Read Los Cinco se escapan Online

Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco se escapan (10 page)

BOOK: Los Cinco se escapan
12.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Bueno, no hay que preocuparse mucho por la entrada de los sótanos —dijo Julián—. No creo que ninguno de nosotros quiera meterse allá dentro. ¡Mira el pobre
Tim
! Está mirando muy tristemente a esos conejos. ¿No es gracioso?

Tim
estaba sentado detrás de los chicos, mirando con gran tristeza los conejos que le rodeaban en el verde suelo del patio. Miraba a los conejos, luego a
Jorge
y después otra vez a los conejos.

—No,
Tim
—dijo
Jorge
firmemente—. No cambiaré de modo de pensar con lo de los conejos. Tú no les darás caza en nuestra isla.

—Supongo que pensará que eres muy injusta con él —dijo Ana—. Al fin y al cabo, tú dijiste que él participaría de una cuarta parte de la propiedad de la isla contigo, y por eso él piensa que puede hacerse con su parte de los conejos.

Todos rieron.
Tim
movió la cola y miró esperanzado a
Jorge.
Iban cruzando el patio del castillo. De repente Julián se detuvo.

—¡Mirad! —exclamó, sorprendido, señalando algo que había en el suelo—. ¡Mirad! ¡Alguien ha estado aquí! ¡Aquí han encendido fuego!

Miraron al sitio del suelo donde indicaba Julián. Había un montón de ceniza. Seguramente alguien había encendido fuego allí. Había también en el suelo una colilla de cigarrillo. ¡No cabía la menor duda de que alguien había estado en la isla!

—¡Si vienen aquí turistas le diré a
Tim
que los ataque! —gritó
Jorge,
furiosa—. Este sitio es de nuestra propiedad y no quiero que venga nadie.
Tim,
tú no puedes dar caza a los conejos, pero sí a todo bicho viviente con dos piernas, excepto nosotros. ¿Entendido?

Tim
empezó a mover la cola al punto.

—¡Guau! —ladró, completamente de acuerdo. Miró por todo el rededor como si esperase que apareciera alguien a quien dar caza. Pero no apareció nadie.

—Creo que la marea habrá bajado ya —dijo Julián—. Vamos a ir a comprobarlo. Si es así, podemos ir por esas rocas hasta llegar al barco. Es mejor que Ana no venga. Podría resbalar y caer sobre las rocas.

—¡Desde luego que iré! —gritó Ana, indignada—. Vosotros también podéis caeros lo mismo que yo.

—Bueno, ya veremos si la cosa ofrece mucho peligro —dijo Julián.

Emprendieron el camino hacia lo alto de la muralla. Observaron el barco y las rocas y pudieron ver que éstas eran azotadas por las olas muy pocas veces, por lo que podían dirigirse al barco con relativo poco peligro.

—Si te pones entre Dick y yo, puedes venir con nosotros —dijo Julián—. Pero dejarás que te ayudemos a pasar por los sitios más difíciles y no armarás jaleo. No queremos que caigas y que te lleven las olas.

Bajaron de la muralla y se dirigieron a las resbaladizas rocas que conducían al barco. La marea había bajado bastante y ahora era posible llegar hasta el barco andando por las rocas, cosa que les fue imposible a los chicos el verano anterior.

—¡Ya hemos llegado! —exclamó Julián tocando el casco del barco con la mano. Resultaba un barco muy grande, ahora que estaban junto a él. Se alzaba majestuoso ante ellos, cubierto de algas marinas y oliendo a cosa húmeda y vieja. El agua casi le cubría la popa, pero no la proa, que estaba a cubierto del mar incluso cuando la marea era alta.

—Ha sido zarandeado por las olas este invierno —dijo
Jorge
contemplando el viejo navío—. Tiene una porción de agujeros más en el casco, ¿verdad? Y ha desaparecido parte del mástil y del puente. No sé cómo nos las arreglaremos para entrar en él.

—He traído una cuerda —dijo Julián desliándose de la cintura, donde la tenía arrollada, una gruesa maroma—. Sólo medio minuto para hacer un lazo. Luego intentaré sujetarlo en aquel trozo de palo que sobresale de la cubierta.

