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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (38 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—Ya estoy aquí —se repetía Mallory una y otra vez—, ya estoy aquí, lo he logrado, y éstos son los cañones de Navarone: éstos son los cañones que he venido a destruir, los cañones de Navarone, y al fin he llegado a ellos.

Pero aún no podía creerlo con certeza…

Avanzando aún lentamente, Mallory se acercó a los cañones, caminó bordeando la mitad del perímetro de la plataforma giratoria del cañón de la izquierda y lo examinó como pudo en la penumbra. La enorme proporción, la tremenda periferia y alcance que se perdía fuera, en la noche, le hicieron tambalearse. Se dijo para su capote que los expertos creían que se trataba sólo de un cañón de nueve pulgadas, que los estrechos confines de la cueva tendrían que exagerar su tamaño… Se decía estas cosas y las desechaba: de un calibre del doce, por lo menos, era aquél el cañón más grande que había visto en su vida. ¿Grande? ¡No! ¡Era gigantesco! ¡Qué idiotas, qué cegatos, los locos que habían enviado el
Sybaris
a combatir contra aquello…!

La cadena de sus pensamientos se quebró de repente. Mallory permaneció rígido, con una mano sobre la sólida cureña, y trató de recordar el rumor que le había devuelto al presente. Escuchó inmóvil, esperando oírlo de nuevo; y de pronto se dio cuenta de que no había sido ningún rumor, sino la ausencia de rumores, lo que había interrumpido sus pensamientos, lo que había disparado un inconsciente timbre de alarma. De repente la noche se volvió muy silenciosa: en el corazón del pueblo, las armas habían dejado de disparar.

Mallory maldijo por lo bajo. Había invertido demasiado tiempo en soñar despierto, y el tiempo apremiaba.
Tenía
que apremiar. Andrea se había retirado, y era sólo cuestión de tiempo el que los alemanes descubrieran que habían sido burlados. Y entonces vendrían a toda prisa, y no cabía duda alguna respecto hacia dónde se dirigirían. Mallory se despojó rápidamente de su macuto y sacó de él un rollo de cien pies de cuerda que llevaba. Su ruta de escape en caso de urgencia… Tenía que asegurarla.

Con la cuerda al brazo, avanzó buscando dónde amarrarla. Pero sólo había dado tres pasos cuando su rodilla derecha dio contra una cosa dura y rígida. Contuvo una exclamación de dolor, investigó con su mano libre el obstáculo con que había tropezado, y en seguida se dio cuenta de lo que era: una barandilla de hierro que le llegaba a la cintura, y atravesaba toda la boca de la cueva. ¡Naturalmente! Tenía que haber algo así, una especie de barrera que evitara que alguien se cayera al vacío, sobre todo en la oscuridad de la noche. Aquella tarde, desde el algarrobal, no le había sido posible verlo con los prismáticos; aunque muy cerca de la entrada, la barandilla quedaba oculta en la penumbra de la cueva. Pero no se le había ocurrido pensar en ella.

Rápidamente, Mallory se dirigió tanteando hacia la izquierda, hasta el final de la barandilla, la pasó, ató la cuerda a la base del puntal vertical situado junto a la pared, y fue soltando cuerda mientras avanzaba con cautela hasta el mismo borde de la cueva. Y luego, de pronto, vio que bajo el pie que tanteaba el piso, sólo había ciento veinte pies de caída vertical hasta el puerto de Navarone.

