Read Los cañones de Navarone Online

Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (33 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
3.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Dos o tres minutos después, Mallory se quedó rígido al oír un ruido furtivo procedente, según pensó, del exterior, de la parte posterior de la casa. Había cesado el rumor de los telares y la casa se hallaba sumida en un silencio total. Se oyó el ruido de nuevo, y esta vez era inconfundible: unos golpecitos suaves al final del pasillo que partía de la parte trasera de la habitación.

—Quédate aquí, mi capitán —murmuró suavemente Andrea. Y Mallory volvió a maravillarse por enésima vez de la habilidad que poseía Andrea para despertar del más profundo de los sueños al más ligero de los ruidos extraños. Y, sin embargo, la violencia de una tormenta le hubiera dejado tan tranquilo—. Yo veré lo que es. Debe de ser Louki.

Y, efectivamente, era él. Llegaba jadeante, casi exhausto, pero muy contento consigo mismo. Bebió gustosamente la taza de vino que le escanció Andrea.

—¡Me alegro muchísimo de volver a verle! —dijo Mallory sinceramente—. ¿Qué tal fue la cosa? ¿Le siguió alguien? En la oscuridad, Mallory casi pudo ver cómo se estiraba en toda su estatura.

—¡Como si cualquiera de estos torpones alemanes pudiera ver a Louki, incluso en una noche de luna, y mucho menos pescarle! —exclamó indignado. Hizo una pausa para respirar con fuerza un par de veces—. No, no, mayor. Ya sabía que estaría preocupado por mí y por eso vine corriendo casi todo el camino. Ya no tengo los años que tenía, mayor Mallory.

—¿Qué camino? —preguntó Mallory. Se alegró de que la oscuridad ocultase su sonrisa.

—El de Vygos. Es un viejo castillo que los francos construyeron hace muchas generaciones, a dos millas de aquí, en el camino costero que se dirige hacia el Este. —Hizo una pausa para tomar otro trago de vino—. Es decir, más de dos millas. Y sólo anduve dos veces, un minuto cada vez, al regresar. —Mallory tuvo la impresión de que Louki lamentaba su debilidad al tener que confesar que ya no era joven.

—¿Y qué hizo allí? —preguntó Mallory.

—Estuve pensando, después de dejarles a ustedes —contestó indirectamente Louki—. Siempre estoy pensando —aclaró—. Es una costumbre que tengo. Estuve pensando que cuando los soldados que nos andan buscando por el «Parque del Diablo» vean que su coche ha desaparecido, sabrán que ya no estamos en aquel maldito sitio.

—Sí, es cierto —convino Mallory cautelosamente—. Sí, lo sabrán.

—Pues entonces se dirán: «Ah, a esos
verdammt Englanders
les queda poco tiempo.» Pensarán que sabemos que tienen pocas esperanzas de pescarnos en la isla, pues Panayis y yo conocemos todas las rocas, árboles y cuevas. Así, pues, lo único que pueden hacer es impedir que entremos en el pueblo, para lo cual intervendrán todos los caminos que lleven a él, y esta noche es la única oportunidad que tenemos de hacerlo. ¿Me comprende? —preguntó con ansiedad.

—Lo intento de veras.

—Pero, primero —Louki extendió sus manos dramáticamente—, se asegurarán de que no estamos en el pueblo. Obrarían como unos tontos si cerraran los caminos estando nosotros ya en el pueblo. Tienen que asegurarse de que no estamos. Y, entonces, buscarán a conciencia. Con…, ¿cómo lo llaman ustedes…?, ¡con un peine!

Mallory movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Me temo que tenga razón, Andrea.

—Yo también lo temo —asintió Andrea no muy contento—. Debimos pensar en esto. Pero quizá podríamos escondernos… por los tejados, o…

—¡Con un peine, he dicho! —interrumpió Louki con impaciencia—. Pero no pasa nada. Yo, Louki, he pensado en todo. Huelo a lluvia. A no tardar, las nubes taparán la luna y podremos movernos… No querrá usted saber lo que he hecho con el coche, ¿eh, mayor Mallory?

Louki se estaba divirtiendo de lo lindo.

