Los milicianos no esperaban aquello. Sin embargo, como tocados por un resorte se quitaron el gorro y echaron a correr en todas direcciones. Por otra parte, los guardias de a pie desplegaron y a cincuenta metros escasos les obstruyeron el paso. Los del bastón se rindieron sin resistencia apenas, aunque ninguno cedió el arma sin acompañar el gesto de una sonrisa irónica. Los del fusil forcejearon con dureza, pero a la postre quedaron indefensos.
El oficial ordenó a todos: «¡Andando! ¡Y poco ruido!» Algunos obedecieron. Otros miraron a Cosme Vila y se hacían los remolones. Varios, con franca insolencia, sacaron las tabaqueras del bolsillo. «¡Andando, o habrá jaleo!» E indicó las porras de sus agentes. La prudencia se apoderó de los milicianos. Lentamente empezaron a dispersarse. «¡Andando!» Los agentes los persiguieron porras en alto y los milicianos, por último, pusieron pies en polvorosa.
Cosme Vila había quedado allá, escoltado por un grupo de guardias.
—Usted se viene conmigo a Comisaría —repitió el oficial.
Cosme Vila no se inmutó.
—¿Me llevarán a caballo o a pie?
—A pie. —El oficial enfundó su pistola—. ¡En marcha!
Ordenó a los jinetes que se volvieran al trote y a la casi totalidad de los de a pie los mandó regresar por el otro lado. Sólo cinco agentes quedaron escoltando a Cosme Vila.
Echaron a andar. Cosme Vila dio unos pasos más adelante. Alguien entre los curiosos gritó: «¡A la cárcel!»
Cosme Vila meditaba su situación. La avenida central de la Dehesa era larga. Las botas de los guardias resonaban con más contundencia que el calzado de la Milicia Popular. El jefe consideraba que Julio cometía un error llevándole a pie. Según el itinerario que siguieran al entrar en el casco urbano la masa de afiliados se daría cuenta de lo que ocurría y organizaría lo que hiciera falta en su defensa. ¡En línea recta sería preciso pasar ante el local del Partido!
Por el momento, sin embargo, se había quedado sin defensores. Los curiosos que se iban agrupando más bien le eran hostiles. «¡A la cárcel!», se oyó otra vez.
En la Catedral dieron las siete de la tarde. Ya los caballos habían desaparecido. Cosme Vila irrumpió en la calzada que conducía a la Plaza de Telégrafos. En todo lo que alcanzaba su vista no se veía concentración alguna de militantes.
—Tal vez más adelante. Los milicianos habrán avisado a alguien. Todavía no da tiempo.
De pronto, el panorama cambió. Al llegar al Puente, en el que convergían varias carreteras de entrada a la población, oyeron a su espalda una algarabía infernal. Gritos, ruidos de motores y bocinazos.
Cosme Vila volvió la cabeza, y los guardias lo mismo. ¿Qué ocurría? Un camión, y luego otro y luego otro. Cosme Vila comprendió: entraba en Gerona la caravana de víveres procedente de Bañolas. «Víveres para los huelguistas de Gerona.» Pedían paso a través de los transeúntes. Iban cargados de ajos y en las cúspides aparecían sentados felices militantes.
Cosme Vila no perdió un momento. Se irguió sobre sus pies, miró en dirección a los camiones y luego levantó el puño con energía estremecedora.
Los militantes, desde sus torreones de ajos, le reconocieron en seguida. Vieron a los guardias. ¡Detenido! Llevaban al jefe detenido. El grito se escapó de sus gargantas. Las bocinas sonaron al unísono en colosal estruendo. Los militantes saltaron desde los camiones al suelo y en actitud suicida se dirigieron de frente hacia los guardias. Algunos, faltos de otra cosa, llevaban manojos de ajos en las manos.
La circulación se interrumpió. Algunas mujeres se mezclaron entre los militantes. Los balcones se abrieron.