A su derecha se veía una masa oscura, indefinida, borrosa, echada sobre el agua, una masa que bien podía ser el cabo Demirci; en línea recta, sobre el oscuro verde aterciopelado del estrecho de Maídos, veía el parpadeo de lejanas luces. Esto daba la medida de la confianza del enemigo al permitir estas luces o, lo que era más probable, estas chozas de pescador resultaban útiles como orientación para los cañones de noche. Y a la izquierda, sorprendentemente cerca, apenas a treinta pies de distancia en un plano horizontal, pero muy por debajo del nivel en que él se hallaba, podía ver dónde el extremo saliente del muro exterior de la fortaleza se ajustaba al acantilado; más allá, los tejados de las casas del oeste de la plaza; y más allá aún, el pueblo mismo, en brusca curva hacia abajo y hacia afuera, primero al Sur, luego al Oeste, cercando la media luna del puerto. En lo alto…, pero nada se veía en lo alto, el fantástico saliente tapaba más de la mitad del cielo. Y abajo —la oscuridad era igualmente impenetrable— la superficie del puerto, negruzca como la noche. Mallory sabía que allí abajo había naves, caiques griegos y lanchas rápidas alemanas. Pero era tan poco lo que alcanzaba a ver, que bien hubieran podido hallarse a mil millas de distancia.

La breve ojeada de Mallory apenas duró diez segundos; pero no esperó más. Se agachó rápidamente, hizo un doble nudo de bolina en el extremo de la cuerda, y la dejó en el borde. En caso de urgencia podía echarla al vacío de una patada. Quedaría a treinta pies del agua, calculó, lo suficiente para quedar por encima de cualquier lancha o caique de palos que maniobrase por el puerto. Para salvar el resto de la distancia podía dejarse caer, rompiéndose quizás algún hueso sobre la cubierta de una nave, pero tendría que correr ese riesgo. Mallory echó una mirada a la infernal oscuridad y se estremeció. Confiaba en Dios que Miller y él no tuvieran que utilizar aquella salida.

Dusty Miller se hallaba arrodillado al final de la escalera que descendía al polvorín, ocupado en manejar hilos, mechas, detonadores y trilita, cuando Mallory llegó corriendo por el túnel.

—Creo que esto les alegrará, jefe —dijo irguiéndose. Colocó las manecillas de la espoleta de reloj, escuchó el zumbido, apenas perceptible, y comenzó a bajar por la escalera—. Aquí, entre las dos hileras superiores de cartuchos, pensaba yo.

—Como te parezca —asintió Mallory—, pero que no se vea demasiado, ni que sea demasiado difícil de encontrar. ¿Estás seguro de que no sospecharán que sabíamos que el reloj y las espoletas no funcionaban?

—Seguramente —afirmó Miller confiadamente—. Cuando encuentren este artefacto, se agujerearán mutuamente la espalda a palmadas felicitándose, y no buscarán más.

—Tienes razón —dijo Mallory satisfecho—. ¿Cerraste la puerta de arriba?

—¡Claro que cerré la puerta! —le reprochó Miller mirándole—. Jefe, creo que algunas veces…

Pero Mallory no terminó de oír. Un estrépito metálico, vibrante, resonó cavernoso en la cueva y en el polvorín, borrando las palabras de Miller. Después se perdió sobre el puerto. Volvió a producirse el estrépito. Mientras los dos hombres se miraban atónitos, el estrépito volvía a producirse una y otra vez. Después, durante unos instantes, cesó.

—Tenemos visita —murmuró Mallory—, con mandarrias y todo. ¡Dios santo, ojalá que esta puerta resista! —Y mientras decía esas palabras, echó a correr por el pasillo dirigiéndose rápidamente hacia los cañones, seguido por Miller.

—¡Visita! —Miller movía la cabeza contrariado al correr—. ¿Cómo diablos lo habrán hecho para llegar aquí tan pronto?

—Nuestro tan lamentado y difunto amigo —dijo Mallory furiosamente. Saltó la barandilla y se dirigió hacia la boca de la cueva—. Fuimos lo bastante idiotas para creer que nos decía la verdad. Pero olvidó advertirnos que al abrir la puerta de arriba se disparaba un timbre de alarma en la garita del centinela.

