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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (55 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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Súbitamente se dio cuenta de que las palabras que estaba diciendo habían dejado de ser palabras y se habían transformado en simples sonidos infantiles, repetidos una y otra vez: "ma… ma… ma… ma". Sintió que algo tiraba de su pantalón y al mirar hacia abajo vio que su mano izquierda golpeaba, sin poderlo evitar, contra su muslo. Su visión se nubló y dejó de ver a su audiencia. Luego toda la habitación pareció darse vuelta y cayó de bruces sobre la mesa. Después todo se confundió para él, perdió toda noción de tiempo y espacio hasta que oyó el sonido de dos voces muy próximas. Una de ellas era la de Waldo Pearson.

—Fue bastante aterrador. Parece ser dislalia. Y ayer solamente habíamos estado hablando del don de las lenguas.

—Creo que son síntomas típicos de A.C.V.

—¿Y qué es A.C.V.?

—Accidente cerebro-vascular. ¡Qué ataque ha tenido este pobre tipo…! Y esta ambulancia que no llega nunca.

—Se debe al tránsito del mediodía —dijo Waldo Pearson—. ¿Cómo evalúa sus posibilidades de recuperación?

—Pregúntemelo en tres días más.

Las palabras trajeron a la mente de Jean Marie la idea de la resurrección. Pero en vez de resucitar se sumió en la oscuridad.

Capítulo 13

Ahora era un hombre diferente y habitaba un extraño país. El país era muy pequeño. Consistía en cuatro paredes blancas, dos puertas y dos ventanas. Había también una cama, sobre la cual yacía él, una pequeña mesa contigua a la cabecera de la cama, una silla, una cómoda sobre la cual había un espejo que reflejaba la imagen del hombre en la cama. Este presentaba un curioso aspecto de algo desmochado, de algo que sugería el "antes" y el "después" de un anuncio para sales hepáticas. Uno de los costados de su rostro estaba inmóvil y levantado, en tanto que el otro se deslizaba levemente hacia abajo en una expresión que no se sabía si era de dolor o de disgusto. Una de las manos yacía, carente de todo movimiento, sobre la blanca colcha. La otra se movía incansable, explorando contornos, texturas y distancias.

Este nuevo país contenía por lo menos a otro habitante: una mujer joven y bastante desabrida vestida de enfermera que aparecía a menudo a tomar su pulso, su presión sanguínea y a escuchar los latidos de su corazón. Hacía siempre las mismas y sencillas preguntas: "¿Cómo se siente? ¿Cómo se llama? ¿Quiere beber algo?". Lo curioso era que si bien él comprendía perfectamente lo que ella decía, ella no parecía comprender en absoluto ni una sola palabra suya; aunque no por eso dejaba de darle de beber, sosteniéndolo para que pudiera enderezarse y tragar el líquido a través de un tubo plástico. También acercaba una botella a su pene para que él pudiera evacuar su líquido. Cuando lo hacía, ella sonreía y decía:

"Bien, muy bien" como si él fuera un bebé aprendiendo el arte de hacer pipí. Al salir de la habitación nunca dejaba de decir lo mismo: "Pronto vendrá el doctor a verlo". Trató de recordar quién era el doctor y a qué se parecía; pero el esfuerzo le resultó excesivo, así es que cerró los ojos e intentó descansar.

Estaba demasiado perturbado para poder dormir; no perturbado por nada concreto ni particular, sino simplemente ansioso, como si hubiera perdido algo muy preciado y estuviera buscándolo en medio de la niebla. De vez en cuando sentía que estaba a punto de encontrarlo y también a punto de saber lo que era. Pero el momento de la revelación y del encuentro nunca llegaba. Por ratos se sentía como un hombre encerrado en una bodega con la puerta de trampa aherrojada sobre su cabeza. Finalmente llegó el doctor, un delgado personaje de cabellos grises, que desplegó todo un arte para mostrarse sólo levemente preocupado por su estado.

—Soy el doctor Raven. ¿Puede repetirlo para mí? Raven.

Jean Marie se esforzó, se esforzó con ahínco pero sólo logró articular: "Ra… ra… ra…". El doctor dijo:

—No se preocupe. Muy pronto estará mejor. Limítese a mover la cabeza para mostrar que ha comprendido lo que digo. Estoy hablando inglés. ¿Sabe lo que estoy diciendo?

Jean Marie asintió.

—¿Puede verme?

Un movimiento afirmativo de la cabeza.

—Sonríame. Déjeme ver su sonrisa.

Jean Marie trató de hacerlo. Pero se alegró de no poder ver el resultado. El doctor examinó sus ojos con un oftalmoscopio, verificó sus reflejos con un pequeño martillo de goma, tomó su presión sanguínea y auscultó su pecho. Terminadas estas tareas se sentó en el borde de la cama y echó su pequeño discurso de advertencias y recomendaciones, que hizo recordar a Jean Marie el discurso con que el rector del Seminario solía dar la bienvenida a los grupos que recién ingresaban.

