De lo siguiente que Usha fue consciente fue de que estaba tendida en el suelo, mirando el rostro preocupado de uno de los kenders. Éste parecía mayor que los demás; una trama de marcadas arrugas le rodeaba los ojos, en tanto que otras, las arrugas risueñas, le enmarcaban la boca. El cabello, largo y con hebras grises, lo llevaba recogido en un copete y le caía sobre el hombro. Su rostro era agradable, amistoso y curioso como el de un niño o como los de todos los otros kenders, pero parecía más maduro que los demás.
Cuando cualquiera de los kenders se acercaba demasiado, éste lo ahuyentaba. Incluso los elementos más duros de la población humana, que también estaban encerrados en la celda, parecían respetarlo pues también ellos mantenían las distancias.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Usha mientras se esforzaba por sentarse.
—Te desmayaste —explicó el kender—. Y creo que deberías seguir tumbada un poco más. A mí nunca me ha pasado, que yo recuerde. No dejo de pensar que me gustaría experimentarlo alguna vez, pero nunca lo consigo. ¿Cómo te encuentras? El guardia dijo que probablemente perdiste el conocimiento porque no habías comido desde hacía tiempo y que ya volverías en ti. ¡Y así ha sido! ¿Tienes hambre? Dentro de una hora, más o menos, nos traerán algo de pan y sopa. La comida es buena aquí. Palanthas tiene una cárcel muy buena, una de las mejores de Ansalon. ¡Qué ojos tan peculiares tienes! Son de un tono dorado, ¿verdad? Desde luego, me resultas familiar. ¿No nos hemos conocido antes? ¿Has estado alguna vez en Solace?
—No —contestó con cansancio Usha. La charla del kender era reconfortante, pero sus interminables preguntas la aturdían—. Nunca oí hablar de Solace.
Se encontraba fatal. Le dolía la cabeza y el estómago vacío le daba pinchazos. El Protector le había advertido que fuera cauta con los kenders, pero éste era la primera persona que le había hablado con amabilidad. Miró a su alrededor y reparó en que tenía la cabeza recostada en lo que probablemente era —a juzgar por el fuerte color verde que era igual al de las calzas que llevaba— la chaqueta del kender.
Usha se sintió agradecida e intentó esbozar una sonrisa.
—¿Quién eres? —preguntó.
El kender pareció consternado primero, y luego desazonado.
—¿No me he presentado? Supongo que no. Iba a hacerlo cuando te desplomaste. —Le tendió una mano pequeña, de piel morena—. Me llamo Tasslehoff Burrfoot, aunque mis amigos me llaman Tas. ¿Cuál es tu nombre?
—Usha. —La muchacha aceptó su mano y la estrechó con solemnidad.
—¿Sólo Usha? La mayoría de los humanos que conozco tienen nombre y apellido.
—Sólo Usha.
—Bueno, es un nombre bonito. Tanto como para valer por dos juntos. —El kender la observó con detenimiento—. ¿Sabes, Usha? En verdad me recuerdas a alguien. Me pregunto quién puede ser.
Usha no tenía ni idea y tampoco le importaba. Cerró los ojos, sintiéndose protegida por su nuevo amigo, se relajó y se dejó arrullar por el sueño.
En el estrecho filo entre el sueño y la vigilia, oyó musitar al kender con tono de sobrecogido asombro:
—¡Lo tengo! Tiene los ojos dorados... ¡como Raistlin!
La hechicera.
La sorpresa de la dama Jenna
El aroma de la sopa caliente despertó a Usha de su corto sueño. Se sentía mejor después de este breve descanso. Recostada contra el muro de piedra, se tomó el espeso caldo de gallina en una desportillada escudilla de loza mientras se preguntaba qué iba a pasar con ella después. Al menos había solucionado el problema de dónde iba a dormir.
Ya era de noche y la celda estaba oscura, alumbrada sólo por la luz de unas pocas antorchas chisporroteantes que había en la pared de la entrada de la prisión.
