—La Visión nos exige hacer progresar a la causa de su Oscura Majestad en todas las cosas y todos los campos. Quitar la vida a este hombre no ganaría nada para la causa. Su alma volaría hasta Paladine, que sería el que saldría ganando, no nosotros. No obstante, si trocamos la vida de este joven por alguna otra cosa, algún poderoso artefacto mágico que los hechiceros de Wayreth tengan en su poder...
La expresión severa de la Señora de la Noche se suavizó. Observó a Palin con gesto especulativo y, cosa rara, hizo otro tanto con Steel.
—Quizá —se la oyó musitar para sí misma— sea ésta la razón. Muy bien —dijo en voz alta—. Me inclino ante vuestro buen juicio, subcomandante Trevalin. Hay algo que aceptaríamos como rescate de Palin Majere. —Hizo un pausa efectista.
—¿Y qué es ello, señora? —inquirió Trevalin, impaciente por seguir con sus cometidos.
—Queremos que los hechiceros abran el Portal al Abismo —dijo la Señora de la Noche.
—Pero... ¡eso es imposible! —gritó Palin.
—La decisión no es tuya, joven —replicó fríamente la Señora de la Noche—. Estas bajo la jurisdicción del Cónclave de Hechiceros. Ellos serán quienes decidan. Abrir el Portal no es como entregar el Bastón de Mago. Esa decisión le corresponde al Cónclave.
—Pedís algo a lo que no se accederá..., a lo que no se puede acceder. —Palin sacudió la cabeza—. Es imposible. Podéis disponer de mi vida ya y así no perderéis el tiempo. No podría morir en mejor compañía —añadió suavemente, con la mano apoyada en el hombro de uno de sus hermanos muertos.
—Se ha dictado sentencia, Túnica Blanca. Eres nuestro prisionero y debes someterte a nuestra voluntad. —Trevalin se mostraba firme—. Viajarás en compañía del caballero Brightblade a la Torre de Wayreth, donde informarás sobre tu rescate al Cónclave de Hechiceros. Si rehusan, tu vida, que está en prenda, nos pertenecerá. Se te traerá de vuelta para que mueras.
Palin se encogió de hombros, en silencio, sin importarle que fuera de una u otra manera.
—Tú, Steel Brightblade, eres responsable del prisionero —continuó el oficial—. Si escapa, rompiendo su libertad bajo palabra, se exigirá tu vida a cambio. Serás sentenciado a morir en su lugar.
—Lo comprendo, subcomandante —dijo Steel—. Y acepto el castigo.
—Tienes quince días para llevar a cabo el viaje. La primera noche en que las lunas roja y plateada estén ambas en el cielo, deberás presentarte ante mí, tu comandante, tanto si has tenido éxito en la empresa como si has fracasado. Si tu prisionero escapa, deberás informarme de inmediato, sin demora alguna.
Steel saludó y después se marchó para ensillar su dragón azul. Trevalin volvió, más que satisfecho, a sus obligaciones y ordenó a un escudero que preparara a los dos cadáveres para el transporte. Los cuerpos de los otros caballeros se cargaron en una carreta para ser trasladados a la tumba. Palin permaneció cerca de sus hermanos, haciendo todo lo posible para limpiar la sangre de los cuerpos y cerrar los ojos velados y fijos.
Lillith no se apartó de Palin, observándolo intensa, atentamente. No es que temiera que intentara escapar, sino que buscaba algo, alguna clave. ¿Por qué, entre todos los magos jóvenes que había en el mundo, había tenido que ser éste el que habían enviado aquí, a librar esta batalla? ¿Por qué había sido el único superviviente? Y, lo más importante, ¿por qué se había propiciado que Palin Majere entrara en contacto con su primo, Steel Brightblade?
