—Todo va bien —les dijo a Caramon y a Tika, volviendo a hablar en Común—. Porthios ha accedido a dejar que me encargue del asunto. Tika, será mejor que vuelvas junto a Alhana.
Sin comprender, pero aliviada de que el problema se hubiera solucionado, Tika resopló, rezongó por lo bajo, soltó la sartén y corrió escaleras arriba.
Tanis se dirigía a la puerta cuando se dio cuenta de que Caramon estaba desatando cuidadosamente él delantal que llevaba en torno a su amplia cintura. Evidentemente, se preparaba para acompañar a su amigo. Tanis cruzó rápidamente la sala y se acercó a Caramon; puso la mano en el brazo del hombretón.
—Deja que me encargue de esto, Caramon. Puede que se te necesite aquí.
—No, amigo. —El posadero sacudió la cabeza—. Ese chico de ahí fuera puede ser Palin. Si lo es, algo le ha ocurrido.
Tanis volvió a intentarlo, esta vez utilizando otra estrategia:
—Tienes que quedarte y no perder de vista a los elfos. Porthios está desesperado, acorralado. Podría iniciar un conflicto, y no queremos que haya un baño de sangre, ¿verdad? —Caramon vaciló y echó una ojeada el exiliado rey elfo.
»Si es Palin, me ocuparé de él como si fuera mi propio hijo. —La voz le tembló ligeramente al recordar a su querido Gil, al que no había visto y del que no sabía nada desde hacía meses.
Caramon se volvió hacia Tanis y lo observó con firme intensidad.
—Tú sabes algo que no me has dicho.
—Caramon, yo... —El semielfo había enrojecido.
El hombretón suspiró y después se encogió de hombros.
—Ve. Sé que cuidarás de mi muchacho... y de Steel, si es que es realmente él el que está ahí fuera. Quién sabe, quizás haya decidido cambiar de bando, después de todo. Yo estaré vigilado a «don Hosco Severo». —Señaló con el pulgar a Porthios.
—Gracias, amigo mío.
Tanis se marchó antes de que Caramon o Porthios tuvieran oportunidad de cambiar de idea.
Un sitio excelente para una emboscada
En el bosque a las afueras de Solace, Palin y Steel se detuvieron para descansar. Es decir, el joven mago se detuvo para descansar; el guerrero lo hizo para quedarse con él. La herida de Palin le estaba molestando; tenía dolores y estaba agotado. Se hallaba cerca de casa, cierto, pero su regreso al hogar no le traería consuelo, sino la horrible tarea de tener que decir a sus padres que dos de sus hijos habían muerto. Se sentó en el tocón de un árbol.
—Toma, bebe. —Steel le tendió un odre de agua.
El mago lo aceptó y bebió frugalmente, como había aprendido a hacer en ruta con los caballeros. Le devolvió el odre.
—Gracias. Supongo que perdí el mío durante la... en la playa.
Steel no lo oyó ni vio el odre que le tendía. Se encontraban en un pequeño claro que —a juzgar por los juguetes abandonados y los desperdicios esparcidos— los niños del lugar utilizaban como área de recreo. Steel miraba hacia arriba, a uno de los vallenwoods. Palin, siguiendo su mirada, vio un objeto oscuro y pesado entre las ramas. Al principio se sobresaltó, pero después los recuerdos volvieron a su memoria.
—No te alarmes. Sólo es un fuerte en un árbol —dijo—. Mis hermanos solían jugar a la guerra ahí arriba cuando éramos pequeños. Jugar a la guerra... Entonces todo era un juego para nosotros. Ellos eran los guerreros, y yo era su mago. Cuando «morían» yo utilizaba mi «magia» para hacerlos volver a la...
—¿Dices que los niños juegan aquí? —lo interrumpió Steel, hablando en voz alta.
Su mano se cerró con fuerza sobre el hombro de Palin. El gesto del caballero no era de consuelo, comprendió Palin, sobresaltado. El apretón era de advertencia.