Dos guardias quedaron escoltando a Cosme Vila y los tres restantes, con las porras en alto, esperaron la acometida de los militantes. El oficial tocó el pito, pero ningún otro agente apareció por los alrededores.
A la vista de las porras los militantes no se decidían a avanzar. De pronto de la parte trasera de uno de los camiones salió una piedra que dio de lleno en el hombro de uno de los guardias. Éste cayó al suelo.
—¡Animales! —gritó el oficial. Y sacó su pistola.
Los demás guardias le imitaron. Se oyeron tres disparos.
El pánico fue indescriptible. Algunos militantes se refugiaron detrás de los camiones, otros se dispersaron. En las ventanas no había quedado nadie.
Súbitamente, el primero de los camiones puso el motor en marcha y arrancó, de prisa, sorteando a los guardias. Se arrimó a Cosme Vila. El conductor gritó, dirigiéndose a éste: «¡Sube, sube!» Y había abierto la portezuela.
Cosme Vila dudó un momento.
—¡No! —rehusó—. ¡Pero concentraos en Comisaría!
Los guardias, al advertir la inclinación de Cosme Vila, supusieron que iba a subir y dispararon contra los neumáticos.
Cosme Vila se volvió furioso.
—¡Ya está bien, ya está bien!
El camión huía a toda velocidad. En la puerta de Telégrafos había aparecido Matías Alvear con bata gris y lápiz en la oreja. Pero, al oír los disparos, volvió a entrar.
Cosme Vila prefería ser llevado a pie, ahora que todo el mundo estaba alerta. La valenciana asomaba a lo lejos, seguida de una patrulla de militantes. Se veía su inmenso escote. El guardia herido se había incorporado por sí solo. Era preferible que fuera así.
—¡Andando!
El trayecto fue lento, pues era preciso sortear continuamente montones de basura. La huelga de barrenderos y de los encargados de la recogida continuaba. La ciudad hedía, y algunos parajes iban resultando inaccesibles. Se hablaba de que la tropa se encargaría del servicio. Perros famélicos iban por aquí y por allá, parecidos al que siguió a César en la calle de la Barca.
No existía periódico derechista para poner al corriente a la opinión. No obstante, las noticias se filtraban por misteriosos conductos. El intento de Cosme Vila de constituir la Milicia Popular llenó aún más de zozobra a todo el mundo. ¿Qué pasará ahora? ¿En qué parará la intervención de las autoridades?
Todo ocurría con lógica implacable. Cosme Vila argumentó ante Julio y el Comisario que no pretendía sino entrenar a sus afiliados para desfilar. Dio pruebas nada triviales: casi todo eran bastones, los fusiles estaban descargados. ¿Qué puede intentarse con fusiles descargados?
Julio llamó al oficial de Asalto. «Enséñenos esos fusiles.» Eran viejos, inservibles. Cosme Vila sonrió.
Afuera se había estacionado la masa gritando: «¡Viva Cosme Vila!»
Julio consultó con el Comisario. Decidieron soltarle.
—Pero renuncie usted a la Milicia —dijo Julio en tono categórico—. Si intenta usted concentrar de nuevo a los milicianos, dormirá usted en la cárcel al lado de don Jorge y procederemos a la clausura del local.
Luego el Comisario añadió:
—Y prepárese a recibir otras noticias.
Cosme Vila salió, pero había dejado de sonreír. Estaba preocupado y cansado. Ordenó a los que le esperaban que se dispersasen. Se fue a su casa, quería dormir. «Mañana hablaremos, mañana hablaremos.»
A los muchos que entendían que Julio se mostró débil éste les contestaba: «¡Ya está bien, ya está bien! Esto, para Cosme, era básico. Además, ya veis que no avanza un paso. Se desgastará, se desgastará inútilmente».
