Los cipreses creen en Dios (107 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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A decir verdad, no podía quejarse de nadie. Desde el primer instante había recibido las mayores pruebas de solidaridad que recordaba; desde el dueño del hotel hasta el doctor Rosselló, que le examinó una a una las heridas con una paciencia extraordinaria, pasando por una representación de Izquierda Republicana que fue a manifestarle su adhesión, otra de Estat Català, otra de la UGT, etc.

Su azoramiento al ver entrar en su habitación a Mateo y a dos desconocidos había sido indescriptible. Al ver que se dirigían a él, que le mostraban un papel que decía: «¡Arriba España!», que le abrían la boca y se lo introducían, obligándole a tragárselo, supuso que le iban a matar. Y los primeros puñetazos le confirmaron en ello. Sin embargo, la ola de furor que al recobrar el conocimiento se apoderó de él desapareció ante las primeras muestras de atención. El Comisario en persona había acudido a verle en el acto, y, unos minutos después, Julio.

Y ambos le habían prometido desde el primer momento: «Doctor, no cejaremos hasta dar con los culpables. Va en ello el honor de la ciudad y del pueblo español». Naturalmente, no era cosa fácil, pues Mateo parecía haberse escondido en el infierno y las señas de los dos camaradas que le ayudaron no coincidían con las de nadie sospechoso; pero Julio acababa de telefonearle dándole dos noticias satisfactorias. Primera, que tenían una pista. Segunda, que habían hecho pública su intención de guardar como rehenes a los tres falangistas detenidos, mientras no apareciesen los culpables.

Lo que más molestaba al doctor era el pelado al rape. Las heridas fueron más aparatosas que profundas; los efectos del ricino perdieron en duración lo que ganaron en rapidez; pero contra el pelado al rape era imposible luchar como no fuera poniéndose salacot. En realidad, «el mayor de los tres agresores» le había dejado prácticamente como una bola de billar; bola que relucía escandalosamente al sol cuando el doctor salía a la terraza del Hospital o a dar una vuelta. El doctor tenía la sensación de que «la otra mitad de la ciudad», la que no leía
El Proletario
, ni había ido a verle, se reía de él y se alegraba del percance.

En Gerona no existía sino otra cabeza al rape que pudiera competir con la del doctor: la de César. Eran las dos cabezas más redondas de la ciudad, y el barbero Raimundo hubiera contemplado una y otra con orgullo. La primera vez que se encontraron frente a frente, el doctor Relken maldijo más que nunca a los autores de la agresión. Reconoció al seminarista, a quien recordaba del Museo; pero no dijo nada y se volvió despacio al Hospital.

César había vencido su azoramiento de antaño. En su casa habían imaginado que ante aquellos acontecimientos abriría las manos diciendo: «No comprendo, no comprendo». Y no era así. Miraba las cosas cara a cara y reaccionaba en forma enérgica. Tal vez porque de noche dormía, porque de momento sus pies no se despegaban del suelo ni en las palmas habían brotado aún los estigmas.

Confesó que se alegraba de que el doctor Relken hubiese recibido unos coscorrones y cuando, en el Museo, la sirvienta al verle le preguntó: «¿Quiere usted una taza de chocolate, César?», él contestó: «Sí, tráigala. Me sentará bien».

La teoría de César era idéntica a la de don Emilio Santos: él odio había ganado a la ciudad, era preciso derramar amor por todos lados. Subir a los pisos, a las murallas, a la Catedral y derramar amor sobre la ciudad.

Encontró un aliado en mosén Francisco. El vicario le decía: «Nuestra misión es actuar como si tal cosa. Si nos prohíben esto, hacer lo otro o procurar hacerlo de otra manera. Si prohíben a la gente venir a misa, iremos a celebrar misa en los pisos. Hay algo que no nos pueden arrancar.» Y se tocó la cintura, que un cilicio más penetrante que el de César rodeaba.

¡Mosén Francisco había obtenido permiso de Julio para entrar en la cárcel! Don Jorge, «La Voz de Alerta» y los demás detenidos por la misma causa que éstos habían solicitado confesar. Mosén Francisco fue allá, y al salir le contó a César lo que vio: unos hombres que acaso un día volvieran a sus egoísmos, pero que en los momentos que estuvieron arrodillados ante él habían conseguido despojarse incluso del odio. Todos se arrepentían de no haber sido mejores, de haber contribuido por sus actos o por sus omisiones a aquel estado de cosas. «Si no existiera el secreto de confesión, te contaría detalles edificantes —decía mosén Francisco—. Verías qué pronto cambia a veces el corazón de los hombres, por qué caminos les llega el amor.»

Ésta era la esperanza de mosén Francisco, que César compartía con poco entusiasmo, obsesionado por las frases de su profesor de latín: «La sociedad se aparta de Dios». «El pecado se ha adueñado de nuestra Patria.»

Ésta era la esperanza de mosén Francisco, a pesar de que al marcharse y pasar delante de Teo, éste escupió al suelo. Y a pesar de que las paredes de los pasillos de la cárcel estaban llenas de insultos, que se prolongaban, siguiendo la historia. Los detenidos de octubre habían iniciado los mueras, «La Voz de Alerta» al entrar les había impreso dirección opuesta. Ahora Teo escribía por su cuenta y su letra insegura, pero de tamaño colosal, vencía de nuevo y arrancaba carcajadas del gitano, el cual se había convertido en su perro fiel.