—…Es usted un hombre muy afortunado. Está vivo. Conserva su razón y ha guardado intactas algunas de sus facultades. Es todavía demasiado temprano para saber cuál es la real extensión del daño que ha sufrido su cerebro. Tendremos que esperar tres o cuatros días antes de saber si este ha sido un episodio aislado o si será seguido por otros de la misma naturaleza. Tiene que confiar en nosotros y aceptar el hecho de que, por el momento al menos, es un inválido. Este es el Hospital de Charing Cross. Sus amigos y parientes saben que se encuentra aquí pero saben igualmente que no puede recibir visitas y no debe ser perturbado por nada ni por nadie hasta que su actual condición no se haya recuperado y estabilizado. ¿Ha comprendido?

—Cas… ca… cas. Casi —dijo Jean Marie y se sintió absurdamente complacido consigo mismo.

El doctor le sonrió y le dio unas palmaditas de aprobación.

—Bueno. Eso es muy promisorio. Regresaré a verlo mañana por la mañana. Y le daré algo para que pueda dormir bien esta noche.

Jean Marie trató de dar las gracias, pero descubrió que había olvidado las palabras inglesas del "gracias". En cuanto al francés, no logró llegar más allá del "mer…". Luchó contra su impotencia hasta que terminó llorando de frustración y llegó una enfermera a inyectarle opio en las venas.

Al cabo de cuatro días pareció que sus progresos eran lo suficientemente importantes como para ser iniciado en las reglas del juego del nuevo país. Para comenzar, sin embargo, fue preciso encontrar un ayudante que hablara francés y pudiera así introducirlo en las nuevas pautas de conducta. Tenía ya bastantes problemas con su revoltillo de fonemas y su bloqueo de palabras para agregar a esto la confusión que implicaría una mezcla de idiomas.

El asistente, un apuesto joven que escasamente sobrepasaba los treinta años, era delgado como un atleta, con la piel olivácea de los ribereños del Mediterráneo y una incongruente cabellera dorada, que parecía heredada de algún lejano antepasado nórdico que hubiera descendido al sur en tiempos de las cruzadas. Provenía de lo que describió vagamente como el Oriente Medio. Confesó que hablaba corrientemente inglés, francés, árabe, hebreo y griego. Había logrado hacer una modesta carrera en los círculos médicos de Londres actuando de intérprete, de enfermero y fisioterapista entre los grupos políglotos que poblaban la metrópoli. El neurólogo lo presentó como el señor Atha. Inmediatamente se entregaron juntos a una serie de juegos destinados a trazar el mapa de los daños que había sufrido el sistema sensorial, y a delimitar la parte del cerebro que percibía sensaciones. Para un hombre que había sido, por definición dogmática, el intérprete infalible de los mensajes que Dios enviaba al hombre, resultaba muy impactante comprobar cuan falible podía ser y sobre todo, en materias tan elementales.

Cuando se le pidió que cerrara los ojos y levantara los dos brazos horizontalmente frente a sí, se asombró al darse cuenta de que sólo uno de sus brazos obedecía la orden en tanto que el otro se detenía, como un reloj que se hubiera quedado parado faltando veinticinco minutos para la hora. Cuando se le pidió que identificara los lugares donde había sido pinchado con las dos puntas de un compás, descubrió que algunas de sus identificaciones estaban completamente erradas. Peor aún, fue incapaz de tocar con su mano izquierda la punta de su nariz.

Pero no obstante hubo algunos signos alentadores. Las cosquillas en la planta de los pies provocaban movimientos en sus talones. Esto, explicó el señor Atha, mostraba que los reflejos de Babinski estaban funcionando. Cuando la cosquilla se llevó a efecto en el interior de su muslo, su bolsa escrotal se contrajo. Esto, le explicaron, era también muy bueno porque su reflejo cremáster respondía debidamente.

A continuación llegó el momento más desgraciado en aquella secuela de experimentos. El señor Atha le pidió que repitiera para el neurólogo las palabras de la antigua canción infantil.

"Sur le pont, sur le pont Sur le pont d'Avignon."

Entonces, con profundo horror, vio que su boca estaba llena de melaza y que lo que lograba emitir era sólo un borbotón de fonemas inconexos.

Una vez más comenzó a llorar en vista de lo cual fue severamente amonestado por el neurólogo. Estaba vivo y eso era algo muy afortunado. Era doblemente afortunado por haber sufrido tan pocos daños profundos. La prognosis era muy positiva, siempre que él estuviera dispuesto a ser paciente, cooperador y valeroso, virtudes que por el momento estaban mucho más allá de sus posibilidades.

El señor Atha tradujo todo esto en un tranquilizador francés y ofreció quedarse con él hasta que se hubiera calmado. El neurólogo aprobó la idea, palmeó la mano sana de Jean Marie y salió para atender a sus otros quehaceres, los cuales, explicó el señor Atha, incluían algunos pacientes cuyo estado era mucho peor que el de Jean Marie.