Al día siguiente,
El Proletario
atacaba duramente a Julio. Publicaba un clisé en el que se veía a dos agentes disparando sus pistolas contra el camión, que huyó a toda velocidad. Los ánimos de los militantes se habían exaltado lo indecible con todo aquello, pues la posibilidad de disponer de armas y de encuadrarse de una manera orgánica les había entusiasmado.
Cosme Vila acudió al despacho temprano. No sabía si había enfocado bien o mal la Milicia. Tal vez cometiera algún error. Al parecer la voz popular aseguraba que disponía incluso de morteros. Su mujer le había dicho: «Hagas lo que hagas, en seguida te calumniarán, diciendo que pretendes esto o lo otro.»
Estaba preocupado y los que le rodeaban se dieron cuenta de ello. Sin embargo, era imposible detener la marcha de los acontecimientos. Víctor se le acercó.
—Oye una cosa. Perdona que escoja este momento… pero la gente se queja.
—¿Qué gente?
—La que va a la Cooperativa.
—¿Y pues…?
—Se les reparte siempre lo mismo. Querrían un poco de carne.
Cosme Vila le miró.
—Ya hablaremos de eso luego.
Víctor salió y entró en el despacho el conductor del primer camión de la víspera.
—Oye. Ayer, con todo aquel jaleo, no pude decírtelo. En el campo piden las bases.
Cosme Vila acabó enfureciéndose: «¡Dejadme solo! ¡Hasta que regresen de Barcelona Gorki y Morales no puedo tomar ninguna determinación!»
Ésta era su preocupación principal. Según las noticias que trajeran los dos delegados, todo estaba resuelto, y los fusiles, aunque descargados, se volverían contra Julio. ¡Sobre todo, el dinero era lo que más falta le hacía!
—Id a la estación a esperarlos y que vengan en seguida.
Gorki y Morales llegaron en el tren de la mañana, en el mismo tren que Ignacio. Nada más verlos aparecer en el umbral de la puerta del despacho, Cosme Vila comprendió que traían noticias medianas.
—Sentaos. ¿Qué hay?
Los dos delegados se pusieron a hablar atropelladamente.
—Nos han recibido como si fuésemos ministros.
—Que insistamos, sobre todo, en la formación de células en los cuarteles…
—Nos han dicho que…
Cosme Vila les interrumpió.
—¡Resultados prácticos, resultados prácticos! —clamó—. ¿Qué hay del dinero?
Gorki contestó:
—Dinero… algo darán, pero peco.
Los ojos de Cosme Vila perdieron el color.
—El Partido tiene poco dinero —justificó el perfumista—. Y naturalmente, todas las provincias lo necesitan.
Cosme Vila se quedó de una pieza. Visiblemente comprendía que el golpe era duro y sus consecuencias graves.
—¿Y Vasiliev? —interrogó—. ¿Qué ha dicho Vasiliev?
Al verle en aquel estado, Morales intentó dar argumentos.
—Vasiliev… habló con mucha lógica. «Puedo pedir la suscripción a Rusia —ha dicho—. Pero tendré que hacer el informe, mandarlo, allá tendrán que preparar la opinión… y ustedes lo que necesitan es ayuda inmediata.» A mí me ha parecido…
Cosme Vila pegó un puñetazo en la mesa.
—¿Pero dan algo o no dan algo?
Gorki tomó asiento frente a él.
—Vasiliev vendrá el sábado, él en persona, y algo traerá. Pero desde luego será poco.
El jefe no se hacía a la idea de que aquello era una realidad. ¿Cómo luchar contra la ofensiva que se desencadenaba desde todas partes contra la huelga? Pensó que debía de haber ido a Barcelona él personalmente. Imposible que no se hubieran hecho cargo de la situación. ¡La partida estaba ganada a condición de resistir dos meses más! En vez de esto, se perdían en excusas casi burocráticas. Cosme Vila tomó asiento pensando en el fanatismo de la masa que le seguía, en el esfuerzo de los campesinos. ¡Imposible defraudarlos! Él era el jefe, los llevaba por el camino de la revolución proletaria. Si claudicaba y los obreros, sin protección, se veían obligados a presentarse uno por uno al patrón en demanda de ser readmitidos, le maldecirían hasta la muerte.