Lanzó la cuerda dos o tres veces, pero no pudo enganchar el palo.
Jorge
se la arrebató con impaciencia y al primer intento lo enganchó. Ella tenía mucha experiencia en hacer cosas por ese estilo y lo hacía muchas veces mejor que un chico. Ana la miró con admiración.

Jorge
trepó por la cuerda como un mono y pronto estuvo en la inclinada y húmeda cubierta. Por poco resbala y cae, pero se agarró a tiempo a un saliente. Julián ayudó a Ana a subir y luego los dos chicos la siguieron.

—Huele horriblemente, ¿verdad? —dijo Ana tapándose la nariz—. ¿Todos los barcos naufragados huelen de esta manera? Yo no pienso ir a explorar los camarotes como hicimos el verano pasado. Allí debe de oler peor todavía.

Por tanto, los otros dejaron a Ana sobre la medio podrida cubierta mientras ellos iban a explorar el interior del buque. Llegaron a los camarotes, que olían muy mal y estaban llenos de algas. También exploraron el camarote del capitán, que era el mayor de todos. Pero estaba enteramente claro que allí no podrían dormir, ni siquiera dejar las cosas, de tan húmedo y podrido que estaba todo. Julián, en algún momento, tuvo miedo de taladrar el suelo con el pie.

—Volvamos a cubierta —dijo—. Aquí no podemos seguir. Está todo muy maloliente y oscuro.

Estaban dirigiéndose a cubierta cuando oyeron una exclamación de Ana.

—¡Caramba! ¡Venid rápido! ¡He encontrado algo!

Echaron a correr todos en dirección a Ana, por la húmeda y resbaladiza cubierta. Ana estaba en el mismo sitio donde la habían dejado, con los ojos centelleantes de excitación. Señalaba con el dedo a la parte opuesta de la cubierta.

—¿Qué es eso? —preguntó
Jorge
—. ¿De qué se trata?

—Mirad, eso no estaba allí la otra vez que vinimos al barco. ¡Seguro! —dijo Ana, todavía señalando. Los otros miraron hacia donde ella indicaba. Vieron una gran caja abierta en cuyo interior había un pequeño cofre negro. ¡Qué cosa más extraordinaria!

—¡Un cofre pequeño y negro! —dijo Julián, sorprendido—. No, esto no estaba ahí antes. Y no hace mucho que lo han traído. ¡Está seco y nuevo! ¿A quién pertenecerá? Y ¿por qué lo habrán traído aquí?

Capitulo XII

LA CUEVA ENTRE LAS ROCAS

Cautelosamente, los chicos se dirigieron por la resbaladiza cubierta al lugar donde estaba la caja. Evidentemente la tapa de ésta había sido cerrada para ocultar el cofre, pero luego se había abierto sola.

Julián cogió el pequeño cofre negro. Todos los chicos estaban pasmados. ¿Por qué habrían dejado ese cofre allí?

—¿No habrán sido contrabandistas? —dijo Dick.

—Sí, podría ser —dijo Julián pensando intensamente e intentando desatar las correas del cofre—. Éste puede ser un buen sitio para los contrabandistas. Pueden haber traído esto en un bote para ocultarlo.

—¿Quieres decir que ahí dentro hay cosas de contrabando? —preguntó Ana, excitada—. ¿Qué podrán ser? ¿Diamantes? ¿Tejidos de seda?

—Cualquier cosa por la que haya que pagar para introducirla en el país —dijo Julián—. ¡Caramba con estas correas! ¡No puedo desatarlas!

—Déjame intentarlo —dijo Ana, que tenía unos dedos largos y ágiles. Empezó a manipular en las hebillas, y en poco tiempo desató las correas. Pero una gran decepción se abatió sobre todos. ¡El cofre estaba cerrado a cal y canto! ¡Tenía dos buenas cerraduras y no había llaves!

—¡Vaya! —exclamó
Jorge
—. ¡Qué fastidio! ¿Cómo podremos ahora abrir el cofre?