Una cosa había afectado al seminarista: que hubiera sido precisamente Murillo quien colocara la bomba en el Museo y robara la imagen. Ahora oía decir de él: «Espera órdenes del POUM, de Barcelona. Tal vez sea éste el peor grano que le salga a Cosme Vila». A César, a pesar de sus teorías amorosas, le sería difícil perdonar a Murillo. Tan difícil como creer que «La Voz de Alerta» se había despojado del odio efectivamente.

A César le ocurría un poco lo que a Marta: había cosas que eran más fuertes que él. Por eso en seguida el seminarista y la chica se llevaron bien, aun cuando ésta en sus actos le desconcertase un poco. Marta le desconcertaba porque, a pesar de las circunstancias —por la situación de Mateo tenía prohibido ir con Ignacio por la calle—, su energía y su alegría eran totales. No que hiciera de sí misma lo que quisiera, sino que cuando un sentimiento se manifestaba potente en su interior se entregaba a él por entero. Ésta era la verdad. Daba la impresión de hallarse en su ambiente, combatiendo, y Matías Alvear quedaba anonadado. «Es hija de militar, es hija de militar…», decía. Había impreso las octavillas en las propias narices del comandante Campos. Veía todos los días al Rubio y le daba los recados precisos para Mateo. Veía con harta imprudente frecuencia a Padilla y Rodríguez, y los instruía sobre Falange, pues la adhesión de los dos guardias civiles era puramente instintiva. «El error de los sistemas capitalistas y marxistas es considerar que los intereses de patrono y obrero son opuestos —leía la chica en una Circular, mientras los dos guardias civiles torcían la boca, con una colilla en los labios—. En el orden sindical que…» Padilla y Rodríguez se rascaban el cogote. «Está bien —decían—. Está muy bien. Pero… —Acercaban sus sillas a la de Marta—. Oye una cosa. Ya volveremos a eso luego. ¿Por qué esperar a noviembre? ¿Qué dice tu padre? ¿No comprende que se nos van a merendar?» Marta contaba todo eso a los Alvear y decía que ella personalmente no le temía en absoluto a Julio. «Se cuidará muy mucho de meterse conmigo.» ¡Se permitía incluso el lujo, al menor descuido de su padre, de saltar sobre su jaca e ir a dar una o dos vueltas al circuito de la Dehesa! Un día, los anarquistas la vieron y le tiraron piedras. Ella tan fresca. Ahora se proponía volver allí, aun cuando la Dehesa estuviera plagada de huelguistas de Cosme Vila. Ignacio entendió que era una provocación sin gracia, y lo mismo opinó César. Marta reconoció que tenían razón. «No lo he dicho para dármelas de valiente, creedme —explicó—. Pero es que me molesta, la verdad, que por esos palurdos no podamos seguir nuestras costumbres.»

Marta contó que los dos hijos de don Santiago Estrada habían ido a verla, acompañados de dos muchachos más de la CEDA. «¡Habríais tenido que oírme! Brazo en alto y diciendo: Depende de vuestra capacidad de sacrificio.» Y volver a empezar con las Circulares.

César no sabía si admirarla o no. La quería, pero no sabía si aquél era el papel que correspondía a una mujer. En todo caso, Carmen Elgazu no había leído nunca Circulares ni siquiera vascas; y en cuanto a Pilar, se contentaba con repasar los cuadernos atrasados de su Diario íntimo, de los tiempos en que Mateo la esperaba mañana y tarde a la salida del taller de costura. ¡Pilar estaba menos en su ambiente que Marta! Soportaba la separación con entereza, pero adelgazaba a ojos vistas. Su amor por Mateo se revelaba algo absoluto, conmovedor. ¡Le habían prohibido incluso pasar por la calle de las Ballesterías, por debajo del balcón en que el Rubio montaba guardia hablando con los vecinos! Una fotografía. Nada más que una fotografía de Mateo en la mesilla de noche, a los pies de San Francisco de Asís y Santa Clara. Si Pilar miraba hacia arriba, era para rezar por el de abajo, y éste era su egoísmo. Un retrato de Mateo, su imagen en la mente… y un sobresalto cada dos por tres. En la manera de sonar el timbre le parecía que llegaban malas noticias. Al desplegar el periódico, temía a los titulares. «¡El Jefe de Falange ha sido hallado en…!
» El Demócrata
publicaba a diario el Parte de guerra, «Hay una pista.» «Los culpables del atentado al doctor Kelken, a punto de ser detenidos…» Pilar se arrodillaba en su cuarto y rezaba: «Señor, ¿por qué le persiguen como a un criminal? ¿Qué ha hecho, qué ha hecho Mateo?» Al ver al doctor con la cabeza al rape, le miró como si éste fuera un oso. El doctor le correspondió con expresión muy distinta y más compleja que la que mostró al encontrarse con César. Pilar le decía a César: «Reza por Mateo, César. Anda tú, que eres un santo». Y por las noches soñaba con que se subía a los tejados, que tropezaba con una chimenea en forma de saxófono y que se introducía por ella descendiendo hasta la cocina del Rubio, donde se encontraba a Mateo pasándose por la frente el pañuelo azul, con un pie sobre la calavera y el otro sobre la tortuga del jefe de Policía.

