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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (51 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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—Y sin embargo —dijo Waldo Pearson suavemente— eso no es lo que escribió. Lo que aparece en esas páginas suyas es la conversación de un confiado niño con su amante padre.

—Entonces, ¿quién soy yo? —preguntó Jean Marie con un raro, semihumorístico pesar—. ¿El equilibrado inglés, el incrédulo Tomás, el ilusionado profeta o el payaso que, en su corazón, sigue siendo un niño? O tal vez no soy ninguno de esos, sino alguien completamente diferente.

—¿Quién, por ejemplo?

Jean Marie terminó de destruir los últimos pedazos de la caña que aún conservaba en las manos, lanzó los restos dentro del agua y los miró mientras flotaban arrastrados en la estela del lento ondular de los cisnes. Y por un largo momento, permaneció inmóvil y silencioso, antes de responder a la pregunta que le había sido hecha.

—Me dispuse a mí mismo a no ser sino la caña pensante, pronta para plegarse ante el viento del Espíritu; pero una caña es también un tubo hueco dentro del cual otros hombres pueden tocar una música ajena a mí.

Waldo Pearson tomó su brazo y lo condujo lejos del lago hacia un invernadero que se apoyaba sobre la muralla del jardín patinada por el tiempo.

—Nuestra uva está madura y estoy muy orgulloso de ella. Me gustaría que la probara.

—¿Hace su propio vino?

—No. La nuestra es uva de mesa. —Y tan casualmente como se había salido del tema, Pearson volvió á él—. Me parece que lo que ha estado tratando de explicarme corresponde a los síntomas de una crisis de identidad. Comprendo eso, porque yo he sufrido la misma experiencia. Después de doce años en el Parlamento, cinco de ellos formando parte del Ministerio, me sentí perdido, desorientado, vacío, y entonces, supongo, abierto y ofrecido para todas las manipulaciones. Es bastante aterrador; pero no me pareció, como le parece a usted, que esa situación tuviera nada que ver con el demonio.

—¿Dije eso? —Jean Marie se dio vuelta para enfrentarlo. Se veía confundido y preocupado. Pero Pearson no se conmovió ni se retractó en nada de lo que acababa de afirmar.

—No lo dijo en esas mismas palabras, pero de hecho, lo implicó. Dijo "una música ajena a mí".

—Tiene razón, eso fue lo que dije. Y ahí reside, precisamente, la raíz del problema. Toda la literatura apocalíptica hace referencia a los falsos profetas que engañan al elegido. ¿Puede comprender el horror de semejante idea…?

¿Y si, después de todo, yo fuera uno de ellos?

—Rechazo totalmente semejante pensamiento —dijo firmemente Waldo Pearson— porque si así fuera, no publicaría su libro.

—Yo tampoco creo ser un falso profeta —dijo Jean Marie—, pero lo que sí sé es que en estos momentos se libra en mí una batalla cuyos resultados no están claros. Me siento atraído hacia una salvadora indiferencia. Me siento tentado de perder toda fe en una Deidad amante. Y temo ver a mi frágil y recién adquirida identidad explotar y disolverse en diminutos fragmentos.

—Me pregunto —dijo Waldo Pearson al tiempo que abría la puerta de cristales del invernadero- si la rigidez de su obediencia no constituye un error; el debate es saludable y necesario aun en la Iglesia, mientras que el silencio auto-impuesto puede ser muy desmoralizador. Por lo menos eso fue lo que descubrí cuando estuve en el Ministerio. A veces es preciso hablar, si no se quiere morir.

—Pero hay una diferencia —Jean Marie se había relajado y había recuperado su habitual buen humor—. En el Ministerio uno no tiene que enfrentarse con Dios.

—Está más equivocado que el demonio —dijo Waldo Pearson—. Dios está sentado ahí mismo, en el lugar del diputado.

Ambos rieron. Pearson cortó un racimo de grandes uvas negras, lo dividió y ofreció un puñado de ellas a Jean Marie, que las paladeó e indicó, con un movimiento de cabeza, su aprobación.

—Tengo una proposición que hacerle. —Decididamente, Pearson era aficionado a los súbitos cambios de tema—. Usted necesita de un foro donde hacerse oír y al mismo tiempo de un acceso fácil a los hombres que toman las decisiones en este país. Yo necesito de alguien que hable en lugar mío en la comida del Carlton Club. Había conseguido al Primer Ministro, que desgraciadamente tiene en ese mismo momento, una reunión cumbre en Washington. Necesito alguien que sea a la vez importante e interesante. Faltan tres semanas. Para entonces, probablemente habrá terminado con las cartas. Se trata de una reunión privada y todo lo que se dice allí es privado también. Hasta ahora, nunca se ha quebrado esa regla… Los miembros del Club pertenecen a lo que en Francia llaman Le Pouvoir, aunque el ejercicio que se hace de ese poder es menos drástico de lo que la gente imagina. Me haría un favor y además le serviría para propagar su mensaje.

—¿Y de qué debería hablar?