El kender, Tas, se tomó su ración de sopa y luego le ofreció a Usha su trozo de pan moreno.
—Toma, todavía tienes cara de hambre.
Usha se había terminado su pan en tres bocados. Vaciló.
—¿Seguro que no lo quieres tú? —preguntó.
—No, tranquila. —Tas sacudió la cabeza—. Si me da hambre, seguramente encontraré algo para comer en mis saquillos. —Señaló varias bolsas abultadas que llevaba repartidas por su esbelto cuerpo.
—¿Por qué dejaron que conservaras tus cosas? —Usha tenía el ceño fruncido—. A mí me las quitaron.
—Oh, siempre ocurre lo mismo. —Tas se encogió de hombros—. No sé muy bien por qué, pero nunca nos quitan nada a los kenders. Tal vez sea porque no disponen de sitio para guardar tanto. Tenemos costumbre de ir cogiendo cosas durante nuestros viajes. O puede que sea porque resultaría difícil aclarar a quién le pertenece qué por la mañana. No es que a nosotros nos importara eso mucho. Los kenders —señaló a los otros miembros de su raza, que ahora se dedicaban a tirarse migas de pan los unos a los otros— lo compartimos todo.
—Igual que los míos —dijo Usha sin darse cuenta.
—Los tuyos. ¿Y quiénes son los tuyos? ¿De dónde vienes? Desde luego, no eres de por aquí cerca, eso es seguro. —Tas asintió enfáticamente con la cabeza.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Usha, haciendo caso omiso de la pregunta de Tas.
—Bueno... —El kender la miró fijamente, haciendo una pausa para reflexionar—. Para empezar, vas vestida de manera diferente. Hablas de manera diferente. Son las mismas palabras, pero las pronuncias de un modo peculiar. Y por lo menos eres un centenar de veces más guapa que cualquier mujer que he visto en mi vida, con excepción de Laurana, que es esposa de Tanis, aunque probablemente tú no lo conoces, ¿verdad? No, eso pensaba yo. Ah, y Tika. Se casó con Caramon. ¿Lo conoces a él? Tenía un hermano gemelo llamado Raistlin.
Tas miró a la muchacha de forma rara mientras hacía este último comentario. Usha recordó haber oído el nombre de Raistlin antes de quedarse dormida, pero no lo que el kender había dicho sobre él. Tampoco es que importara mucho. Nunca había oído hablar de ninguno de ellos, y así se lo dijo al kender.
—En cuanto a que soy guapa, sé que tu intención es buena, pero no tienes por qué mentirme. Sé cómo soy. —Usha suspiró.
—¡No te estoy mintiendo! —protestó Tas—. Un kender
nunca
miente. Y, si no me crees, pregunta a esos hombres de allí, los que están en aquel rincón. Estaban hablando de ti. Bueno, puede que sea mejor que no les preguntes nada, después de todo. Son una pandilla de cuidado. ¡Son
ladrones! -
-añadió en un susurro escandalizado.
Usha estaba algo desconcertada.
—¿Tú no eres un ladrón? —inquirió.
—¡Por las barbas del gran Paladine, no! —Los ojos del kender estaban muy abiertos en un gesto de indignación.
—Entonces, ¿por qué estás en prisión?
—Un error —contestó Tas alegremente—. Es lo que siempre nos pasa a los kenders, ¡y además a diario! ¿Puedes creerlo? Por supuesto, saben que es una equivocación —dijo, señalando con la barbilla al carcelero—. Nunca presentan cargos contra nosotros, y nos dejan marchar por la mañana. Se pasan el día cogiéndonos y trayéndonos a todos aquí por la noche. Así todos tenemos algo que hacer, ¿entiendes?
Usha no lo entendía. Además, estaba dándole vueltas a la cabeza para encontrar la forma de conseguir información del kender sin levantar sospechas.
