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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (4 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—Pero él expresa dudas respecto de su propia cordura.

—De hecho no lo hace. Se limita a afirmar que otros tienen dudas sobre esa cordura, pero en cuanto a él, está absolutamente convencido de la realidad de su experiencia visionaria.

—¿Y qué piensa usted sobre esa experiencia?

—Estoy convencida de que él tuvo esa experiencia. Ahora, la forma en que yo interpreto esa experiencia es otro problema. Digamos que creo en ella de la misma manera en que estoy convencida de que Martín Lutero vio al diablo en su celda y le lanzó un tintero. Eso no significa que yo crea en el diablo sino simplemente en la realidad de la experiencia para Lutero. —Rió de nuevo y continuó, relajándose—: Usted es un ex-jesuita, Carl, de manera que sabe perfectamente de lo que estoy hablando. Los pacientes presas de ilusiones engañosas son mi pan de cada día y al trabajar con ellos debo partir de la premisa de que sus ilusiones son reales y efectivas para ellos.

—¿Está afirmando, entonces, que Jean Marie ha sido engañado por una ilusión de sus sentidos?

—No ponga en mi boca palabras que no he pronunciado, Carl —dijo ella con inmediato y cortante reproche. Cogió la carta y se la alcanzó—. Mire, lea de nuevo los párrafos relativos a la visión, así como los trozos anteriores y posteriores y dígame si todo eso no cae precisamente en lo que llamamos la estructura de un sueño despierto. El se encuentra leyendo y meditando en un soleado jardín. No olvide que toda meditación implica algún grado de auto-hipnosis. Su sueño se compone de dos partes: las consecuencias de un cataclismo que ha dejado tras sí una tierra desolada y desierta y luego el paso, en un arrebatado torbellino, hacia un espacio exterior. Estas dos imágenes son muy vividas, pero esencialmente banales y podrían haber sido extraídas de cualquier buen film de ciencia ficción. El ha pensado en ellas en muchas ocasiones, especialmente en este último tiempo. Ahora no sólo las piensa, sino que las sueña. Cuando se despierta se encuentra de regreso en el soleado jardín. Todo eso forma parte de un fenómeno muy común.

—Pero él cree que su experiencia se debe a una intervención sobrenatural.

—El dice que lo cree.

—¿Qué demonios está usted queriendo decir con eso?

—Quiero decir —la respuesta de Anneliese Meissner fue fría y sin circunloquios— que él puede estar mintiendo.

—¡No! ¡Eso es imposible! Conozco muy bien a este hombre. Hemos sido, somos, casi hermanos.

—Como analogía, me parece bastante desafortunada —dijo Anneliese Meissner suavemente—. Las relaciones de parentesco pueden ser infernalmente complicadas. Cálmese, Carl. Usted quería una opinión profesional y eso es lo que está recibiendo. Por lo menos tómese el tiempo y la tranquilidad necesarios para examinar una hipótesis razonable.

—Esta hipótesis suya es pura fantasía.

—¿Lo es? Usted es un historiador. Eche una mirada: retrospectiva a la historia que conoce, y dígame si no hay en ella cualquier cantidad de milagros extremadamente convenientes y de revelaciones igualmente oportunas. Cada secta se siente en el deber de proveer de milagros y revelaciones a sus devotos adeptos. Los Mormones tienen a José Smith y a sus fabulosas tablas de oro, el reverendo Sun Myung Moon se erigió a sí mismo como el Señor del Segundo Advenimiento y hasta el mismo Jesús se inclinó ante él y lo adoró. De manera, Carl, que no veo razón alguna por la que no podamos suponer —solamente suponer— que su Gregorio XVII no haya podido decidir que su institución estaba en crisis y que había llegado el momento para que la Divinidad se manifestara nuevamente a los hombres.

—Pero eso significaría estar en un juego extremadamente peligroso y arriesgado.

—Por eso mismo lo perdió. ¿No estará entonces ahora, tratando de recobrar algo de lo destrozado y usándolo a usted para ver si su juego puede, después de todo, resultar?

—Me parece una idea monstruosa.

—A mí no me lo parece. ¿Por qué se impresiona tanto? Se lo diré. Porque si bien usted se considera un pensador liberal, continúa, no obstante, formando parte de la familia Católica Romana, y necesita, por consiguiente, proteger al mito. Lo necesita para su propia seguridad interior. Lo percibí muy claramente cuando usted ni siquiera se arrugó ante mi mención de los Mormones o de los Moonitas. Vamos, amigo mío, dígame lo que está pensando.

—Me parece que ando un tanto extraviado —dijo Carl Mendelius sombríamente.

—Si quiere un consejo, se lo doy: olvide todo el asunto.

—¿Por qué?

—Porque usted es un académico con una reputación internacional. No tiene para qué mezclarse en asuntos de locura o de magia popular.

—Jean Marie es amigo mío. Y lo menos que le debo es una investigación honrada del problema que me ha planteado.