—No podemos —dijo Julián—. Y no debemos romperlo para abrirlo, porque ello pondría sobre aviso a los contrabandistas de que hemos encontrado las cosas que han guardado. ¡Lo que tenemos que hacer es atraparlos!

—¡Ooooh! —dijo Ana, roja de excitación—. ¡Atrapar a los contrabandistas! ¡Oh Julián! ¿Crees que podremos?

—¿Por qué no? —dijo Julián—. Nadie sabe que estamos aquí. Nosotros podemos descubrirlo todo si vemos que un barco se acerca a la isla y suelta un bote. Yo diría que los contrabandistas están utilizando esta isla como escondrijo para sus cosas. ¿Quiénes serán? Creo que alguien del pueblo Kirrin o de los alrededores.

—Esto se está poniendo emocionante —dijo Dick—. Siempre nos ocurren aventuras cuando venimos a Kirrin. Aquí está todo lleno de aventuras. Esta es la tercera.

—Creo que será mejor que salgamos del barco —dijo Julián observando cómo volvía la marea—. Vámonos ya, no sea que nos coja la marea alta y tengamos que estarnos aquí horas y horas. Yo bajaré primero por la cuerda. Luego sígueme tú, Ana.

Bajaron por la cuerda y pronto estuvieron sobre las rocas. Justo cuando llegaron a la más próxima a la isla, Dick se detuvo.

—¿Qué te pasa? —dijo
Jorge
—. ¡Sigue adelante!

—¿No es una cueva aquello que hay en aquella roca lejana? —dijo Dick señalando con el dedo—. Enteramente lo parece. Si lo es, tendremos un sitio magnífico donde guardar nuestras cosas y dormir, si es que la marea no la alcanza.

—No hay ninguna cueva en Kirrin —empezó a decir
Jorge.
Pero pronto tuvo que callarse. Lo que Dick estaba señalando parecía en verdad una cueva. Al fin y al cabo,
Jorge
no había explorado nunca esa parte rocosa de la isla, que estaba muy lejos del interior y no podía verse desde tierra.

—Iremos a ver —dijo. Cambiaron su dirección y en vez de seguir por el camino de la ida cruzaron la masa de rocas y se encaminaron hacia un saliente rocoso donde parecía estar la cueva.

Por fin llegaron. Afiladas rocas guardaban la entrada y medio la ocultaban. Era realmente difícil verla salvo desde el sitio donde había señalado Dick.

—¡Es una cueva! —exclamó Dick, muy contento, introduciéndose en ella—. ¡Y a fe que es magnífica!

Era realmente una cueva estupenda. Su suelo estaba recubierto de seca y finísima arena y estaba lo suficiente alta para que el agua no la alcanzase durante las mareas, salvo en caso de fuerte temporal. En todo su alrededor tenía como una especie de asiento de piedra.

—¡Exactamente como si la hubiéramos preparado nosotros! —gritó Ana alegremente—. Podemos meter aquí todas nuestras cosas. ¡Qué estupenda es! Vendremos aquí y viviremos y dormiremos. ¡Y fíjate, Julián, hay una claraboya por donde entra la luz!

La muchachita señaló hacia arriba, y los demás pudieron ver que el techo de la cueva tenía un agujero por donde entraba la luz.

—Podremos entrar nuestras cosas a través de ese agujero —dije Julián haciendo planes rápidamente—. Nos costaría mucho trabajo traerlas por el camino que hemos seguido hasta ahora. Tenemos que salir y buscar por encima de la cueva ese agujero y cuando lo encontremos nos será fácil meter las cosas con la ayuda de una cuerda.

Aquél había sido un gran descubrimiento.

—Nuestra isla es mucho más interesante de lo que habíamos supuesto —dijo Ana sintiéndose muy dichosa—. Hemos encontrado una cueva magnífica.

La primera cosa que hacer, por supuesto, era ir por encima de la cueva para encontrar el agujero. Salieron y se dispusieron a encontrarlo.
Tim
resultaba muy divertido andando por la resbaladiza roca. Sus patas resbalaban y dos o tres veces cayó al agua. Pero siempre nadaba y volvía a trepar hasta reunirse con los demás.