César sentía todo aquello más próximo a su alma que el año anterior, cuando se notaba extraño entre los mortales. A gusto hubiera ido a ver a Julio y le hubiera contado cuatro verdades. Su preocupación eran los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que habían quedado sin techo. Consiguió de mosén Alberto que los instalaran como se merecían, en casas particulares. ¡También quería conseguir la destitución de David y de Olga como inspectores del Magisterio! Por desgracia mosén Alberto le desanimaba. «No hay nada que hacer, ya lo ves —le decía—. Ni destituciones, ni taller de imágenes, ni catacumbas, ni nada. Y si se intenta un levantamiento militar, perderemos. ¡Vete, vete a la calle de la Barca y verás cómo te recibirán! Pero te aconsejo que dejes la navaja de afeitar en casa…»

César no compartía su opinión. Mosén Francisco iba a la calle de la Barca y no le ocurría nada. Mosén Alberto estaba demasiado afectado por la muerte de la sirvienta y no creía que aún existieran personas como el patrón del Cocodrilo.

¡El patrón del Cocodrilo! ¿Por qué no visitarle y a través de él conseguir un buen escondite para Mateo…? ¡Porque el piso del Rubio, siendo éste asistente del comandante Martínez de Soria, era un polvorín!

Actuar, actuar… como decía mosén Francisco. En la tarde del lunes, al encenderse las montañas de Rocacorba como todas las tardes desde el cambio de luna, se fue a la calle de la Barca, bamboleándose sobre sus pies. Y nada más entrar en el Cocodrilo, quedó estupefacto, reclinada en el mostrador vio a Canela, rodeada de soldados. Todos bebían y ellos echaban al aire los gorros de militar. Canela estaba borracha y al reconocerle le dijo: «¿Qué… ya se curó tu hermanito?» César no comprendió. Vio levantarse de un rincón una mujer guapetona. «¡Eh, éste es el que engatusaba a los críos con cuentas y catecismos!»

César salió. La calle estaba abarrotada. Le pareció reconocer antiguos alumnos, chicos y chicas a los que había lavado las piernas en el río. Habían perdido su compostura. Los recordaba sentados en el suelo honestamente, con las piernas cruzadas. Ahora se habían subido a las rejas de las ventanas, silbaban, se daban empujones al hablarse, miraban las bombillas y se reían. ¡Y cuántas blasfemias!

Nadie le saludó. El silencio era peor. Había pasado por sus vidas como agua sobre mármol. «Tío César.» Todo inútil.

César permaneció un rato más, esperando al ser solitario, al ser único que sin duda existía y que saldría a su encuentro exclamando: «¿Qué tal estás, 4x4, 16?»

Pero el patrón del Cocodrilo apareció en el umbral. «Es mejor que te largues», le dijo. Había gitanos en torno a un organillo donde se pregonaba «El crimen de Cuenca». Un hombre con blusa de matarife pisoteaba un montón de basura y gritaba: «¡Huelga, huelga de barrenderos!»

César miró al patrón y, dando media vuelta, inició el regreso. «¡Eh, eh, peque…!» Él no se volvió. En una barraca de tiro los monigotes eran Alfonso XIII, un moro, un obispo y un militar lleno de condecoraciones. «¡Siempre toca, siempre toca!»

En cada esquina había hombres con papelitos en la gorra. «Proletarios del mundo, uníos.» Al pasar, le miraban con curiosidad recelosa. «¿Dónde hemos visto esa cara?», parecían preguntarse.

Un perro famélico le seguía lamiéndole los pantalones. César se agachó y le acarició el lomo. «Cuco, cuco…», susurró, en el tono justo para que le oyera. En la puerta trasera de la iglesia de San Félix alguien había escrito: «Viva yo».

Capítulo LXXIX

La huelga se extendió en forma implacable. Izquierda Republicana abrió cuantas fábricas y talleres pudo. Sin resultado. La buena voluntad de los Costa quedaba anegada en la oleada popular.

La huelga trastornaba implacablemente los puntos vitales de la industria y el comercio y servicios tan importantes —¡el matarife tenía razón!— como el de recogida de basuras. Por lo demás, las calles estaban ocupadas por los huelguistas. Cosme Vila hubiera podido suspender el reparto del correo, pues varios funcionarios eran afiliados y se le habían ofrecido; pero no se atrevió.

Los economistas de la ciudad consideraban todo aquello una catástrofe sin precedentes. Los viajantes que llegaban a la estación con los muestrarios se volvían en el primer tren. Muchos patronos, con su fiel contable al lado, repasaban los libros y se llevaban las manos a la cabeza. Las ratas habían hecho su aparición en varios almacenes de la ciudad. Se paseaban al acecho, por encima de las cajas, haciendo tintinear botellas vacías.

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