Las naves de proa negra resaltaban en contraste con el agua del mar. Botes atiborrados de hombres bogaban hacia la costa. Las alas de innumerables dragones azules ocultaban la luz del sol. En la playa, por la que habían cabalgado para disfrutar del hermoso día, del bello paisaje marino, el pequeño grupo de Caballeros de Solamnia, cogido a descubierto, estaba en clara desventaja ya que el enemigo lo superaba inmensamente en número.
—Si huimos, nos separaremos, nos desperdigaremos —les dijo su comandante, hablando a gritos para hacerse oír sobre el ruido de las olas al romper en la orilla.
—¿Y adonde iremos que estemos a salvo de los dragones? —añadió Tanin—. ¡Nos perseguirán y nos darán caza uno por uno, y siempre se burlarán de la cobardía de los Caballeros de Solamnia!
—Nos quedaremos —dijo el joven mago con firmeza.
—No, Palin, tú no. —Tanin se volvió hacia él—. Viajas ligero de peso y tu caballo es veloz. Este no es sitio para ti. Vuelve a Kalaman y adviérteles del peligro que corren.
—¿Qué? ¿Que me marche y deje solos a mis dos hermanos, combatiendo? —Palin estaba ofendido—. ¿Crees de verdad que voy a hacer algo así?
Tanin y Sturm habían intercambiado una mirada. Sturm sacudió la cabeza y eludió los ojos, volviendo la vista hacia el mar lleno de botes que estaban repletos de hombres. No disponían de mucho tiempo. Tanin acercó su caballo al de su hermano pequeño y agarró al mago por el brazo.
—Sturm y yo sabíamos a lo que nos arriesgábamos cuando hicimos el juramento como caballeros. Pero tú no, Palin...
—No pienso marcharme —repitió el joven con gesto sombrío—. Siempre, cada vez que surgen problemas, me estás mandando de vuelta a casa, Tanin. Bueno, pues esta vez, no.
El mayor, con el rostro congestionado por la ira, se inclinó sobre la silla de montar.
—¡Maldita sea, Palin! ¡Ésta no es una pelea contra unos matones de barrio! ¡Vamos a morir! ¿Cómo crees que se sentirán padre y madre cuando tengan que enterrar a sus tres hijos, sobre todo a ti, el pequeño?
Durante unos instantes el joven mago guardó silencio, cabizbajo. Se estaba imaginando la escena de salir corriendo con el rabo entre las piernas y después tener que explicar a sus padres, con la cara roja por la vergüenza; «No sé qué les pasó a mis hermanos...».
Alzó la cabeza.
—¿Huirías tú dejándome atrás, Tanin?
—No, pero... —quiso argumentar el mayor.
—¿Acaso mi honor es menor porque soy mago? También nosotros hacemos nuestros propios juramentos. Por la magia y por Solinari, me quedaré y combatiré a vuestro lado contra estas fuerzas del Mal, aun a costa de mi vida.
—Ahí te ha pillado, Tanin. —Sturm esbozó una sonrisa socarrona—. Ése es un argumento que no puedes discutir.
El mayor vaciló. Era responsable de Palin, o así lo pensaba. Y entonces, de repente, extendió la mano.
—Está bien, hermanos míos. —Su mirada abarcó a Sturm y a Palin—. En este día, lucharemos por Paladine y... —esbozó una leve sonrisa— y por Solinari.
Los tres hermanos se estrecharon las manos y después se separaron para reunirse con los otros caballeros, que se estaban desplegando por la playa.
Eso era todo lo que Palin recordaba con claridad. La batalla había sido breve, dura, implacable. Los bárbaros pintados de azul, gritando salvajemente, saltaron de los botes y corrieron hacia la orilla, las bocas abiertas de par en par, como anhelando beber la sangre de sus enemigos, y los ojos relucientes con la fiebre de la batalla. Oyeron sobre los caballeros como un maremoto, luchando con aterradora ferocidad, deleitándose en la matanza.