C
APÍTULO
XVI
MIÉRCOLES NOCHE

De las 21,15 a las 23,45 horas

Suavemente, con habilidad, Miller fue dando cuerda —con vuelta doble alrededor del pasamanos de la barandilla— mientras Mallory se sumía en la oscuridad. Ya habían desaparecido cuarenta pies, calculó: cincuenta, sesenta, y sintió el esperado doble tirón del cordón de señales que llevaba enrollado en la muñeca. Se detuvo en el acto, se inclinó y lo ató a la base del puntal.

Después se enderezó, se fue pegado a la barandilla con el extremo de la cuerda, se inclinó hacia afuera sobre el borde, cogió la cuerda con ambas manos lo más abajo que pudo, y lentamente al principio, con mayor rapidez después, comenzó a columpiar hombre y cuerda de lado a lado, a modo de péndulo. Al crecer el balanceo del péndulo, la cuerda comenzó a retorcerse y a saltar en sus manos, y Miller se dio cuenta de que Mallory debía estar chocando contra salientes de roca, girando sobre sí mismo sin control. Pero Miller sabía que ya no podía detenerse. El estrépito de las mandarrias a sus espaldas era casi continuo. Lo que hizo fue inclinarse más hacia abajo sobre la cuerda, y puso en el esfuerzo toda la potencia de sus musculados brazos y hombros para acercar más a Mallory a la cuerda que Brown debía haber lanzado ya desde el mirador de la casa donde le habían dejado.

Abajo, a media distancia entre la cueva y las invisibles aguas del puerto, Mallory se balanceaba describiendo un gran arco en la oscuridad del cielo preñada de lluvia, con cuarenta pies de extremo a extremo. Al principio, había dado con la cabeza en un saliente de roca, perdiendo casi el conocimiento y la cuerda. Pero ahora ya sabía dónde tenía que esperar el saliente y se apartaba cada vez que se aproximaba a él, aunque aquella maniobra le hacía girar en redondo cada vez. Era una suerte, pensaba, que estuviera tan oscuro, aunque de todos modos no podía ver nada. El golpe había abierto una vieja herida que le había hecho Turzig, y tenía la parte superior de la cara bañada en sangre y los ojos pegados por ella.

Pero no era ni la herida, ni la sangre que le cegaba los ojos lo que le preocupaba. La cuerda… eso era importante. ¿Estaba allí la cuerda? ¿Le había sucedido algo a Casey Brown? ¿Le habían pescado antes de que pudiera echar la cuerda? Si era así, había desaparecido toda esperanza, no podían hacer nada, no existía ningún otro medio de que pudieran salvar los cuarenta pies que separaban la cuerda de la casa.
Tenía
que estar allí. Pero, entonces, ¿por qué no la encontraba? Por tres veces ya, al terminar el arco que describía hacia la derecha, había tendido la caña con el garfio, y sólo había oído el descorazonador y vacío rascar contra la roca.

Y luego, la cuarta vez, estirando sus brazos al máximo, ¡sintió que el garfio se enganchaba en algo! En el acto tiró de la caña y cogió la cuerda antes de que se iniciara la vuelta del péndulo, tiró de la cuerda de señales, y el descenso del arco frenó gradualmente. Dos minutos después, casi exhausto por el escalo de los sesenta pies de cuerda húmeda y resbaladiza, gateó a ciegas sobre el reborde de la cueva y se echó a tierra, falto de aliento.

Rápidamente, sin hablar, Miller se agachó, sacó el doble nudo de bolina de las piernas de Mallory, lo deshizo, lo ató a la cuerda de Brown, dio un tirón a la última, y las dos cuerdas atadas desaparecieron en la oscuridad. A los dos minutos, la pesada batería estaba al otro lado, sujeta a dos cuerdas, bajada por Casey Brown y subida luego por Mallory y Miller. En dos minutos, pero con muchísimo cuidado, la bolsa de lona con la trilita, fulminantes y detonadores, había sido ya colocada en el suelo de piedra junto a la batería.