—Tal vez puedas explicarme una cosa, Tas. De donde yo vengo, la gente vive de una manera muy parecida a vosotros. Lo compartimos todo. Pero aquí, todos parecen tan... bueno, tan codiciosos. Cogí unas manzanas a un hombre porque tenía hambre. Estaban pasadas y tendría que haberlas tirado, de todas formas. ¿Por qué se enfadó tanto? Y esa mujer... El pan habría estado duro por la mañana.
—Sé lo que quieres decir. Todo tiene que ver con
cosas -
-explicó Tas—. A los humanos les entusiasman las
cosas.
Les gusta poseerlas, y cuando se cansan de ellas, no las regalan, sino que exigen otras cosas a cambio. Recuérdalo y así te irá bien. Por cierto, ¿de dónde eres, Usha?
Era una pregunta hecha a la ligera. El kender sentía curiosidad, seguramente, pero Usha recordó la advertencia del Protector de que no revelara que había estado viviendo con los irdas.
—Soy un poco de todas partes, en realidad —respondió, mirando al kender con disimulo para ver su reacción—. Voy de aquí para allá, sin quedarme nunca mucho tiempo en el mismo sitio.
—¿Sabes una cosa Usha? Serías una kender estupenda —le dijo Tas con admiración—. ¿Y dices que nunca has estado en Solace?
—Oh, puede que sí. Todos los sitios se parecen. ¿Quién recuerda sus nombres?
—¡Yo! Hago mapas. Pero la razón de que te haya preguntado sobre Solace es porque te pareces a...
Sonó el tintineo de llaves en la puerta de la celda y el carcelero entró. Esta vez llevaba un bastón con el que mantenía a raya a los kenders. Escudriñó la oscura celda con los ojos entornados.
—¿Dónde está la nueva prisionera? Alguien quiere hablar contigo.
—¿Conmigo? —Usha pensó que el hombre tenía que estar equivocado.
—Sí, contigo. Vamos, muévete. La dama Jenna no puede perder toda la noche aquí.
Usha miró a Tas con gesto interrogante.
—La dama Jenna es una Túnica Roja —le informó él—. Dirige una tienda de productos para magos que tiene en la ciudad. ¡Un sitio realmente maravilloso!
—¿Y qué querrá de mí?
—El carcelero siempre la llama para que inspeccione cualquier cosa que confisca que piensa que puede ser mágica. ¿Llevas algo que pueda ser mágico?
—Puede ser. —Usha se mordió los labios.
—¡Tú, ladrona de manzanas! —El carcelero empujaba con la punta del bastón a los kenders, que no paraban de reírse—. ¡Acércate de una vez!
—Vamos, Usha. —Tas se puso de pie y le tendió la mano—. No tengas miedo. La dama Jenna es muy agradable. Ella y yo somos viejos conocidos. Me han echado de su tienda infinidad de veces.
Usha se incorporó, aunque no aceptó la mano del kender. Con una expresión de despreocupada indiferencia, caminó sin ayuda hacia la reja de hierro.
El carcelero la dejó salir y agarró a Tasslehoff justo cuando el kender se escabullía a la sombra de Usha.
—Vamos a ver. ¿Adónde crees que vas, maese Burrfoot?
—A saludar a la dama Jenna, por supuesto. No querría ser descortés.
—Claro, claro. Bien, ahora sé bueno y cortés y apresúrate a entrar de nuevo en esa celda, ¿quieres?
El carcelero dio a Tas un empujón y cerró la puerta de golpe en las narices del kender. Tas se agarró a las barras y se esforzó por ver al otro lado.
—¡Hola, Jenna! —gritó a la par que agitaba sus pequeños brazos—. ¡Soy yo, Tasslehoff Burrfoot, uno de los Héroes de la Lanza!
La mujer, que iba encapuchada con una capa de terciopelo rojo, se encontraba junto al escritorio del carcelero. Volvió la cabeza hacia donde había gritado el kender, esbozó una fría sonrisa e hizo una leve inclinación de cabeza. Luego siguió con lo que estaba haciendo: examinar las posesiones de Usha, que ahora se alineaban ordenadamente sobre el escritorio.