—…Yo los atiendo también, así es que sé de lo que estoy hablando. Usted puede tragar. No tiene doble visión. Controla sus intestinos y su orina… Eh, piense en lo que todo esto significa. Su lenguaje mejorará porque usted y yo comenzaremos a practicar juntos. Lo que ocurre es que, frente al doctor, usted trata de probar que está bien y determina hacerlo con un súbito arranque oratorio. Cuando no lo consigue, se desespera. Ahora vamos a partir del hecho de que usted es un inválido. Vamos a esforzarnos, juntos los dos, por reparar el trauma…

No sólo era persuasivo, sino que poseía además una enorme capacidad de transmitir paz. Jean Marie sintió que lentamente, su cabeza comenzaba a aliviarse del peso que la oprimía y que la niebla que invadía su cerebro iba, poco a poco, disipándose. El señor Atha habló muy suavemente.

—Me dijeron que usted había sido papa. Entonces recordará las palabras de la Escritura: "El que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él". Bueno, ahora usted ha vuelto a ser un niño. Debe comenzar desde el principio, aprendiendo las cosas más sencillas. Porque tiene que admitir que, por un largo tiempo todavía, no es ni será capaz de manejar nada complicado. Pero al final crecerá, tal como crece un niño. Ahora está en el jardín infantil y a medida que pasen las semanas irá subiendo de grado. Aprenderá a vestirse, hará que su brazo malo se mueva y sobre todo, volverá a hablar. Ahora mismo puede hablar si lo hace lentamente, sin apresuramientos. Comencemos por algo muy elemental: " mi nombre es Jean Marie". Bien. Una sola palabra a la vez…

De alguna manera, en el transcurso de aquellas largas noches, durante las cuales los únicos sonidos que percibía eran los pasos de la enfermera y la única luz el resplandor de su linterna enfocada hacia su rostro, aprendió otra lección. Descubrió que cuando trataba de recordar algo, lo que buscaba le eludía. Si, en cambio, permanecía quieto, sin hacer ningún esfuerzo, las cosas venían a él, se le subían encima y se sentaban a su alrededor como los animales de madera de un libro infantil.

Los recuerdos no venían siempre en el orden adecuado. Drexel, por ejemplo, se encontraba al lado de la pequeña mongoloide. Mendelius se confundía con alguna conferencia de obispos en México: Roberta Saracini bebía en la copa del cosmos, y la joven contrahecha vendía grabados a Alvin Dolman. Pero al menos, todos estaban allí. No los había perdido como si fuera amnésico: eran partes de un diseño dentro de un caleidoscopio. Y algún día cada uno de ellos encontraría su lugar dentro de un orden familiar.

Pero había algo más. En forma similar a lo que le había ocurrido en el jardín del monasterio él estaba consciente de eso y de una manera tal que desafiaba toda posibilidad de expresión verbal. En algún lugar arraigado en el centro más profundo de su ser —esa triste fortaleza tan acosada, bombardeada y arruinada— existía un hogar de luz habitado por el Otro, donde, cuando le era posible retirarse allí, podía sumirse en una comunión de amor tan bendita cuanto breve. Era como si —¿a qué se parecía eso en realidad?— él fuera el sordo Beethoven con su cabeza llena de melodías o como Einstein privado de los conocimientos matemáticos que le permitieran expresar las verdades que había comprendido y dominado como nadie antes que él. Pero este hecho maravilloso no era el único que le ocurría. Había otros. Era incapaz de ordenar a su débil mano o a su entorpecida pierna o incluso a veces a su vacilante lengua que obedecieran a su voluntad, pero en este reducido lugar de luz y de paz, era dueño de sí mismo, disponía libremente de sí mismo como amante del amado. Y era aquí, donde, precisamente, se había llevado a cabo el pacto: "Acepto todo lo que quieras hacer conmigo. Sin preguntas. Sin condiciones. Pero Te ruego que cuando llegue el día del Rubicón otorgues a mi amigo Duhamel y a su mujer la luz suficiente para que pueda amar la alegría. Es un buen hombre y ha sido mezquino solamente consigo mismo".

El neurólogo le dijo que el primero y más grave de los peligros que lo acechaban había sido sobrepasado, que "cru-za-ra-los-dedos-y-ro-gara-un-poquito" para que ésta resultara finalmente una enfermedad de un solo episodio y la recuperación sería buena. Por supuesto, siempre quedarían secuelas y alguno que otro tipo de problemas e inhibiciones, pero en general las perspectivas se mostraban excelentes y podría volver a la vida normal. ¡Pero no todavía! ¡No todavía! Debía entrenarse y hacerlo más dura y tenazmente de lo que lo haría cualquier atleta. El señor Atha estaría a su lado, no sólo para explicarle sino para conducirlo a través de todos los ejercicios, hora por hora, día tras día. ¿Visitantes? Bueno, ¿no sería tal vez preferible esperar un poco, para que le fuera posible enseñar sus adelantos? Solía suceder que los visitantes se emocionaban mucho más que los pacientes.

—… Y además —el señor Atha agregó sus propios y excelentes motivos—, usted es un hombre importante y yo desearía sentirme orgulloso de usted desde el momento mismo en que se presente ante la gente. Deseo que lo vean bien vestido, hablando bien, moviéndose con soltura… con
panache
¿no le parece?

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