Ya no se oía nada. Los martillazos contra la puerta de acero habían cesado por completo. Había algo amenazador, de mal augurio, en aquella quietud. Aquel silencio era mucho más amenazador que el estrépito que le había precedido. ¿Habían echado la puerta abajo? ¿Habían destrozado el candado? ¿Les esperaban los alemanes agazapados en el túnel, con sus fusiles ametralladores para quitarles la vida? Pero no había tiempo para pensar en todo eso, para esperar o para detenerse a sopesar las posibilidades. Había pasado la hora de la cautela, y ya no importaba que vivieran o murieran.

Con el pesado
Colt
en la cintura, Mallory saltó la barrera de seguridad, pasó silenciosamente junto a los grandes cañones y avanzó por el pasillo, con la linterna encendida hasta la mitad del camino. La puerta estaba intacta aún. Subió rápidamente por la escalera, y escuchó. Le pareció oír un murmullo de voces y un rumor sibilante al otro lado de la pesada puerta de acero, pero no estaba seguro. Se inclinó hacia delante para oír mejor, poniendo la palma de la mano sobre la puerta y la retiró al instante profiriendo una sorda exclamación de dolor. Sobre la cerradura, la puerta estaba casi al rojo vivo. Mallory bajó al piso del túnel en el instante en que Miller llegaba tambaleándose por el peso de la batería.

—Esa puerta está ardiendo. Estarán quemando…

—Ni se le ocurra pensarlo —contestó Miller con rapidez—. Ni hable de ello siquiera, jefe. Podría volar todo por simpatía. ¿Me quiere echar una mano, jefe?

—¿Oye usted algo? —le interrumpió Miller. —Una especie de silbido…

—Una lámpara de oxiacetileno —dijo Miller—. Están quemando la cerradura. Tardarán, porque esa puerta es de acero acorazado.

—¿Por qué no la hacen saltar con cualquier explosivo? —preguntó Mallory.

A los pocos segundos, Dusty Miller estaba absorto de nuevo en su propio elemento, olvidando por el momento el viaje de vuelta a través de la pared del acantilado y el peligro exterior que les esperaba. La tarea le llevó cuatro minutos. Mientras Mallory deslizaba la batería bajo el suelo del pozo del ascensor, se agachó para examinar el posterior con una linterna y averiguar exactamente, por la brusca transición del metal pulido al opaco, donde reposaba la polea del montacargas de proyectiles. Satisfecho, sacó un rollo de cinta aislante, la enrolló una docena de veces alrededor del eje y se echó hacia atrás para observarlo: era completamente invisible.

Sin pérdida de tiempo enrolló con cinta aislante los extremos de dos hilos recubiertos de caucho a la franja que había aislado, y siguió tapando todo el hilo con cinta aislante hasta que sólo quedaron visibles los extremos, juntó éstos a dos tiras de cuatro pulgadas de alambre de espino, los unió también al eje aislado, verticalmente, y a menos de media pulgada de distancia. Sacó de la bolsa de lona la trilita, el fulminante y el detonador —un detonador de mercurio ajustado y atornillado según sus propias indicaciones— empalmó uno de los hilos del eje de acero a uno de los bornes del detonador, y lo atornilló fuertemente. Llevó el otro hilo del eje al polo positivo de la batería, y un tercer hilo desde el polo negativo al detonador. Sólo se necesitaba el montacargas de las municiones para su introducción o descenso al polvorín —lo cual sucedería tan pronto comenzasen a hacer fuego— y la rueda conectaría con los hilos al descubierto, completando así el circuito para disparar el detonador. Efectuó una última inspección de los hilos verticales, y se sintió satisfecho. Mallory acababa de descender por la escalera del túnel. Miller le tocó en la pierna para llamar su atención, y señaló con negligencia con la hoja de su cuchillo a una pulgada de los hilos desnudos.

—¿Se da usted cuenta, jefe —preguntó con tranquilidad—, de que si tocase estos hilos con el cuchillo, saltaría todo esto a pedacitos? —Movió la cabeza, meditabundo—. Un pequeño descuido de la mano, un toquecito insignificante, y Mallory y Miller se encontrarían entre los ángeles.

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