—Me había olvidado de él por completo —confesó Mallory—. ¿Qué hizo usted con él?

—Lo dejé en el patio del castillo de Vygos. Luego lo rocié con toda la gasolina que tenía el depósito, y encendí un fósforo.


¿Qué hizo?
—preguntó Mallory, incrédulo.

—Encendí un fósforo, una cerilla. Y me parece que permanecí demasiado cerca del coche, pues me quedé sin cejas. —Louki suspiró—. ¡Qué lástima…, era un coche espléndido! —Su semblante se alegró—. Pero le aseguro, mayor, que ardió magníficamente.

Mallory lo miró con fijeza.

—¿Por qué diablos…?

—Muy sencillo —contestó Louki, paciente—. A estas horas los alemanes del Parque del Diablo tienen que saber que su coche ha sido robado. Ven el fuego, y regresarán a… a…

—¿A investigar?

—Eso. A investigar. Esperan a que se apague el incendio. Vuelven a investigar. No hay cadáveres ni huesos en el coche, y registran el castillo. ¿Y qué encuentran?

Nuevamente se hizo el silencio en la habitación.

—¡Nada! —contestó el mismo Louki impaciente—. No encuentran nada. Y luego registran todo el terreno en media milla a la redonda. ¿Y qué encuentran? Nada otra vez. Y entonces sabrán que los hemos engañado. Que estamos en el pueblo y vendrán a registrar el pueblo.

—Con un peine —murmuró Mallory.

—Con un peine. ¿Y qué encuentran? —Louki hizo una pausa, y se apresuró a hablar otra vez para que nadie le robase la bomba—. Otra vez, nada —añadió triunfalmente—. ¿Por qué? Porque entonces habrá empezado a llover, la luna estará oculta, los explosivos escondidos… y nosotros nos habremos ido.

—¿Ido adonde? —preguntó Mallory aturdido.

—¿Adonde sino al castillo de Vygos, mayor Mallory? ¡Jamás se les ocurrirá buscarnos allí!

Mallory le miró en silencio varios segundos, y luego se volvió hacia Andrea.

—El capitán Jensen sólo ha cometido un error hasta ahora —murmuró—. No supo escoger al hombre adecuado para dirigir la expedición. Pero no importa mucho. ¿Cómo vamos a perder teniendo a Louki a nuestro lado?

Mallory dejó su macuto cuidadosamente en el terrado, se irguió y escudriñó la oscuridad poniendo las manos sobre los ojos para protegerlos de la primera llovizna que caía. Desde donde se hallaban —en el ruinoso terrado de la casa más cercana a la fortaleza, al este de la plaza— el muro se elevaba unos quince o veinte pies sobre sus cabezas. Los endiablados hierros puntiagudos curvados hacia abajo, que coronaban el muro, no se veían en la oscuridad.

—Ahí está, Dusty —murmuró Mallory—. Es empresa fácil.

—¡Fácil! —exclamó Miller horrorizado—. ¿Tengo yo… tengo que pasar por encima de eso?

—Te costaría mucho trabajo atravesar el muro —contestó Mallory con brevedad. Sonrió, dio una palmadita a Miller en la espalda y señaló el macuto con el pie—. Tiramos la cuerda arriba, se engancha en los hierros… ¡y, a trepar por la cuerda!

—Y a desangrarnos en esos seis alambres de espino —interrumpió Miller—. Louki dice que son los espinos más largos que ha visto.

—Pondremos la tienda de campaña por almohadilla —dijo Mallory tratando de apaciguarle.

—Tengo la piel muy delicada, jefe —se quejó Miller—. Sólo lo haré con un colchón de muelles…

—Pues te concedo una hora para encontrar uno —dijo Mallory con indiferencia. Louki había calculado que los que efectuaran el registro tardarían una hora en recorrer la parte norte del pueblo, dándoles a él y a Andrea una oportunidad para despistarse—. Escondamos esto y salgamos de aquí. Dejaremos los macutos en este rincón y los taparemos con tierra. Antes sacaremos la cuerda, porque cuando volvamos aquí no tendremos tiempo para abrir los macutos.