—Entonces lo que usted necesita es un Beisitzer, un asesor que le ayude a evaluar la evidencia.

—¿Querría usted ser ese Beisitzer Anneliese? Podría tal vez ofrecerle la oportunidad de algunos nuevos descubrimientos clínicos.

El había lanzado la idea como una broma, en un intento por restar acidez a la discusión, pero su chanza cayó en el vacío. Anneliese no le contestó y por un largo momento permaneció muda considerando la proposición. Al fin anunció firmemente.

—Muy bien. Acepto. Hacer de inquisidor de un papa será sin duda una experiencia nueva para mí. Pero, querido colega —extendió hacia él y colocó sobre su muñeca su mano grande y amistosa —la verdad es que mi interés principal en este asunto es conservarlo a usted tan honrado como siempre lo he conocido.

Aquella tarde, después de su última clase, Carl Mendelius caminó lentamente por la ribera del río y luego se sentó, por un largo rato, a contemplar el majestuoso paso de los cisnes por las grises y tranquilas aguas.

Su conversación con Anneliese Meissner lo había dejado profundamente perturbado. Ella le había planteado un desafío, poniendo en tela de juicio no sólo sus relaciones con Jean Marie Barette sino su propia integridad como académico y su honradez moral como investigador de la verdad. Había señalado, con extrema agudeza, el punto más débil de su coraza intelectual: su inclinación a juzgar a su propia familia religiosa con una benevolencia que no otorgaba a ninguna otra forma de fe. Por muy escépticas que fueran sus tendencias, continuaba obsesionado con Dios, condicionado por los reflejos de Pavlov de su pasado jesuita y prácticamente dispuesto —en el caso de encontrar contradicciones entre sus descubrimientos como historiador y su tradición ortodoxa— a conformar aquéllos con ésta antes que enfrentar lisa y llanamente lo que una contradicción semejante podría involucrar. Por eso siempre había preferido la comodidad del hogar familiar a la soledad del innovador. Hasta ahora, sin embargo, jamás se había hecho traición a sí mismo y le era aun posible mirar su imagen en el espejo y respetar al hombre que en ella veía. Pero el peligro estaba allí, acechándolo, así como el pequeño aguijón de la lujuria está siempre al acecho del hombre, pronto para coger fuego e incendiarse en el momento preciso, con la precisa mujer.

En el caso de Jean Marie Barette, el peligro de auto-traición podía resultarle mortal. El problema estaba allí, frente a él, planteado con tal claridad que no era posible interpretarlo o soslayarlo. Existían solo tres posibilidades, cada una de ellas excluyente de las otras dos. Jean Marie era un loco. Jean Marie era un mentiroso. Jean Marie era un hombre elegido por Dios para entregar al mundo un mensaje fundamental.

Frente a este dilema, tenía dos elecciones posibles: podía rehusar verse envuelto en el asunto —con lo cual no haría sino ejercer el derecho de todo hombre honrado que se juzgara a sí mismo incompetente— o podía someter todo el caso al más rígido escrutinio y actuar en seguida sin miedo ni favor conforme a la evidencia que descubriera. Con Anneliese Meissner ruda e inflexible, a su lado como Beisitzer, difícilmente le sería posible hacer otra cosa.

¿Pero, qué sucedería con Jean Marie Barette, que por tanto tiempo había sido el amigo de su corazón? ¿Cuál sería su reacción cuando se enterara de las duras condiciones de la investigación a que serían sometidos su persona y sus actos? ¿Cómo se sentiría cuando el amigo al que había acudido para que fuera abogado de su causa se presentara en cambio como el Gran Inquisidor? Una vez más Carl Mendelius se encontró vacilando, retrocediendo ante la posibilidad de semejante confrontación.

Allá a lo lejos, cerca de la clínica, sonó la sirena de una ambulancia, largo y prolongado gemido que resultaba aterrorizante en el creciente atardecer. Mendelius se estremeció bajo el impacto de un recuerdo de infancia que bruscamente surgió en su memoria: el sonido de las sirenas de alarma aérea seguidas, inmediatamente después, por el rugido de los motores de los aviones y las aterradoras explosiones de las bombas incendiarias estallando en la ciudad de Dresden.

Cuando llegó a su casa encontró a su familia aglomerada en torno de la televisión. En su última sesión de la tarde de aquel día el Cónclave reunido en Roma había elegido a un nuevo papa que había tomado el nombre de León XIV. La ocasión se había caracterizado por su carencia de magia, que se había reflejado en la total falta de entusiasmo de los comentarios de los periodistas. Aun la muchedumbre romana parecía afectada por esta indiferencia y las aclamaciones tradicionales habían sonado a hueco.

El nuevo pontífice tenía sesenta y nueve años de edad y era un hombre robusto, con una nariz como pico de águila, ojos fríos, un áspero acento emiliano y veinticinco años de práctica en los asuntos de la Curia. Se elección había sido el resultado de un cuidadoso, pero obviamente doloroso acto de virtuosismo político.