Evocó las imágenes de los dos, caminando juntos, hablando. No existía una semejanza familiar evidente. De hecho, a primera vista, los dos no podían ser más distintos. Steel Brightblade era alto, musculoso, bien formado. El cabello, largo, oscuro y rizoso, enmarcaba un rostro de rasgos fuertes y bien proporcionados; los ojos eran negros, grandes, de mirada intensa. Era, indiscutiblemente, un hombre atractivo. Pero, aunque muchas mujeres miraban a Steel con admiración una vez, no solían hacerlo de nuevo. Era bien parecido, desde luego, pero ahí terminaba toda la atracción. Para todos resultaba obvio que pertenecía, en cuerpo y alma, a una severa dueña: la guerra.
Sólo la guerra podía satisfacer su pasión, sus deseos. Su frío, orgulloso y altanero semblante sólo cobraba vida durante la carga, durante el combate. El estrépito metálico de las armas al chocar era la música que adoraba; el canto de desafío, el único canto de amor que entonaría jamás.
En contraste, su primo, Palin Majere, era de constitución ligera, la estructura ósea, fina, con el cabello castaño rojizo y la tez clara. Sus ojos, inteligentes y de mirada penetrante, le recordaron a su tío de inmediato. La Señora de la Noche había visto a Raistlin Majere una vez, y había reconocido a su sobrino nada más ponerle los ojos encima. Era por las manos, pensó. Poseían el toque delicado, diestro, de las de su tío.
Primos, con la misma sangre corriéndoles por las venas. Sí, el parecido estaba ahí, en el espíritu, ya que no en el físico. Steel conocía su fuerza. Palin todavía tenía que descubrir la suya. Pero estaba en él del mismo modo que lo había estado en su tío. ¿Qué hacer para que redundara en beneficio de su Oscura Majestad? Porque, desde luego, ¡tenía que haber una razón para que los dos se hubieran encontrado!
Nada de coincidencias. No, aquí había un gran plan en marcha, pero la Señora de la Noche aún era incapaz de desentrañarlo. La respuesta acabaría revelándose. De eso no le cabía la menor duda. Tenía que tener paciencia, simplemente. Y así, observó y esperó.
Palin —que creía tal vez estar a solas, o bien no le importaba la presencia de la hechicera— empezó a hablar con sus hermanos:
—Fue culpa mía, Tanin —dijo quedamente con una voz ronca por el llanto—. Tuve la culpa de que murieras. Sé que me perdonas. Siempre me perdonaste, hiciera lo que hiciera. Pero ¿cómo voy a perdonarme a mí mismo? Si mi magia hubiera sido más poderosa, si hubiera estudiado con más ahínco, si hubiera aprendido más conjuros... Si no me hubiese quedado paralizado por el miedo, olvidando todo lo que sabía, no te habría fallado al final. Si me hubiera parecido más a mi tío...
¡Parecido más a mi tío!
Lillith oyó la frase. Un escalofrío de sobrecogimiento y excitación le erizó el vello de los brazos. Ahora veía el plan. Las ideas de su Oscura Majestad quedaron completamente claras para ella, o al menos tan claras como podrían estarlo en una mente mortal. ¡Tenía que ser eso! Ésta tenía que ser la razón. Los dos nombres —el uno con sus dudas e inseguridad, y el otro con su orgullo altanero— acabarían siendo uno la ruina del otro.
La Señora de la Noche no confiaba en Steel Brightblade. Jamás se había fiado de él; no desde que descubrió su procedencia, su familia. Había argumentado largamente contra su admisión en las filas de élite de los Caballeros de Takhisis. Los augurios eran malos; las piedras de vaticinio profetizaban la perdición.