—Sigue hablando —instruyó Steel en un susurro. Su mano derecha seguía sobre el hombro de Palin, en tanto que la izquierda empuñaba una daga. El joven mago alcanzó a ver el destello de la hoja debajo de la oscura capa azul de caballero.
Palin se puso tenso, y su mano fue, en un gesto instintivo, hacia su bolsa de componentes de hechizos. Entonces recordó dónde estaba. Esto era
Solace,
¡por todos los dioses!
Se puso de pie con cierta inestabilidad.
—Probablemente sólo sean los niños del pueblo.
Steel lanzó una ojeada breve, centelleante a Palin.
—No son niños. —Su mirada volvió a los árboles—. Son elfos. Haz lo que te diga y no me estorbes.
—¡Elfos! No lo dirás en...
Los dedos del caballero apretaron el hombro de Palin con tanta fuerza que le hicieron daño. El joven mago bajó la voz.
—No hay elfos en cincuenta leguas a la...
—Cierra el pico —advirtió Steel fríamente—. ¿Qué conjuros tienes preparados?
—Yo... eh... —Palin estaba perplejo—. Ninguno. Jamás imaginé... Oye, ésta es mi ciudad...
Un sonido silbante, seguido de otro seco, lo interrumpió. Un astil emplumado se cimbreaba en el tocón donde Palin había estado sentado. La flecha era de manufactura y diseño elfos.
Cinco guerreros elfos saltaron de los árboles y aterrizaron con suavidad en el suelo; levantaron los arcos, las flechas dispuestas y las cuerdas tensas, con tal rapidez que la vista no podía seguir los movimientos. Cuatro flechas apuntaban a Steel. La otra apuntaba a Palin.
El joven miraba boquiabierto a los elfos, asombrado y perplejo. El único pensamiento que le vino a la mente en medio de la confusión fue que, una vez más, había fallado. Aun en el caso de que hubiera memorizado sus conjuros, los pocos que sabía casi no tenían utilidad... o así lo pensaba él. Y en el momento en que hubiera empezado a pronunciar las palabras, probablemente habría muerto, con una flecha atravesándole el corazón.
Steel soltó a Palin. Metió la daga en el cinturón y desenvainó la espada, haciendo frente a sus enemigos.
—Eres una criatura del Mal, aunque ignoro en qué modo —le dijo uno de los elfos a Steel—. Podríamos haberte matado antes, en la calzada. Pero tu conversación con el Túnica Blanca nos interesaba. Eso, y el hecho de que llevas contigo los cadáveres de dos Caballeros de Solamnia. Entonces, tienen que ser ciertos los rumores que nos han llegado. Mi señor estará muy interesado en hablar contigo.
Steel se echó la capa por encima del hombro, dejando a la vista, orgullosamente, la insignia que lucía el peto de su armadura: la calavera y el lirio de muerte.
—Ved esto y ved vuestra perdición. Soy un Caballero de Takhisis. No me importan los rumores que os hayan llegado, y en cuanto a vuestro señor, puede irse al Abismo.
Los elfos tensaron las cuerdas de los arcos.
—Si vas a hacer algo, mago, te sugiero que lo hagas ahora —dijo Steel queda, severamente.
Palin se lamió los labios secos y pronunció la primera y única palabra mágica que le vino a la mente:
—
¡Shirak!
La bola de cristal que remataba el Bastón de Mago se encendió con una luz radiante que cegó momentáneamente a los elfos, que parpadearon y volvieron la cabeza.
—¡Bien hecho! —dijo Steel al tiempo que saltaba hacia adelante, blandiendo la espada en un arco mortífero.
—¡No! ¡Espera! —Palin agarró el brazo a Steel, intentando echarlo hacia atrás.
La luz del bastón se amortiguó y los elfos volvieron a ver, si no perfectamente, al menos lo suficiente. Un flecha se clavó en la manga de la túnica de Palin, y otra chocó y rebotó en el peto de Steel. Las dos próximas darían en el blanco.