—¡Es como
Jorge!
—dijo Ana riendo—. No se amilana por nada.

Siguieron trepando hasta llegar a la puerta de arriba de la cueva. No resultaría muy difícil encontrar el agujero, ahora que sabían que estaba por allí.

—Algo peligroso, realmente —dijo Julián asomándose al agujero cuando lo hubo encontrado—. Cualquiera de nosotros, al pasar por aquí, podría haber caído dentro por accidente. Ved cómo está todo cubierto de zarzas.

Removieron con las manos el agujero para dejarlo limpio de zarzas y, una vez conseguido, pudieron fácilmente observar desde arriba el interior de la cueva.

—No está muy hondo el suelo —dijo Ana—. Casi podíamos saltar para meternos allí.

—No lo haremos —dijo Julián—. Podríamos rompernos un hueso. Hay que esperar a que atemos una cuerda a cualquier sitio y la metamos por el agujero. Entonces podremos entrar y salir de la cueva fácilmente.

Fueron a donde estaba el bote y empezaron a vaciarlo, llevándose las cosas hacia donde estaba la cueva. Julián cogió una cuerda y empezó a hacerle nudos a intervalos.

—Es para que los pies tengan donde apoyarse —explicó—. Si bajamos todo seguido podríamos dañarnos las manos. Estos nudos nos ayudarán a bajar y a subir.

—Deja que yo baje primero y entonces podréis ir echándome las cosas —dijo
Jorge.
Ella bajó la primera, apoyándose uno a uno en los nudos de la cuerda. Era un buen sistema para bajar.

—¿Cómo meteremos dentro a
Tim?
—preguntó Julián. Pero
Tim,
que había estado gimiendo ansiosamente mientras bajaba
Jorge,
arregló él sólo la cuestión.

Dando un salto, desapareció por el agujero. Llegó un grito de abajo.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto? ¡Oh,
Tim
! ¿Te has hecho daño?

La arena estaba blanda como un mullido colchón y
Tim
no se había hecho daño. Se sacudió y empezó a ladrar alegremente. ¡Estaba otra vez con
Jorge
! No estaba dispuesto a permitir que su amita desapareciera tras misteriosos agujeros sin seguirla al punto. ¡No, señor!

Entonces empezó el trabajo de meter en la cueva todas las cosas. Ana y Dick ataron el primer paquete y Julián lo bajó cuidadosamente por el agujero.
Jorge
desato las cosas en cuanto las tuvo a su alcance y luego subieron la cuerda para atar otro paquete.

—¡Este es el último! —gritó Julián después de un buen rato de trabajo realmente duro—. Ahora bajaremos todos y ni que decir tiene que lo primero que hagamos después de preparar las camas será comer. ¡Estoy muerto de hambre! ¡Hace horas que no hemos comido nada!

Pronto estuvieron todos sentados en la caliente y blanda arena de la cueva. Abrieron una lata de carne, cortaron rodajas de pan y se hicieron bocadillos. Luego abrieron una lata de manzanas en conserva que comieron con gran placer, así como el jugo que contenía la lata. Después de esto se encontraban todavía hambrientos y abrieron dos latas de sardinas, que tomaron con galletas. Había sido realmente una buena comida.

—Dulce de jengibre para terminar, por favor —dijo Dick—. Caramba, poca gente en el mundo habrá disfrutado de una comida como ésta.

—Será mejor que vayamos en seguida a buscar brezos para los colchones —dijo
Jorge,
soñolienta.

—¿Quién quiere brezos? —dijo Dick—. ¡Yo, no! Esta magnífica arena blanda es lo único que quiero y un cojín y una o dos mantas. ¡Dormiré aquí mejor que en la cama!

BOOK: Los Cinco se escapan
12.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Burn Journals by Brent Runyon
The Treasure by Iris Johansen
The Janus Reprisal by Jamie Freveletti
When the Music's Over by Peter Robinson
Death By Carbs by Paige Nick
Dark Labyrinth 1 by Kevin J. Anderson
Preserving the Ingenairii by Jeffrey Quyle