Morales leía cólera en su semblante, no desánimo.
—Si me permites, te hablaré de una sugestión que nos han hecho…
Cosme Vila le miró.
—¿Qué sugestión…?
—Tal vez pudiera ser una solución…
Cosme Vila alzó los hombros.
—He de advertiros que la solución se encontrará de todas maneras.
Morales prosiguió, mirándole con fijeza y como dudando de la acogida de sus palabras:
—Se trata de los anarquistas.
Cosme Vila arrugó el entrecejo.
—¿Cómo de los anarquistas?
—Déjame hablar —cortó Morales—. En Barcelona opinan que podríamos sacar partido de dos cosas: del estado en que se encuentra el Responsable y del hecho de que los campesinos de Barcelona sean anarquistas. ¿Por qué no conseguimos que el Responsable pida ayuda a éstos, les pida víveres? Vasiliev cree que probablemente los obtendría. Entonces podríamos hacer algo común en la Cooperativa. Nosotros prestar al Responsable los camiones… ¡En fin! Sin necesidad de que los afiliados se enteraran. O informándolos, lo mismo da.
Cosme Vila oyó aquello en silencio. Al pronto la sugestión le pareció absolutamente grotesca. ¡Unirse al Responsable! ¡Se quedaría con los víveres y, si pudiera, hasta con los camiones!
No obstante, su sentido realista se imponía. Algo quedaba claro, gustara o no gustara: el apoyo anarquista, dadas las circunstancias, podía ser verdaderamente eficaz… ¿Por qué no pensar en el asunto? ¡Y por otra parte algo debía hacerse!
No dijo nada. Sería preciso estudiar aquello.
Vio a Morales y Gorki pendientes de la expresión de su rostro.
—Ésta u otra, mañana os daré una solución —dijo. Abrió un cajón del escritorio y sacó de él un bocadillo.
Cosme Vila cambió de humor. Temía que su reacción contra Barcelona hubiera quebrantado en los delegados el sentimiento de unidad.
—¡Bien, bien! —exclamó, mordiendo el panecillo—. De modo que habéis visto al camarada Vasiliev en persona…
Gorki dijo:
—Hora y media hablando. Ni más ni menos.
Cosme Vila añadió:
—Le dolería no poder ayudarnos…
—Estaba desolado, desde luego.
Cosme Vila asintió con la cabeza.
—Explicadme cómo andan las cosas en Barcelona.
Morales se sintió a sus anchas.
—Andan bien —dijo—. El POUM es duro de roer, pero el Partido conserva una disciplina de hierro. Los socialistas ceden, hasta en Izquierda Republicana tenemos militantes. En fin, lo sabes mejor que nosotros.
Cosme Vila se interesó por los dirigentes de Barcelona que habían asistido a la Asamblea en el Albéniz.
—¿Y el camarada Hernández…?
—Ha mandado su mujer a Rusia. Quiere aprender el ruso para traducir a Gorki.
Cosme Vila asintió complacido.
—¿Y el manco…?
—El manco… de momento se queda en Barcelona. Dice que nuestra revolución campesina es ejemplar y que deberá tenerse en cuenta en su día. En fin, nos ha rogado que te felicitáramos.
Cosme Vila formuló aún una pregunta:
—¿Y armas?
—Vasiliev te hablará de ello.
El jefe no quiso prolongar más la entrevista. Hablaba, pero su pensamiento continuaba fijo en la negativa del dinero. ¡Algo debía hacerse! Veía desfilar ante él los irónicos ojos del Responsable y la ondulada cabellera de Porvenir.