Los caballeros, más disciplinados y mejores guerreros, derribaron la primera fila de atacantes; una de las bolas de fuego de Palin explotó justo en medio de los bárbaros, desgarrando carne, dejando cadáveres abrasados y humeantes.
Pero hubo una segunda arremetida, y una tercera; los bárbaros pisoteaban los cuerpos caídos de sus compañeros a fin de llegar hasta los caballeros que habían acabado con ellos. Palin recordaba a sus hermanos cerrando filas delante de él, intentando protegerlo, o, al menos, le parecía recordarlo así. Más o menos en ese momento algo le golpeó la cabeza, tal vez una lanza arrojada y desviada parcialmente por alguno de sus hermanos.
Ésa fue la última vez que los vio con vida.
Cuando volvió en sí, la batalla había terminado. Dos caballeros negros hacían guardia a su lado. Ansiaba preguntar sobre los demás, pero se abstuvo de hacerlo, temeroso de descubrir la verdad.
Y entonces Steel apareció y Palin se enteró de lo ocurrido.
* * *
El joven mago suspiró y fue hacia la puerta del cuarto de Raistlin, salió al pasillo y se asomó por la escalera que conducía a la sala, que estaba casi desierta. Steel se encontraba solo, sentado en una postura rígida, muy derecho en una silla, negándose a bajar la guardia, negándose a dormir, aunque sólo los dioses sabían lo mucho que debía necesitar un buen sueño.
Palin contempló la taberna y echó de menos ver a sus hermanos, oír sus risas, sus bromas, que en otros tiempos lo habían sacado de sus casillas. Habría dado todas las riquezas de Ansalon a cambio de aguantar otra reprimenda de «hermano mayor» de Tanin, u oír las alegres carcajadas de Sturm. Echaba de menos a sus hermanas pequeñas, que con sus trastadas lo volvían loco. Pero, a causa de la llegada de los elfos y la posibilidad de que surgieran problemas, Caramon y Tika habían enviado a las niñas con Goldmoon y Riverwind, los cabecillas tribales de Que-shu. Sin embargo, se alegraba profundamente de que las pequeñas, Laura y Dezra, no estuvieran aquí para ver enterrar a sus dos hermanos mayores. En ese momento, su alegre infancia habría llegado a su fin. Bastante malo sería que encontraran las tumbas a su regreso.
Tanis el Semielfo subió la escalera y se detuvo en el rellano superior.
—Según me ha dicho tu padre, tienes intención de partir.
Palin asintió con un cabeceo.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Con tu madre. Es mejor que no vayas a verlo ahora, Palin —aconsejó Tanis suavemente—. Deja que digiera esto a su manera, dale tiempo.
—Yo no quería... —empezó el joven, que tragó saliva con esfuerzo y volvió a empezar—. No quería tener que hacerlo de este modo, Tanis. Mi padre no lo entiende. Nadie lo entiende. Es su voz. Oigo su voz...
El semielfo miró preocupado al muchacho.
—¿Te quedarás para las honras fúnebres?
—Por supuesto. Pero después nos marcharemos.
—Antes de que vayas a ningún sitio, tienes que descansar, comer y beber. Tú y Steel, los dos —dijo Tanis—, si es que puedo convencerlo de que nadie va a envenenar su comida ni a apuñalarlo mientras duerme. ¡Cómo se parece a su padre! —añadió mientras acompañaba a Palin hasta la sala de la taberna—. ¿Cuántas veces habré visto a Sturm Brightblade sentado en esa misma postura, muerto de cansancio, pero demasiado orgulloso para admitirlo?
Steel se puso de pie cuando vio acercarse a los dos. No era seguro si se había levantado por respeto a Tanis o por puro cansancio o por ambas cosas. Su semblante tenía una expresión severa e implacable, sin dejar el menor resquicio por el que entrever lo que pensaba o lo que sentía.
—Es hora de que nos pongamos en marcha —dijo, mirando a Palin.