—
¡Astanti! -
-sonó la seca orden en el lenguaje que Palin reconoció como elfo qualinesti.
Los elfos bajaron los arcos mientras buscaban el origen de la orden.
—Deponed las armas, todos vosotros —siguió diciendo la voz, hablando ahora en Común—. Tú también, Steel Brightblade.
Sorprendido al oír pronunciar su nombre a su espalda, Steel retrocedió, pero sólo para ver qué nuevo peligro lo amenazaba; mantuvo la espada enarbolada.
Tanis el Semielfo, acompañado por seis guerreros elfos, entró en el claro. Estaba solo y no empuñaba arma alguna, aunque llevaba la espada colgada del cinturón. Su mirada se desvió fugazmente hacia los dos cuerpos cargados en la narria, luego pasó brevemente sobre Palin y Steel, y por fin se enfocó en los guerreros elfos que los habían emboscado.
—Me envía vuestro señor, Porthios —les dijo Tanis, que siguió hablando en Común a fin de que Palin y, sobre todo, Steel pudieran entender lo que estaba diciendo—. Preguntad a vuestros compañeros que vienen conmigo, si no me creéis.
Uno de los elfos que había llegado con Tanis asintió con un breve cabeceo.
—Conozco a estos dos hombres —continuó el semielfo mientras se desplazaba para situarse delante de Palin y de Steel, escudándolos con su propio cuerpo—. Creo que habéis malinterpretado sus intenciones.
—¿Y qué intenciones atribuyes tú a este esclavo de la oscuridad? —replicó uno de los elfos—. ¿Alguna que no sea nuestra destrucción?
—Eso es lo que tengo intención de averiguar —contestó Tanis. Puso la mano en el hombro de Steel, en un gesto de advertencia para que el caballero se controlara—. Confía en mí —le dijo en voz baja—. Confía en mí como lo hiciste en la Torre del Sumo Sacerdote. No te traicionaré. Creo que sé a lo que has venido.
Steel intentó soltarse de la mano del semielfo con una sacudida. La sangre le hervía; estaba ansioso por combatir.
—No puedes vencer —repitió Tanis suavemente—. Morirás inútilmente. ¿Querría eso tu reina?
El caballero vaciló, debatiéndose con el ansia de combate. El fuego se apagó en sus ojos, dejándolos oscuros y helados. De mala gana, envainó su espada con un golpe seco.
—Os toca a vosotros. —Tanis echó una mirada a su alrededor, a los elfos.
Despacio, a regañadientes, bajaron los arcos. No lo habrían hecho si sólo se lo hubiera pedido Tanis, pero el elfo enviado por Porthios imprimió fuerza a la orden con un gesto propio.
—Volved a vuestros puestos —ordenó Tanis—. Dejadnos solos un momento —añadió dirigiéndose a los soldados que lo acompañaban. Los elfos se retiraron al abrigo de los vallenwoods, pero siguieron alertas.
»Dime, hijo. Cuéntame qué ha pasado —preguntó a Palin cuando estuvieron a solas.
La voz amable, el rostro familiar, la idea de las noticias que llevaba, era más de lo que el joven podía soportar. Las lágrimas le nublaron la vista, ahogaron su voz.
—Ten valor —dijo Tanis, que añadió:— Las lágrimas no son algo de lo que uno deba avergonzarse, Palin. Pero hay un tiempo para el llanto, ¡y no es éste, puedes creerme! Necesito saber lo que hacéis aquí, los dos, y necesito saberlo
ahora,
antes de que todos acabemos como una de las prendas que guarda tu madre en el costurero.
Valor, Palin,
sonó un susurro.
Estoy contigo.
El joven mago sufrió un sobresalto, tembló. Había oído esa voz antes, la conocía tan bien como la de su propio padre. O, quizá, mejor. No le había hablado hacía mucho, mucho tiempo.