Después de dos papas extranjeros, hacía falta un italiano que comprendiera las reglas del juego papal. Para suceder a un actor que se había transformado en fanático y a un diplomático que se había vuelto místico, Roberto Arnaldo, burócrata por cuyas venas corría agua helada, parecía la elección más segura. No despertaría pasiones ni tampoco proclamaría visiones, se contentaría tan solo con los anuncios más indispensables y éstos se presentarían tan cuidadosamente envueltos en una retórica italiana que tanto los liberales como los conservadores los aceptarían con igual satisfacción. Pero sobre todo era un hombre que sufría de una tasa de colesterol muy alta por lo cual, de acuerdo con los galenos, su reinado no sería probablemente ni muy corto ni muy largo.

Estas noticias ayudaron a mantener viva la conversación durante la comida hogareña de Mendelius, por lo que él se sintió agradecido, ya que Johann debido a un ensayo que no lograba resultarle, estaba de mal humor, Katrin se mostraba arisca y Lotte se hallaba en el punto más bajo de una de sus depresiones menopáusicas. Era ésa una de aquellas veladas en que él solía interrogarse con sardónico humor sobre las bondades que parecían recomendar el celibato y que resultaban especialmente visibles en la existencia de un no-célibe como él. Sin embargo, tenía suficiente práctica en las lides del matrimonio como para guardar cuidadosamente estos pensamientos para sí mismo.

Al terminar la cena se retiró a su estudio y llamó por teléfono a Herman Frank, director de la Academia Alemana de Arte en Roma.

—¿Herman? Aquí Carl Mendelius. Lo llamo para pedirle un favor. Estoy planeando ir a Roma por una semana o diez días, ahora a finales de mes. ¿Podría usted recibirme?

—¡Encantado! —Frank era un cortés compañero, de sienes plateadas, historiador de los pintores del Cinquecento y cuya mesa era reputada por una de las mejores de Roma—. ¿Viene Lotte con usted? Disponemos de mucho espacio.

—Posiblemente. Pero aún no lo hemos decidido.

—¡Tráigala! Hilde estará encantada. La compañía de otra muchacha le hará mucho bien.

—Gracias por su atención y su bondad, Herman.

—No tanto, no tanto. Usted también está en condiciones de hacerme un favor.

—Dígamelo.

—En la misma época en que usted planea encontrarse aquí, la Academia recibirá a un grupo de pastores evangélicos. El programa será el usual en estos casos, conferencias por la mañana, discusiones por la tarde, visitas a la ciudad en los intervalos. Sería un estupendo punto a mi favor si yo pudiera anunciar que el gran Mendelius estaría dispuesto a dar un par de conferencias, tal vez incluso a dirigir un pequeño seminario…

—Encantado de poder hacerlo, amigo mío.

—¡Maravilloso! ¡Maravilloso! Hágame saber la fecha de su llegada para ir a recogerlo al aeropuerto…

Mendelius colocó el teléfono en su horqueta y emitió un cloqueo de satisfacción. La invitación de Herman Frank a dar conferencias era en realidad un verdadero golpe de suerte. La Academia Alemana de Arte era una de las más antiguas y prestigiadas academias nacionales de Roma. Fundada en 1910 bajo el reinado de Guillermo II de Prusia, había sobrevivido a dos guerras y a los ideólogos analfabetos del Tercer Reich y aún se las arreglaba para mantener una reputación de sólido exponente de lo mejor de la cultura germana. En consecuencia ofrecía a Mendelius una base de operaciones y una cobertura eminentemente respetables para su delicada investigación.

El grupo germano del Vaticano respondería sin duda dichoso a una invitación a cenar a la casa de Herman Frank.

El libro de huéspedes de Frank contenía títulos tan exóticos como resplandecientes en el estilo de "Rector Magnífico del Instituto Bíblico Pontificio" y "Gran Canciller del Instituto de Arqueología Bíblica". El problema, ahora, era saber en qué forma Lotte respondería a la idea de semejante viaje. Carl Mendelius comprendió que debía buscar un momento más propicio para desplegar ante ella su pequeña sorpresa. Su siguiente paso consistió en preparar una lista de contactos a los cuales poder escribir y anunciar su visita. Había residido en Roma el tiempo suficiente para acumular una amplia y variada colección de amigos y conocidos, que iban desde el áspero y viejo cardenal que había desaprobado su defección pero conservaba sin embargo la generosidad suficiente para apreciar su valor académico, hasta el custodio de los Incunables de la Biblioteca del Vaticano y la anciana viuda de los Pierloni que, desde su silla de inválida, dirigía aún los comentarios y chismes de Roma. Se encontraba así, sumido en su rastreo de nombres cuando llegó Lotte trayéndole una taza de café. Parecía arrepentida y desamparada, incierta en cuanto a la bienvenida que pudiera esperarla.

—Los niños salieron y abajo está muy solitario. ¿Te importa si me siento aquí contigo?

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