—Siéntate —dijo el mago—. No pienso marcharme hasta que mis hermanos hayan recibido sepultura. Hay comida y bebida. La carne está fría, pero también lo está la cerveza. Prepararé un cuarto para ti. Podrás dormir aquí esta noche.
—No necesito... —empezó Steel con expresión sombría.
—Oh, ya lo creo que sí —replicó Palin—. Necesitarás estar bien descansado en el sitio al que vamos. De todos modos, viajar a Palanthas por la noche será más seguro.
—¡Palanthas! —Steel frunció el entrecejo—. ¿Para qué tenemos que ir a Palanthas, una plaza fuerte de los Caballeros de Solamnia? A menos que se trate de alguna clase de trampa...
—Nada de trampas —dijo Palin mientras se dejaba caer en una silla, con actitud de agotamiento—. Vamos a Palanthas porque es allí donde está el Portal, en la Torre de la Alta Hechicería.
—Queremos que los hechiceros acepten abrir el Portal. Esto va en contra de mis órdenes —adujo Steel.
—Yo abriré el Portal... con ayuda de mi tío —añadió, al advertir la expresión incrédula que se plasmaba en el rostro del guerrero.
Steel no respondió. Observó fijamente a Palin, al parecer reflexionando sobre el asunto.
—El viaje será peligroso —continuó el mago—. No sólo tengo intención de abrir el Portal, sino que pretendo cruzarlo, entrar en el Abismo. Voy a buscar a mi tío. Tú puedes acompañarme o no, lo que prefieras, pero me parece —agregó como sin darle importancia— que te gustaría tener la oportunidad de hablar con tu reina en persona.
Un fuego repentino y abrasador pareció iluminar los negros ojos de Steel. Palin había dicho algo que había conseguido atravesar la fría armadura y llegar hasta la carne. Su contestación fue tan lacónica como era habitual en él.
—De acuerdo. Iremos a Palanthas.
Palin suspiró. Había ganado dos arduas batallas. Sabiéndose victorioso, ahora pudo entregarse al sueño. Estaba demasiado cansado incluso para ir a su habitación, así que recostó la cabeza en la mesa, y, cuando se hundía bajo el acariciante y tranquilizador oleaje del sueño, oyó una voz, apenas un susurro:
Bien hecho, jovencito. ¡Bien hecho!
Espero tu llegada.
La pretensión de Usha.
Dalamar no está convencido.
Un descubrimiento inesperado
—Te aseguro que ha sido la comida más maravillosa que jamás he tomado —afirmó Tasslehoff Burrfoot—. Estoy realmente atiborrado.
El kender estaba recostado en la silla inclinada hacia atrás, con los pies sobre la mesa, al tiempo que examinaba las cucharas de plata. Eran unas cucharas en verdad extraordinarias, labradas con intrincados dibujos que Tas supuso eran elfos.
—Quizá son las iniciales de Dalamar —se dijo, soñoliento.
La verdad es que había comido demasiado, pero ¡todo estaba tan rico! Sus dedos acariciaron la cuchara amorosamente. Tenía intención de volver a ponerla sobre la mesa, pero, distraídamente, su mano la llevó al bolsillo de la camisa y la metió en él. Tas bostezó. ¡Qué comida tan deliciosa, de verdad!
Usha pensaba lo mismo, evidentemente. Estaba despatarrada en la silla, con las piernas extendidas, las manos sobre el estómago, la cabeza inclinada hacia un lado, y los ojos entrecerrados.
Se sentía abrigada y a salvo, y maravillosamente satisfecha.
—¡Creo que nunca había probado nada igual! —masculló, en medio de un bostezo.
—Ni yo —dijo Tas, que parpadeó, esforzándose por seguir despierto. Con el copete, tenía un aspecto que recordaba a un buho moñudo.
Cuando Dalamar y Jenna entraron en la estancia, tanto Tas como Usha les sonrieron, sumidos en el brumoso letargo del hartazgo.