—De su abdicación. Los motivos que la produjeron y lo que ocurrió después. Quiero ver la cara de mis colegas cuando les cuente que conversó con Dios. No estoy bromeando. Todos ellos lo invocan. Pero usted es el único hombre que conozco que proclama haber recibido una revelación privada y que ha puesto su cabeza en el patíbulo para dar testimonio de lo que afirma. Ellos estarán preparados a oír a un santurrón de ojos saltones y enloquecidos. Dígame que aceptará.

—Muy bien. Pero si debo hablar en inglés tendré que escribir el texto. ¿Querría revisarlo?

—Por supuesto. No puedo decirle lo dichoso que me siento… ¿Y estamos de acuerdo en que el motivo de su presencia aquí es la discusión y preparación de los planes para un libro, posiblemente varios libros?

—De acuerdo.

—Espléndido. Ahora dígame lo que piensa de esta uva. El parronal proviene de cepas originales del "Great Vine" de Hampton Court…

Todo ello era tan británico y sub-entendido que el significado de semejante invitación pasó completamente inadvertido para Jean Marie. Y por otra parte, estaba tan interesado en las particularidades y la originalidad de la propiedad de Pearson, que olvidó contarle a Adrian Hennessy lo del Carlton Club y sólo vino a recordarlo cuando se hallaban a mitad de camino de regreso a Londres. Hennessy quedó tan impactado que estuvo a punto de estrellar el auto.

—¡Mi Dios! La inocencia de este hombre. ¿Comprende lo que le ha sucedido?

—He sido invitado a hablar en una cena en un Club de caballeros —dijo amablemente Jean Marie—. Le aseguro que puedo estar a la altura de la ocasión. De ninguna manera creo que sea nada tan formidable como dirigirse a una audiencia en la plaza de San Pedro o hacer una visita papal a Washington.

—Pero puede tener una importancia del demonio para usted —dijo Hennessy con irritación—. Pearson es un viejo zorro muy sagaz. Lo invita al Carlton Club, que es la fortaleza de la política conservadora. Lo presenta como el orador sustituto del Primer Ministro en una de las tres comidas políticas más importantes del año. Eso es casi como ser canonizado por los ingleses. Si hace un buen discurso —y si entretanto no cae bebido bajo la mesa, o le lanza huesos de pollo al presidente del Club— su reputación está hecha. Desde ese momento puede levantar el teléfono y hablar con quien desee y cuando lo desee en Whitehall o en Westminster y será naturalmente la mitad de vulnerable de lo que es ahora. Por todas las cancillerías del mundo correrá la voz de que usted forma parte de los privilegiados de Inglaterra. Eso tendrá en Francia un efecto inmediato, porque todo lo que ocurre en el Carlton Club es estudiado y muy cuidadosamente, al otro lado del canal. Petrov también se enterará de ello y los americanos. Los miembros del Carlton gustan de educar a los huéspedes que invitan.

—Hennessy, amigo mío, si alguna vez me reeligen papa, lo nombraré mi cardenal camarlengo.

—¡No! A menos que cambie usted las leyes del celibato. En el Renacimiento no lo hubiera hecho mal, pero no en estos tiempos… Lo que me hace recordar. ¿Qué piensa ponerse para la cena en el Carlton?

La pregunta cogió por sorpresa a Jean Marie.

—¿Me está preguntando por la ropa que voy a llevar esa noche?

—Precisamente. Todos los otros caballeros irán vestidos de etiqueta. ¿Cómo, pues, se presentará usted? ¿Como clérigo de su rango? ¿Una cruz pectoral, un corbatín rojo? Si va como laico espero que no se atreverá a ir con un traje arrendado. Veo que se ríe, monseñor, pero le aseguro que el asunto es importante. El protocolo francés es muy claro y preciso: "tic-tac" y usted sabe inmediatamente cuál es el orden de precedencia. Pero los ingleses —Dios bendiga sus calcetines de algodón— hacen las cosas de manera muy diferente. Usted puede ser aquí elegante y despreciado, andrajoso y admirado, excéntrico y respetado. Si es un genio, puede incluso ostentar en su solapa los restos de su sopa del año pasado. Pero en todo momento ellos estarán observándolo para ver cómo se comporta dentro de sus hábitos de escena. —Dio un brusco viraje para adelantarse a un camión de bebidas—. La suerte de las naciones bien pudiera depender del corte de su smoking.

—Bien, entonces démosle toda la atención que merece —dijo alegremente Jean Marie Barette—. ¿Puede encontrar para mí un buen sastre italiano? Necesito a alguien que posea en un muy alto grado el sentido del teatro.

—El mejor —dijo Hennessy—. Angelo Vittucci. Es capaz de hacer que un gordo Baco se asemeje a Mercurio en calzoncillos. Lo llevaré mañana a verlo. Sabe, monseñor… —enderezó el auto hacia la entrada de la autopista y empujó el acelerador a fondo— estoy comenzando a quererlo. Para un hombre de Dios tiene usted un sentido muy mundano del humor.

—Usted sabe lo que dijo Pascal:
"Diseur de bons mots mauvais caractère"
.

