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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (32 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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C
APÍTULO
XIII
MIÉRCOLES: ATARDECER

De las 18 a las 19,15 horas

Exactamente cuarenta minutos más tarde, se hallaban ya seguros en el corazón del pueblo de Navarone, a quince yardas de las grandes verjas por las que se entraba en la fortaleza.

Contemplando la entrada y el sólido arco de piedra que la comprendía, Mallory movió la cabeza contrariado por décima vez, y trató de sobreponerse a la sensación de incredulidad y asombro que le producía el hecho de que, al fin, hubieran podido llegar a su meta… o tan cerca de ella, que era casi lo mismo. Algo tenía que salirles bien alguna vez, pensaba Mallory, pues la ley de proporciones había estado abrumadoramente contra la continuidad de la mala suerte que les había perseguido con tanta insistencia desde su llegada a la isla. Y se repetía para su capote que era de justicia que así hubiera resultado. Pero aun así, el paso de aquel oscuro valle, donde habían dejado a Andy Stevens para que muriera, a aquella derruida casa al este de la plaza de Navarone había sido tan rápido, tan fácil, que aún se hallaba algo lejos de una inmediata comprensión o de una aceptación irreflexiva.

No es que hubiera resultado tan fácil durante los primeros quince minutos más o menos. Lo recordaba bien. La pierna herida de Panayis había dado con él en el suelo apenas entraron en la cueva. Mallory pensaba que debía sufrir tremendos dolores, con la pierna desgarrada y mal vendada, pero la oscuridad, junto con la impasible amargura de su rostro moreno, había ocultado el dolor. Había rogado a Mallory que le dejara quedarse donde estaba para detener a los alemanes una vez vencido Stevens y llegado al final del valle, pero Mallory se había negado violentamente a ello. Le había dicho que era un elemento demasiado valioso para abandonarlo allí, y que la posibilidad de que el enemigo encontrara aquella cueva entre tantas otras era bastante remota. A Mallory no le gustó hablarle de aquella forma, pero no había tiempo para amables frases de cortesía, y Panayis debió comprender su punto de vista, pues no protestó ni opuso resistencia cuando Miller y Andrea le sostuvieron para que pudiera proseguir su camino. Mallory recordaba que, a partir de aquel momento, la cojera había sido mucho menos apreciable, quizá por la ayuda que le prestaban, o quizá porque la oportunidad de matar a unos cuantos alemanes más había sido frustrada y resultaba inútil ya exagerar su estado.

Apenas habían salido de la cueva por el otro extremo y comenzado a bajar por un valle en declive hacia el mar —se veía claramente el oscuro brillo del Egeo en penumbra— cuando Louki, que había oído algo, les hizo seña de que guardaran silencio. Mallory lo oyó, también, casi en el acto. Era una voz gutural, suave, que a veces se perdía en el crujir sobre la grava de pasos que se acercaban. Observó que se hallaban, providencialmente, protegidos por unos árboles enanos. Sonó la voz de alto y al mismo tiempo un juramento rabioso al oír un golpe sordo y un grito apagado detrás de ellos. Fue a investigar y encontró a Panayis tumbado en el suelo sin conocimiento. Miller, que le había estado ayudando, explicó que Mallory les había mandado detenerse tan bruscamente, que había tropezado con Panayis y la débil pierna del griego había cedido bajo su peso, dando con la cabeza en una piedra al caer. Mallory se había arrodillado, sintiendo que sus sospechas volvían a renovarse. Panayis era un cavernícola, un matador innato, y era muy capaz de simular un accidente, si creía que podía resultarle ventajoso y atraer así unos cuantos enemigos más al alcance de su fusil…; pero en aquello no había trampa. La ensangrentada herida que aparecía sobre la sien era demasiado auténtica.

Ignorando su presencia, la patrulla alemana ascendía ruidosamente por el valle, hasta que las voces se esfumaron al fin. Louki había creído que el comandante de Navarone estaba desesperado, tratando de cerrar todas las salidas del «Parque del Diablo». A Mallory le había parecido improbable, pero no quiso discutir el punto. Cinco minutos después habían pasado la entrada del valle, y en otros cinco no sólo llegaron a la costa, sino que habían logrado sorprender y atar a dos centinelas —chóferes, probablemente— que custodiaban un camión aparcado a la orilla del camino, despojándoles de ropas y cascos y escondiéndolos detrás de unos arbustos.

El viaje hasta Navarone había resultado ridículamente fácil, pero la completa falta de oposición era muy comprensible, a causa de lo inesperado de todo. Sentado junto a Mallory en el asiento delantero, y vestido, como Mallory, con ropas enemigas, Louki había conducido el coche sin una vacilación, una hazaña tan difícil de llevar a cabo en una remota isla del Egeo, que Mallory había quedado completamente desconcertado, hasta que Louki le recordó que había sido el chófer del Consulado durante muchos años, al servicio de Eugene Vlachos. El viaje hasta el pueblo les había llevado menos de doce minutos. Louki no sólo llevó el coche, sino que además conocía el camino tan bien que sacó el mayor rendimiento posible del enorme coche y durante la mayor parte del recorrido no tuvieron que encender los faros.