Pensó que era una señal, sin duda.
Contuvo las lágrimas y relató los sucesos del día anterior y que parecían ser algo muy, muy lejano.
—Nos enviaron a Kalaman para examinar sus fortificaciones y volver con el informe sobre cómo podría defenderse mejor en caso de sufrir algún ataque desde el norte. Éramos un contingente pequeño, puede que unas cincuenta personas en total, pero sólo había unos veinte caballeros. El resto eran escuderos, pajes, paisanos que conducían los carros del equipaje. Pasamos varios meses en Kalaman, supervisando los refuerzos de las fortificaciones. Luego cabalgamos hacia el este, con intención de ir a la Ciudadela Norte. De camino allí... —Hizo una pausa, inhaló temblorosamente, y luego continuó:
»Cabalgamos a lo largo de la costa y acampamos para pasar la noche. El mar estaba en calma, desierto. Al alba, vimos el primer barco.
—Pero tendríais dragones volando con vuestras fuerzas. ¿Cómo es que se les pasó por alto...?
—No teníamos dragones, Tanis —dijo Palin, cuyas pálidas mejillas adquirieron un débil tinte carmesí—. El comandante mayor no lo consideró necesario, no quiso abusar de ellos...
—¡Necios! —dijo Tanis con acritud—. Tendría que haber habido dragones. Tendría que haber habido quinientos caballeros, no veinte. Se lo dije. ¡Se lo advertí!
—En realidad no creyeron una sola palabra de lo que les dijiste. —Palin suspiró—. Sólo nos enviaron con el fin de «aplacarte». Lo siento, Tanis. Es lo que oímos comentar a nuestro comandante. Ninguno de los caballeros se tomó muy en serio lo que estábamos haciendo. Era como si... estuviéramos de vacaciones.
Tanis sacudió la cabeza y echó una mirada a los cadáveres amortajados.
—¿Por qué no regresasteis a la Ciudadela Norte para advertir a los demás?
—Al principio sólo había un barco —explicó el mago sin convicción—. Uno de los caballeros se echó a reír y dijo algo en el sentido de que los habíamos derrotado hacía veintiséis años y que también ahora los venceríamos.
—Necios —repitió Tanis, pero en voz muy baja.
—Nos situamos en posición de combate a lo largo de la playa, esperándolos. Todos bromeaban y cantaban. Entonces... —La voz de Palin tembló—. Entonces apareció un segundo barco, y luego un tercero. Después de eso, perdimos la cuenta.
—Y os quedasteis a luchar. Superados en número por mucho, sin la menor esperanza de salir con bien del enfrentamiento.
—El enemigo podía vernos desde los barcos —replicó el joven mago, a la defensiva—. ¿Qué imagen habríamos dado si hubiésemos huido?
—¿La de personas sensatas? —dijo a su vez el semielfo.
Palin enrojeció hasta las orejas. Bajó la vista hacia los cadáveres, y parpadeó rápidamente para contener las lágrimas.
Tanis suspiró mientras se rascaba la barba.
—¿Murieron todos? —preguntó con suavidad.
Palin tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Fui el único superviviente. —Habló en un tono tan bajo que Tanis tuvo que inclinarse hacia él para poder oírlo.
—¿Tus hermanos, Tanin..., Sturm...?
El joven señaló la narria.
—Que Paladine los guarde —dijo el semielfo. Rodeó los hombros de Palin con su brazo. El muchacho estaba temblando, pero aguantaba bien el tipo—. Deduzco que fuiste cogido prisionero. —Echó una mirada a Steel.
De nuevo, Palin asintió con la cabeza, incapaz de hablar.
—Hasta ahí lo comprendo —continuó Tanis—, pero lo que me desconcierta es por qué has venido
tú,
Steel Brightblade. —La voz del semielfo se endureció—. ¿Fuiste responsable de sus muertes?