—Aquí está, dama Jenna. Es la que preguntaba por el Amo de la Torre.
La mujer se retiró la capucha de la capa para ver mejor. Era humana, y su rostro era encantador, pero frío, como si estuviera tallado del mismo mármol blanco de algunos edificios. Los ojos oscuros contemplaron intensa y largamente a Usha.
La joven sintió que el estómago se le encogía y que las piernas le temblaban. La boca se le quedó seca al comprender de repente que esta mujer lo sabía todo. ¿Qué le ocurriría ahora? El Protector se lo había advenido. Los humanos consideraban a los irdas tan malos como los ogros... o aún peores. Y los humanos mataban ogros sin piedad.
—Acércate más, pequeña —dijo la mujer mientras le hacía un gesto con una bella y delicada mano—. Ponte a la luz.
La mujer no debía de ser mucho mayor que Usha, pero el aura de misterio, poder y magia que rodeaba a la hechicera Túnica Roja le daba un aire de importancia que nada tenía que ver con los años.
Usha se adelantó con descaro, decidida a no dejar que esta hechicera viera que estaba intimidada. Entró en el círculo de luz. Los ojos de Jenna se abrieron como platos; la mujer adelantó un paso y ahogó un respingo de sorpresa.
—¡Que Lunitari nos asista! —susurró. Con un gesto rápido volvió a cubrirse con la capucha y se volvió hacia el carcelero—. Dejarás a esta prisionera bajo mi custodia de inmediato. Ella y sus pertenencias se vienen conmigo.
La mujer recogió los regalos de los irdas, manejándolos con cuidado y con respeto, y los volvió a guardar en la bolsa de Usha. El carcelero los miraba con profunda desconfianza.
—Entonces, tenía yo razón, ¿verdad, dama Jenna? Son cosas mágicas.
—Estuviste muy acertado al llamarme. Me alegra ver, Torg, que has aprendido la lección de no tocar objetos extraños. Aquel conjuro que echaste de manera accidental sobre ti mismo no era nada fácil de anular.
—¡Nunca volveré a hacer algo así, lo prometo, dama Jenna! —El carcelero se estremeció—. Podéis llevárosla, y que se vaya con viento fresco, pero tenéis que firmar, ya que os hacéis responsable de ella. Como vuelva a robar en un puesto de fruta...
—No robará en más puestos de fruta —lo cortó, tajante, la hechicera mientras cogía las bolsas de Usha—. Vamos, pequeña. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Usha. Y quiero mis cosas —dijo en voz alta, más alta de lo que había sido su intención.
Jenna enarcó las suaves cejas. La muchacha se puso colorada y se mordió los labios.
—Son mías —dijo hoscamente—. No las robé.
—Lo sé —replicó Jenna—. Unos objetos tan arcanos y valiosos no permitirían que nadie los robara. Caería una maldición sobre el que fuera lo bastante necio para intentarlo.
Lanzó una mirada al carcelero, que se azoró, agachó la cabeza y escribió en el libro con afanoso interés. La hechicera le tendió las bolsas a Usha, que las cogió y siguió a Jenna hacia la salida de la cárcel.
—Gracias por sacarme de aquí, señora. Si hay algo que pueda hacer por usted, dígamelo. ¿Dónde está su tienda? Quizá pase por allí alguna vez...
—Sí, claro que pasarás por allí. —Jenna sonreía de nuevo—. Ahora mismo. No te preocupes, Usha. Tengo intención de llevarte exactamente a donde quieres ir.
—¿Y dónde es eso? —preguntó la joven, perpleja, cayéndosele el alma a los pies.
—A ver a Dalamar, desde luego. El Amo de la Torre estará muy interesado en conocerte, Usha.
—¡Puedes apostar a que sí! —intervino una voz aguda que sonó a sus espaldas—. Dile a Dalamar que Tasslehoff Burrfoot lo saluda. Por cierto, Jenna, ¿no crees que Usha se parece un montón a Raistlin?