Una piedra blanca a la izquierda: ése era el padre, Sturm Brightblade, renombrado y reverenciado Caballero de Solamnia, respetado incluso por sus enemigos por su valeroso sacrificio. Una piedra negra a la derecha: ésa era la madre, Kitiara Uth Matar, cabecilla de uno de los ejércitos de los Dragones, renombrada por su destreza e intrepidez en la batalla. Los dos estaban muertos, pero —la Señora de la Noche podía percibirlo— ambos trataban de alcanzar al hijo que habían traído a este mundo por accidente, no a propósito. Todo había ocurrido durante el viaje que realizaron juntos al norte de Ansalon en busca de sus respectivos padres, ambos Caballeros de Solamnia, cinco años antes de la Guerra de la Lanza. No podían formar una pareja más dispar. Al principio Kit pensó que el joven Brightblade, con su firme dedicación y su fervor religioso, era divertido, pero pronto se aburrió de él. El caballero no quería entrar en las tabernas, tachándolas de lugares de perversión; todas las noches recitaba sus plegarias y durante el día reprochaba a Kitiara sus faltas con severidad. Kit habría tolerado todo esto, pero el caballero cometió un grave error: quiso darle órdenes, algo que la guerrera no podía permitir. Kit se propuso darle una lección, demostrarle cuál de los dos era el más fuerte. Pensó en retarlo a un duelo, pero vencerlo con las armas no sería lo bastante humillante, así que ideó otro modo de vengarse: seducirlo. Al principio le resultó un juego divertido. Dejó de discutir con él y le demostró admiración constantemente, alabándolo en todo lo que hacía. El caballero luchó con todas sus fuerzas para refrenar su pasión, pero era humano y su joven sangre, caliente. No tenía ninguna experiencia en este terreno, todo lo contrario que Kitiara, y una noche la guerrera lo sedujo. A la mañana siguiente, Sturm comprendió el alcance de lo que había hecho, y le pidió que se casara con él. Kitiara se rió en su cara y le contó todo su plan; no sólo no lo quería, sino que lo despreciaba. Consiguió lo que se proponía: verlo humillado, avergonzado, y finalmente lo abandonó.
Estaba enferma cuando descubrió que iba a tener un hijo, y quiso interrumpir el embarazo, pero la druida que la atendía le advirtió que también ella perdería la vida si lo hacía. Durante esos meses, Kit vivió con una joven llamada Sara, que la acogió en su casa. Cuando nació el niño, creyendo estar a las puertas de la muerte, la guerrera le contó a Sara quién era el padre y las circunstancias de su concepción, pero le exigió que jurara que jamás se lo revelaría a él; le hizo prometer que lo llevaría con sus hermanastros, Caramon y Raistlin Majere. Sin embargo, Kit se restableció, y a las pocas semanas partió, dejando el niño a cargo de Sara. Esta, al enterarse de la muerte de la guerrera, crió al pequeño como si fuera su hijo. Lo amaba, y sufrió cuando vio que el lado oscuro de su personalidad, heredado de su madre, se imponía sobre el lado luminoso que había heredado de su padre. Luchó para evitarlo, pidiendo ayuda a Caramon Majere y a Tanis el Semielfo, pero el Mal prevaleció, y el joven Brightblade ingresó en las filas de Ariakan.
Aunque en apariencia tranquilo y firme en su lealtad y devoción a la Reina de la Oscuridad, Steel Brightblade debía de ser un tumultuoso mar de conflictos en su interior. Al menos, es lo que sospechaba la Señora de la Noche, y tenía motivo para ello. Steel Brightblade llevaba la espada de un Caballero de Solamnia, la espada de su padre. Y también llevaba (aunque esto era un secreto muy bien guardado) una joya de manufactura elfa. Conocida como la Joya Estrella, sólo era una prenda que se intercambiaba entre enamorados. A Sturm Brightblade se la había dado Alhana Starbreeze, reina de los elfos silvanestis, durante la Guerra de la Lanza. Y Sturm Brightblade —o más bien el cadáver de Sturm Brightblade, si se daba crédito a lo que decía Steel— le había entregado la joya a su hijo.
Una piedra blanca a la izquierda, una piedra negra a la derecha, y en el centro una piedra marcada con una fortaleza. Y, por encima de ésta, una piedra marcada con fuego. Así interpretó Lillith los símbolos: el joven estaba dividido en dos y su conflicto interno desembocaría en desastre. ¿Qué otra cosa podía representar una fortaleza arrasada por las llamas?