Miller se puso de rodillas y comenzó a deshacer los macutos. De pronto, lanzó una exclamación de enojo.

—¡Nos equivocamos de macuto! —murmuró con disgusto. Su voz cambió de tono bruscamente—. ¡Un momento, un momento!

—¿Qué ocurre, Dusty?

Miller no contestó. Durante unos segundos sus manos exploraron el contenido del macuto. Luego se irguió.

—¡El fulminante, jefe! —La furia desfiguraba su voz, una furia tan grande que asombró a Mallory—. ¡Ha desaparecido!

—¡Qué! —Mallory se agachó y comenzó a buscar en el macuto—. ¡No puede ser, Dusty, no puede ser de ningún modo! ¡Maldita sea, tú mismo hiciste el bulto!

—Sí que lo hice, jefe —dijo Miller—. Y luego, algún canalla lo deshizo a traición.

—¡Imposible! —protestó Mallory—. Es completamente imposible, Dusty. Tú mismo lo ataste. Yo mismo vi cómo lo hacías esta mañana en el algarrobal, y desde entonces sólo estuvo en manos de Louki. Y a Louki le confiaría mi propia vida.

—Lo mismo haría yo, jefe.

—Quizás estemos equivocados los dos —prosiguió Mallory con tranquilidad—. Quizás no te dieras cuenta. Estamos muy cansados, Dusty.

Miller le dirigió una extraña mirada, permaneció callado unos instantes, y luego comenzó a maldecir de nuevo.

—¡Todo es culpa mía, jefe, todo culpa mía!

—¿Cómo que todo es culpa tuya? No digas tonterías, hombre. Yo estaba allí cuando…

Mallory se interrumpió, se puso de pie y escudriñó la oscuridad hacia el sur de la plaza. Había sonado un disparo, un disparo de fusil, seguido del agudo silbido de un rebote. Después volvió a reinar el silencio.

Mallory permaneció inmóvil, con los puños apretados. Habían transcurrido más de diez minutos desde que él y Miller habían dejado a Panayis para que guiara a Andrea y a Brown al castillo de Vygos, y tenían que hallarse ya bastante lejos de la plaza. Y tampoco Louki estaría allí. Las instrucciones de Mallory habían sido muy concretas: esconder el resto de los bloques de trilita en el terrado, y luego esperar allí para conducirles a él y a Miller a la fortaleza. Pero algo debió salir mal. Es algo que siempre sucede. O les habrían tendido una trampa… Pero, ¿qué clase de trampa?

El repentino tableteo de una ametralladora puso fin a sus pensamientos y durante un rato fue todo ojos y oídos. Luego otra ametralladora más ligera rompió el silencio durante unos segundos, pero ambas armas enmudecieron con la misma brusquedad con que habían comenzado a disparar. Mallory no esperó más.

—Recógelo todo otra vez —murmuró rápido—. No las vamos a llevar. Algo ha sucedido.

Al cabo de treinta segundos las cuerdas y la trilita ya estaban metidas en los macutos de nuevo y cargados a la espalda, y emprendían el camino.

Casi doblados por la mitad y procurando no hacer ningún ruido, atravesaron corriendo los tejados hacia la vieja casa en la que habían permanecido escondidos cuando llegaron, y donde tenían que encontrarse con Louki. Se hallaban a unos tres pies de distancia de la casa cuando vieron una sombra que subía. No podía ser Louki. Mallory lo comprendió en seguida, pues era demasiado alta para ser él. Y aprovechando el mismo impulso que llevaba, se arrojó con sus ciento ochenta libras de peso contra el desconocido en una estirada homicida. Su hombro dio al individuo debajo del esternón, extrayendo de sus pulmones la última partícula de aire en un gruñido de agonía. Un segundo más tarde, las fuertes manos de Miller apretaban el pescuezo del desconocido, y le asfixiaba lentamente.

Y le hubiera asfixiado, desde luego, ya que ninguno de nuestros dos héroes estaba para contemplaciones, si Mallory, impelido por una fugaz intuición, no se hubiera agachado sobre el contorsionado rostro, y al ver los ojos, fijos y saltones, no hubiera lanzado un repentino grito de horror que a duras penas pudo contener.