Los hechiceros intercambiaron una mirada conspiradora. El elfo oscuro hizo un rápido examen de la habitación, catalogando su contenido con rapidez.
—Sólo falta una cuchara —comentó—, y hemos dejado al kender solo en esta habitación durante más de una hora. Creo que debe de ser una especie de récord. —Alargó la mano y sacó el cubierto de plata del bolsillo de Tas.
—La encontré en el suelo. —Dijo Tasslehoff, sin saber realmente lo que decía ni lo que hacía, y se lanzó a recitar toda una letanía de disculpas kenders:— Se coló en mi bolsillo por casualidad. ¿Estás seguro de que es tuya? Creí que ya no la querías. Te marchaste y la dejaste aquí. Iba a lavarla antes de devolvértela.
—Gracias —dijo Dalamar, que puso de nuevo la cuchara en la mesa.
—De nada. —Tas sonrió y cerró los ojos.
El elfo oscuro se volvió hacia Usha que, sonriendo tontamente, lo saludó agitando la mano.
—Excelente comida.
—Gracias. Creo que traías una misiva para mí.
—Oh, sí. Aquí está. En alguna parte. —Usha metió la mano en uno de los bolsillos del pantalón de seda. Sacó un rollo de pergamino y lo agitó alegremente en el aire.
—¿Qué pusiste en la sidra, cariño? —susurró Jenna a Dalamar. Cogió el pergamino y lo examinó con cuidado—. ¿Es esto, pequeña? ¿Estás segura?
—No soy tu pequeña —replicó Usha, enfadada—. No eres mi madre y tampoco eres mucho mayor que yo, así que deja de darte tantos aires, señora.
—¿Y de quién eres hija? —preguntó Dalamar con aparente indiferencia mientras aceptaba la misiva que le tendía Jenna.
No la abrió enseguida, sino que se quedó mirando a Usha fijamente, buscando alguna semejanza entre la joven y su
shalafi,
un hombre al que había admirado y querido, temido y odiado.
Usha lo miró a través de los párpados entrecerrados.
—¿De quién crees que soy hija?
—No lo sé —contestó Dalamar, que tomó asiento en una silla cerca de Usha—. Háblame de tus padres.
—Vivíamos en las Praderas de Arena —empezó la joven.
—No es cierto. —La voz del elfo oscuro era cortante y Usha tuvo la impresión de que le cruzaba la cara como un latigazo—. No me mientas, muchacha.
Usha dio un respingo, se sentó más derecha en la silla y lo miró con desconfianza.
—No estoy mintiendo...
—Ya lo creo que sí. Estos objetos mágicos —Dalamar echó la bolsa sobre el regazo de Usha— son de manufactura irda. Los reconozco. —Alzó la carta—. Sin duda, esto me cuenta la verdad...
—No, no lo hace —replicó Usha. Empezaba a dolerle mucho la cabeza, tenía la lengua seca y la sentía como hinchada y entorpecida. Ya no le gustaba este sitio, ni el mago vestido de negro. Había llevado a cabo el encargo, y era hora de que se marchara—. Sólo es la historia acerca de una piedra. No sé por qué pensó Prot que eso era importante. —Recogió sus bolsas y se incorporó, tambaleándose un poco—. Y ahora, puesto que he entregado la carta, me marcho. Gracias por la cena...
Se interrumpió. La mano de Jenna estaba sobre su hombro.
—No hay camino de salida —dijo Dalamar mientras se daba golpecitos en los labios con el pergamino enrollado—, a menos que
yo
te lo proporcione. Por favor, siéntate, Usha. Serás mi invitada durante un tiempo. Y el kender, también. Bien, eso está mejor —dijo cuando la joven se sentó de nuevo. Luego siguió con un tono agradable, peligroso:— Ahora, háblame de tus padres.
—No sé nada —dijo Usha, alarmada, desconfiada—. De verdad. Era una huérfana, y los irdas me acogieron y me criaron desde que era un bebé.