Fue un viaje fácil y sin contratiempo. Habían pasado junto a varios camiones aparcados a intervalos en el camino, y a menos de dos millas del pueblo habían encontrado un grupo de unos veinte soldados que iban en dirección opuesta, en columna de a dos. Louki había disminuido la marcha —hubiera resultado sospechoso que acelerara, poniendo en peligro las vidas de los soldados—, les había cegado con los faros de carretera y había tocado ruidosamente el claxon, mientras Mallory se asomaba a la ventanilla de la derecha y les maldecía en perfecto alemán, diciéndoles que se largasen del camino con viento fresco. Habían obedecido, y el joven oficial al mando de aquella tropa se había cuadrado y levantado la mano en correctísimo saludo.

Después, habían pasado por un área de jardines con altos muros de contención, entre una deteriorada iglesia bizantina y un encalado monasterio ortodoxo, que se enfrentaban incongruentemente en el mismo polvoriento camino; y luego, casi al instante, pasaron por la parte inferior de la antigua población. Mallory había recibido la vaga impresión de unas calles estrechas, serpenteantes, apenas iluminadas, sólo unas pulgadas más anchas que el coche mismo, empedradas con grandes adoquines y con aceras que llegaban casi a la rodilla. Ya Louki enfilaba una callejuela con arcada, y el coche bufaba por la empinada cuesta. Se había detenido bruscamente, y Mallory había iniciado un rápido examen de la oscura calleja. Se hallaba desierta por completo a pesar de que faltaba más de una hora para la queda. A su lado había visto una escalera de piedra blanca sin ninguna barandilla, que ascendía paralela a la pared de una casa, con una celosía muy adornada que protegía el descansillo exterior situado al final. Panayis, vacilante aún, los había llevado por aquellas escaleras. Pasaron por una casa a través de un terrado, por una escalera descendente, y por un patio oscuro, hasta que por fin entraron en la antigua casa en la que se hallaban ahora. Antes de que llegaran al final de la escalera, Louki ya se había llevado el coche, y Mallory advirtió entonces que Louki no había creído que valiera la pena decir lo que pensaba hacer con el coche.

Mientras contemplaba el muro de la puerta de entrada de la fortaleza a través de aquel agujero sin ventana, Mallory deseaba ardientemente que no le sucediera nada al bueno de Louki, no sólo por los infinitos recursos de que era dueño, sino también por su profundo conocimiento de todo lo concerniente al pueblo, que de tanta utilidad les había sido y les seguiría siendo. Aparte de todas estas consideraciones, Mallory le había tomado verdadero afecto, por su invariable alegría, su entusiasmo, su afán de ayudar y complacer y, sobre todo, por su completa falta de egoísmo. Merecía toda clase de afecto, y así lo sentía Mallory. Era más de lo que podía sentir por Panayis. Así lo pensó con acritud, pero inmediatamente se arrepintió de ello. Panayis no tenía la culpa de que él fuera lo que era, y a su manera, sombrío y amargo, había hecho tanto por ellos como el mismo Louki. Pero era cierto que carecía por completo de la calidad humana de Louki.

Le faltaba, asimismo, su rápida inteligencia, la oportunidad en el cálculo que era casi genial. Mallory consideraba una idea brillante de Louki el haber tomado aquella casa abandonada. Y no era que les hubiese sido difícil encontrar una casa vacía. Desde que los alemanes ocuparon el viejo castillo, los habitantes del pueblo se habían ido a Margaritha y otros pueblos cercanos, y ninguno con mayor rapidez que aquellos que vivían en la misma plaza del poblado. La proximidad del muro de la fortaleza que cerraba la parte norte de la plaza era más de lo que pudieron resistir, por el continuo ir y venir de sus conquistadores por las puertas de la fortaleza, por los centinelas que daban sus acostumbradas vueltas, por los constantes recuerdos de que su libertad pertenecía al pasado. Se habían ido tantos, que más de la mitad de las viviendas del lado oeste de la plaza —las más cercanas a la fortaleza— estaban ocupadas por oficiales alemanes. Pero precisamente esa cercana y continua observación forzada de las actividades de la fortaleza, era lo que Mallory deseaba. Cuando llegara el momento de dar el golpe, sólo tendrían que caminar unas yardas. Y aunque cualquier comandante de guarnición competente no dejaría de estar preparado contra cualquier eventualidad, Mallory consideraba improbable que a cualquier persona razonable se le pudiera ni tan sólo ocurrir que existiera un grupo de sabotaje tan suicida como para pasarse un día entero a unos pasos del muro de la fortaleza.

