendelius de la Universidad de Tübingen…" El conjunto había sido orquestado de acuerdo al estilo teatral de los italianos: grandilocuente horror, alto heroísmo y pesada ironía… "El hecho de que un senador judío deba la vida a un historiador alemán no carece de cierta justicia poética…"

—¡Dios Todopoderoso! —Mendelius estaba pálido de ira—. Me han colocado en la posición exacta de un pato de feria, listo para servir de blanco a los tiradores domingueros.

Herman Frank asintió tristemente.

—Es un feo asunto, Carl. La Embajada acaba de llamar para advertirle que existen fuertes lazos y conexiones entre los terroristas italianos y los grupos similares alemanes.

—Lo sé. Creo que ya no nos será posible continuar viviendo en su casa. Le ruego que llame de vuelta a la Embajada y que consiga de ellos que usen de su influencia a fin de obtener para nosotros dos cuartos en alguno de los mejores hoteles, el Hassler, tal vez, o el Grand… Por ningún motivo deseo exponerlos, a usted y a Hilde a ningún tipo de peligro por culpa mía.

—¡No, Carl! No estoy dispuesto a inclinarme y ceder ante este tipo de amenaza y sé que Hilde estará de acuerdo conmigo.

—¡Herman, se lo ruego! No es el momento para actos heroicos.

—No se trata de actos heroicos, Carl —Herman se veía sorprendentemente resuelto—. Es simple sentido común. Rehúso vivir escondido bajo tierra como un topo. Eso es precisamente lo que estos bastardos están tratando de obtener. Además, será sólo por una semana. Las muchachas pueden ir a Florencia, tal como lo han planeado. Y un par de viejos percherones como nosotros bien pueden ser capaces de cuidar de sí mismos.

—Pero escúcheme…

—Nada de "peros", Carl. Conversemos del asunto con las muchachas a la hora del almuerzo y veamos lo que dicen.

—Muy bien. Gracias, Herman.

—Gracias a usted, amigo mío. La conferencia de esta mañana representó un triunfo muy especial para mí. En todos los años que llevo aquí en la Academia, jamás me había tocado presenciar un debate tan animado. Sus auditores bullen de impaciencia esperando el momento de la próxima sesión… ¡Oh, casi se me olvida! Hubo dos llamados telefónicos para usted. Uno de ellos era del cardenal Drexel. Estará en su escritorio hasta la una y media. El otro fue de la esposa del senador Malagordo. Desearía que usted la llamara al hospital Salvator Mundi… Aquí tiene los números. Haga los llamados ahora y así podrá olvidarse de ellos. Me gustaría que disfrutara del almuerzo.

Mendelius marcó el número de Drexel sintiéndose un tanto perdido. El problema de la discreción era esencial para el Vaticano. Bien podía ser que Drexel viera en la amenaza suspendida sobre la vida privada de Mendelius, una amenaza consiguiente sobre la vida privada de Jean Marie Barette. Se sorprendió al descubrir que el viejo guerrero estaba cordial y solícito.

—¿Mendelius…? Presumo que ya ha leído los diarios de esta mañana.

—Así es, Eminencia. Justamente acabo de conversar sobre ellos con mi huésped. Una molestia, por decir lo menos.

—Tengo una sugestión que hacerle. Espero que la acepte.

—Me sentiría dichoso de considerarla, Eminencia.

—Me gustaría que dispusiera, por el resto de los días que pasará aquí, de mi auto y de mi chofer. El se llama Francone y fue carabinero. Es un experto en todo lo referente a la seguridad personal de quien esté bajo su cuidado, es alerta y muy capaz.

—Es mucha bondad de su parte, Eminencia, pero me parece que no puedo aceptar.

—Yo creo que sí puede. Es más, creo que debe aceptar. He invertido una gran dosis de interés en que se mantenga a salvo, amigo mío. Y me propongo proteger mi inversión. ¿Dónde se encuentra ahora?

—En la Academia. Regresaré a casa de Frank para almorzar allá. La dirección es…

—Tengo la dirección. Francone se presentará a las cuatro y permanecerá a su disposición por el resto de su esta… Y no discuta conmigo ahora. No podemos permitirnos perder al héroe del Corso, ¿no es así…?

Fue con un aliviado corazón que Mendelius marcó el siguiente número, el del Hospital Salvator Mundi y pidió hablar con la esposa del senador Malagordo. Lo comunicaron primero con una monja alemana de modales bastante bruscos y luego con un agente de seguridad. Después de un largo silencio, la mujer del senador llegó por fin al teléfono. Deseaba, dijo, darle las gracias por haber salvado la vida del senador. Estaba seriamente herido pero su condición se había estabilizado y tan pronto como estuviera en condiciones de recibir visitantes, le agradaría ver al profesor con el fin de agradecerle personalmente lo que había hecho por él. Mendelius prometió llamar a fines de la semana, agradeció la cortesía del llamado y colgó. En cuanto se enteró de las noticias, Herman Frank retornó a su habitual modo alegre.

—¡Ve usted, Carl! Ese es el otro lado de la medalla. La gente es buena y generosa. Y el cardenal es un viejo zorro muy sagaz. Tal vez usted lo ignore, pero el Vaticano tiene un equipo de agentes de seguridad extremadamente capaces y duros, carentes por completo de inhibiciones, y siempre dispuestos a romper cabezas en servicio de Dios. Obviamente, este Francone es uno de ellos. Me siento mejor ahora, mucho mejor. Vamos a casa a almorzar.

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