La Señora de la Noche había argumentado largo y tendido, pero nadie la escuchó. Incluso la Señora de la Calavera, una poderosa sacerdotisa —una mujer muy, muy vieja de la que se decía era la favorita de la reina Takhisis— había recomendado que Steel fuera admitido como caballero.
—Sí, lleva la Joya Estrella —farfulló la vieja arpía a través de una boca desdentada—. Es la única grieta en su coraza de hierro. La utilizaremos para ver lo que hay en su corazón y, desde esa ventajosa perspectiva, ¡veremos lo que guardan los corazones de nuestros enemigos!
Necia vieja balbuceante.
Pero la Señora de la Noche lo comprendía ahora. Arrojó la idea sobre el negro lienzo que era su mente, del mismo modo que arrojaba sus piedras vaticinadoras. Cayó con limpieza sobre la mesa, sin rodar ni tambalearse, situada boca arriba. Meditabunda, eligiendo con cuidado sus palabras, se acercó al joven mago.
—Has mencionado a tu tío —dijo, de pie junto a Palin y mirándolo desde arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho—. No lo llegaste a conocer, ¿verdad? No, claro que no. Eres demasiado joven.
Palin guardó silencio y aferró el Bastón de Mago con más fuerza. El joven había hecho por sus hermanos todo cuanto estaba en su mano. Ahora sólo quedaba la amarga tarea de llevarlos a casa, de dar la terrible noticia a sus padres. Se encontraba en un momento de debilidad, vulnerable. La tarea de la Señora de la Noche era casi demasiado fácil.
—Raistlin dejó este mundo antes de que nacieras.
Palin alzó la vista y, con sólo esa fugaz mirada, lo reveló todo, aunque siguió sin decir una palabra.
—Dejó este mundo y eligió permanecer en el Abismo, donde lo atormenta a diario nuestra temida señora.
—No —lo provocó a responder—. No, eso no es cierto. A mi tío le fue concedida la paz del descanso por su sacrificio. Paladine se lo reveló a mi padre.
Lillith se arrodilló para ponerse a la misma altura que el joven y se acercó a él. Era una mujer atractiva y, cuando lo quería, podía resultar encantadora, tan fascinante como una serpiente.
—Eso es lo que dice tu padre. ¿Qué otra cosa podía decir, si no?
Notó que el joven rebullía inquieto a su lado y sintió despertar la emoción en lo más profundo de su ser. Él no la miró, pero la mujer se dio cuenta de sus dudas. El chico había pensado sobre esto con anterioridad. Creía a su padre, pero una parte de él se resistía. Esta duda era la grieta en su armadura. A través de esa grieta, deslizó su cuchilla mental envenenada.
—¿Y si tu padre se equivoca? ¿Y si Raistlin Majere vive? —se acercó aún más al joven—. Te llama, ¿verdad?
Fue dar un palo de ciego, pero la Señora de la Noche supo de inmediato que había acertado en el blanco. Palin se encogió sobre sí mismo y agachó los ojos.
—Si Raistlin regresara a este mundo, te tomaría de aprendiz. Estudiarías con el mago más grande que ha caminado por este plano existencial. Tu tío ya te ha hecho un valiosísimo regalo. ¿Qué más no haría por su amado sobrino?
Palin la miró de reojo, sólo de soslayo, pero la hechicera vio en el fondo de sus ojos la chispa que encendía el fuego que acabaría consumiéndolo.
Satisfecha, la Señora de la Noche se incorporó y se alejó. Ahora podía dejar solo al prisionero. Estaba a buen recaudo, enredado en los lazos de la tentación. E, inadvertidamente, arrastraría a su primo con él. Ésa era la razón de que la Reina Oscura hubiera hecho reunirse a los dos.