No es que la casa en sí fuese muy recomendable. Como hogar, era lo más incómodo que se pudiera imaginar, y tan ruinosa que parecía a punto de derrumbarse de un momento a otro. La parte occidental de la plaza —precariamente situada sobre la cima del acantilado— y la del mediodía, estaban compuestas de edificios bastante modernos, de piedra encalada y granito de Paros, amontonados del modo habitual en los poblados de estas islas, con sus tejados planos para recoger la mayor cantidad de agua durante las lluvias invernales. Pero la parte oriental de la plaza, donde ellos se hallaban, estaba constituida por anticuadas casas de madera y barro, pertenecientes al estilo más frecuente en las remotas aldeas de la montaña.

El suelo de tierra apisonada era muy desigual, y era evidente que los anteriores ocupantes habían empleado uno de sus ángulos para gran diversidad de cosas, la de basurero entre las más notables. El techo era de vigas toscas, ennegrecidas, más o menos cubiertas con tablas, y éstas, a su vez, aparecían cubiertas con una espesa capa de tierra amasada. Y, por analogía con casas semejantes en las Montañas Blancas que tan bien conocía, Mallory sabía que aquel tejado estaría lleno de goteras. A lo largo de un muro de la habitación había una especie de banco de unas treinta pulgadas de altura que servía, como en estructuras similares de los
igloos
esquimales, de mesa, cama o asiento, según las circunstancias lo exigieran. La habitación carecía por completo de mobiliario.

Mallory se sobresaltó al sentir que alguien le tocaba en el hombro, y se volvió. Miller se hallaba detrás de él masticando a todo masticar, con una botella de vino en la mano.

—Es mejor que coma algo, jefe —aconsejó—. Yo miraré por este agujero de vez en cuando.

—Tienes razón, Dusty. Gracias. —Mallory se dirigió cautelosamente hacia el fondo de la estancia (estaba a oscuras por completo y no se atrevían a encender una luz) tanteando hasta encontrar el banco. El incansable Andrea había revuelto sus provisiones y preparado una comida de circunstancias: higos, pasas, miel, queso, salchichas y castañas asadas. Mallory pensó que era una comida horrible, pero era lo mejor que Andrea podía hacer. Estaba demasiado hambriento, además, para preocuparse de darle gusto al paladar. Y cuando hubo logrado tragárselo todo con ayuda del vino del país que Panayis les había proporcionado el día anterior, su dulzona y resinosa crudeza borró todos los demás sabores.

Con mucho cuidado, tapando la cerilla con la mano, Mallory encendió un cigarrillo y comenzó a explicar, por primera vez, el plan para entrar en la fortaleza. No tuvo que tomarse la molestia de bajar la voz, pues en la casa contigua, una de las pocas que aún estaban ocupadas por indígenas a la izquierda de la plaza, un par de telares funcionaban sin cesar. Mallory sospechaba que aquello formaba parte también de los trucos de Louki, aunque resultaba difícil comprender cómo había podido avisar a ninguno de sus amigos. Pero Mallory se contentó con aceptar la situación tal como se presentaba, para poder concentrarse en la transmisión de sus instrucciones.

Al parecer, todos las comprendieron, pues nadie hizo preguntas. La conversación se hizo general durante unos minutos, y el que más hablaba era el siempre taciturno Casey, que se quejaba amargamente de la comida, de la bebida, de su pierna y de la dureza del banco en el que no esperaba dormir ni un solo minuto. Mallory sonrió para sí, pero no dijo nada. Era evidente que Casey Brown estaba mejorando.

—Creo que ya hemos hablado bastante, señores. —Mallory se levantó del banco y se desperezó. ¡Santo Dios, qué cansancio!—. Nuestra primera y última oportunidad de una noche de descanso. Guardias cada dos horas. Yo haré la primera.

—¿Usted solo, jefe? —Fue Miller quien habló suavemente desde el otro extremo de la estancia—. ¿No cree que deberíamos ser dos, uno para el frente y otro para la parte trasera? Además, ya sabe que todos estamos hechos polvo. Uno solo podría quedarse dormido. —Su voz sonaba tan apesadumbrada que Mallory se rió.

—De ningún modo, Dusty. Cada uno hará su guardia junto a aquella ventana y, si se duerme, ya despertará cuando se dé el golpe en el suelo. Precisamente por encontrarnos tan rendidos no podemos permitirnos que nadie pierda el sueño sin necesidad. Yo primero, luego tú, después Panayis, Casey y Andrea.

—Bueno, bueno, supongo que estará bien —accedió Miller de mala gana, poniéndole en la mano un objeto duro, frío, metálico, que Mallory adivinó en el acto: era la más apreciada posesión de Miller, su pistola con silenciador.

—Para que pueda convertir usted en una criba a cualquier visitante inoportuno sin despertar al pueblo entero. —Se dirigió a la parte posterior de la habitación, encendió un cigarrillo y estuvo fumando un rato. Después se echó en el banco. A los cinco minutos todo el mundo dormía menos el hombre que vigilaba silenciosamente junto a la ventana.

BOOK: Los cañones de Navarone
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