—¿Por qué? —preguntó Adrian Hennessy con impresionante seriedad— ¿Por qué la compañía de la gente de mal carácter es una agradable compañía?

—Somos la mostaza que sazona la carne —dijo Jean Marie con una sonrisa—, si no hubiera nada que componer y si nadie necesitara salvarse, este mundo sería muy aburrido. Usted y yo estaríamos cesantes.

—Si me disculpa la expresión —Hennessy con la ruta despejada frente al automóvil se preparó para disfrutar de la conversación—, el que está cesante es usted. Yo al contrario me estoy esforzando por encontrarle un trabajo de tiempo completo… Ahora siéntese bien y escuche de nuevo este canto. Creo realmente que puede ser un gran éxito. —Deslizó una cinta grabada dentro de la grabadora y momentos después estaban oyendo la canción que sobre el tema de Juanito el payaso había compuesto Florent de Basil. La cinta había sido dispuesta para demostrar las diversas formas en que el canto podía ser expresado y bajo todas ellas había mantenido su plenitud. Las palabras eran muy sencillas y el ritmo contagioso, pero sobre todo la melodía tenía una rara, nostálgica cualidad que resonaba directamente en el corazón.

"Grandes botas, lacias ropas,

Rostro pintado, nariz de botón,

Este es Juanito el payaso.

Juanito, Juanito, golpeado y humillado,

Juanito, Juanito, zurrado y desplomado,

Juanito pateado y Juanito remendado,

Juanito cazado y Juanito derrotado,

Por tanta risa ¿quién da las gracias?

¿Quién da abrazos y besos después?

¿Está solo Juanito también?

Sonrisa cómica, ojo saltón

¿Quién sabe si es risueño o llorón?

Sólo Juanito, Juanito el payaso".

Al apagarse las últimas notas de la canción, Hennessy cerró el contacto de la grabadora y preguntó:

—Bien. ¿Qué le ha parecido?

—Siempre encantador —dijo Jean Marie—. Evocador, también. ¿Cómo piensa utilizarlo?

—En estos momentos estamos discutiendo los términos de un contrato con una de las más grandes compañías de grabación y distribución de canciones. Ellos se encargarán de hacer grabar la canción por uno de sus cantantes de mayor cartel y la lanzarán al mercado justo antes de la publicación del libro. Entonces, si mis previsiones son justas, otros cantantes comenzarán a su vez a cantarla hasta que se transforme en un éxito sin precedentes. Y eso proveerá inmediatamente una relación audiovisual con la publicidad del libro.

—Nuestro amigo Florent tiene mucho talento y es muy atrayente; tal vez, sería preferible que fuera él en lugar mío al Carlton Club y cantara allí.

—La primera lección que hay que aprender en este negocio —le advirtió Hennessy— es que jamás hay que ceder a otro una buena invitación como ésta que ha recibido. Puede que nunca se la vuelvan a hacer.

Dos días después, alertado por teléfono sobre el cambio producido en la situación de Jean Marie, el hermano Alain llegó a Londres. Como siempre, estaba lleno de solicitud y de preocupaciones casi todas ellas irrelevantes. ¿No sería acaso el hotel de Jean Marie un poquito demasiado modesto? ¿No sería conveniente que agasajara a algunos nobles de antigua raigambre católica como los Duques de Arundel y Norfolk? Si el embajador de Francia pudiera ser invitado al Carlton Club, el clima de París cambiaría inmediatamente.

Jean Marie escuchó pacientemente y estuvo de acuerdo en darle la debida consideración a todos los problemas planteados por su hermano. Lamentaba saber que Odette había caído víctima de la gripe, y estaba encantado de enterarse de que una de sus sobrinas no tardaría en comprometerse en matrimonio y que la otra estaba comenzando a salir con un joven de excelentes perspectivas que trabajaba en el Ministerio de Defensa. Fue solamente cuando había transcurrido más de la mitad de la comida —los hermanos estaban cenando en "Sophie's", un pequeño lugar en un rincón de Sloane Street— que Alain comenzó a hablar con mayor soltura de sus inquietudes personales.

—…No puedo negarte, Jean, que el mercado monetario parece haber enloquecido. En las bóvedas suizas hay una gran cantidad de oro atesorado y el precio mismo del oro se ha ido a las nubes. Estamos respaldando acuerdos comerciales sobre toda clase de materias primas en todo el mundo: metales básicos, metales raros, aceites minerales, aceites vegetales, azúcar de caña, azúcar de betarraga, madera y carbón coke… No hay barcos en cantidad suficiente para transportar esta enorme masa de productos de manera que estamos arrendando barcos de desecho que hubieran debido ser retirados de la circulación hace ya muchos años y las compañías aseguradoras están cobrando sumas astronómicas para asegurar los barcos y sus cargamentos. Y aun así, ¿cómo es posible pagar nada con monedas que sufren, una inflación del diez por ciento al día…? Dios no debería oír lo que voy a decir, Jean, pero la verdad es que necesitamos una guerra, aunque solo para poner fin, de una vez por todas, a esta locura.

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