—¡Dusty! —murmuró con voz ronca—. ¡Déjalo, por Dios! ¡Es Panayis!

Pero Miller no le oyó. Su rostro, en la oscuridad, parecía de piedra. Con la cabeza echada hacia atrás y hundida entre sus encorvados hombros, seguía apretando con más fuerza y estrangulaba al griego en medio de un salvaje silencio.

—¡Es Panayis, imbécil, es Panayis! —rugió Mallory con los labios pegados al oído del americano, y tratando de separar las manos de Miller. Oía el sordo golpear de los talones del griego contra el tejado, y tiró de las muñecas de Miller con toda su fuerza. En el transcurso de su vida había oído dos veces el mismo sonido al morir estrangulados dos hombres por las potentes manos de Andrea, y sabía con absoluta seguridad que Panayis seguiría el mismo camino, y dentro de muy poco, si no lograba que Miller comprendiera. Pero, de pronto, Miller comprendió, soltó la presa, y se irguió. Arrodillado, con las manos colgando a ambos lados del cuerpo, y respirando profundamente, fijó sus ojos en el hombre que tenía ante sí.

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó Mallory en voz baja—. ¿Estás ciego, sordo, o las dos cosas?

—No lo sé. —Miller se frotó la frente con el dorso de la mano. Su rostro carecía por completo de expresión—. Lo siento, jefe, lo siento.

—No es a mí a quien tienes que pedir disculpas. —Mallory apartó los ojos de él para fijarlos en Panayis. El griego se incorporaba ya, jadeante, y se frotaba el pescuezo con las manos exhalando grandes bocanadas de aire—. Pero quizá Panayis agradeciera…

—Las disculpas pueden esperar —le interrumpió Miller bruscamente…—. Pregúntele qué ha sido de Louki.

Mallory le miró unos instantes en silencio. Después se dispuso a hablar, pero cambiando bruscamente de parecer tradujo la pregunta al griego. Escuchó la entrecortada explicación de Panayis —era indudable que sufría al hablar— y su boca se contrajo amargamente. Miller observó el ligero descenso de los hombros del neozelandés y decidió que no podía esperar más.

—Bueno, ¿qué ocurre, jefe? Le ha pasado algo a Louki, ¿no es eso?

—Sí —contestó Mallory sin expresión—. No habían llegado más que a la calleja de la parte posterior cuando tropezaron con una pequeña patrulla alemana que les cerró el paso. Louki trató de atraerles y una ametralladora le atravesó el pecho. Andrea mató al que había disparado y logró llevarse a Louki. Panayis dice que morirá sin remisión.

C
APÍTULO
XIV
MIÉRCOLES NOCHE

De las 19,15 a las 20 horas

No encontraron ninguna dificultad para salir del pueblo, y, evitando el camino principal, atravesaron la campiña dirigiéndose hacia el castillo de Vygos. Comenzaba a llover, una lluvia fuerte y persistente, y la tierra se hallaba encenagada, y los pocos campos labrados que cruzaron, casi intransitables. Acababan de pasar uno de ellos con mucho trabajo y ya podían percibir el débil contorno del castillo, a menos de una milla del pueblo en línea recta, en vez de lo que Louki había estimado exageradamente. Estaban pasando ante una casa de barro deshabitada, cuando Miller habló por primera vez desde que abandonaron la plaza de Navarone.

—Estoy agotado, jefe —dijo. Tenía la cabeza hundida en el pecho y jadeaba al respirar—. El viejo Miller está en baja forma, al parecer, y sus piernas se doblan.

BOOK: Los cañones de Navarone
3.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Father of the Man by Stephen Benatar
Other Plans by Constance C. Greene
What Comes Next by John Katzenbach
No One Left to Tell by Karen Rose
The Book of Earth by Marjorie B. Kellogg
Across the Mersey by Annie Groves
Must Love Kilts by Allie MacKay
Riding the Red Horse by Christopher Nuttall, Chris Kennedy, Jerry Pournelle, Thomas Mays, Rolf Nelson, James F. Dunnigan, William S. Lind, Brad Torgersen