Ignacio, desde el balcón, asistía al ir y venir de la multitud, asombrado de que todo ocurriera de tan sencilla manera… Por dos veces vio pasar a David y Olga, descompuestos de emoción, llevando cada uno una bandera. Le habían hecho un gesto como diciendo: «Ya lo ves…» Y habían doblado la bocacalle que conducía a Comisaría, donde se decía que estaban reunidas las nuevas autoridades.
Las radios continuaban informando. En la provincia de Barcelona centenares de
rabassaires
se dirigían a la capital por carretera y caminos para ayudar a las fuerzas de la Generalidad. Al parecer, el Gobierno de Madrid no sabía qué hacer. ¡Por lo visto no habían creído que la cosa fuera tan seria! En Asturias los mineros, perfectamente equipados, habían formado un verdadero ejército, que en aquellos momentos se dirigía también hacia Oviedo.
Matías, en Telégrafos, no cesaba de pasarse el lápiz de una a otra oreja y de comunicar con su hermano de Burgos. El patrón del Cocodrilo mandó un recado a César: «Si pasa algo, ven aquí…» El seminarista se colgó los auriculares de la galena. En cuanto a Ignacio, el espectáculo de Gerona, sin una sola voz que gritara «¡Españoles!», le sacaba de quicio. ¿Dónde estaba don Santiago Estrada, su optimismo y el desfile de sus juventudes? Las rejas del café de los militares parecían haberse encogido.
Las horas transcurrían vertiginosamente. Pasaban camiones y de los pueblos llegaban mensajeros que transmitían de un lado para otro la buena nueva. Camallera, nuestro; San Feliu nuestro, Figueras nuestro, Puigcerdá nuestro… Los hermanos Costa, escoltados por sus canteros recorrían la ciudad. En cambio, el Responsable y sus monaguillos no se veían por ninguna parte. En el Hospicio, un hombre vendado apareció en el tejado y, acercándose al campanario, clavó en él una bandera. En el Manicomio, los locos se paseaban, agitados sin saber por qué. El camarero Ramón, en el Neutral, se estrechaba sin cesar el lazo del cuello, consciente del momento que vivía.
A última hora de la tarde, cuando ya las sombras descendían sobre la ciudad, Matías llegó de Telégrafos y prohibió a Ignacio, César y Pilar que salieran de casa. Se decía que iban a cortar la corriente eléctrica y aquello resultaría peligroso. Carmen Elgazu propuso cerrar todas las ventanas y rezar las tres partes del Rosario.
Matías acertó. A las siete y media de la tarde en punto, y en el momento en que un camión en el que habían instalado un altavoz y una ametralladora cruzaba el Puente de Piedra conminando a la gente a que se concentrara ante Comisaría, la ciudad quedó a oscuras. Los faroles de la Rambla se apagaron. A lo largo del río, todas las luces se hundieron en la nada. La gran iluminación del Ayuntamiento se eclipsó. Fue algo insólito y espectacular. Los manifestantes tropezaban unos con otros, contra las sillas de los bares; sus movimientos eran torpes. Hasta mucho después los ojos no empezaron a acostumbrarse a aquella oscuridad. Entonces la gente pareció recobrarse. Se decía que aquello era un sabotaje y era preciso no dejarse amedrentar.
Pero en aquel momento, por el lado de los cuarteles de Infantería, situados detrás del Seminario, se oyó un redoble de tambores. Era un redoble rítmico que se iba acercando, que descendía hacia la parte baja de la ciudad. Gerona entera calló para oírlo.
Alguien corrió Rambla abajo, abriéndose paso, como llevando un mensaje.
¿Qué pasaba? También de los cuarteles de Artillería iban saliendo soldados, en perfecta formación. Los oficiales en cabeza, marcialmente, a lo largo del río, hacia la Plaza Municipal. Al frente de todos, montado sobre un caballo blanco, el Comandante Jefe de Estado Mayor. Detrás, el comandante Martínez de Soria. Eran dos columnas que iban a confluir en el Puente de Piedra.
Nadie sabía si aquellos piquetes de tropa eran amigos o enemigos. A ambos lados del Jefe de Estado Mayor, soldados con antorchas.
De súbito se oyó un toque de corneta. ¡Estado de guerra! Sin bajar de su caballo, mientras oficiales y números presentaban armas, el comandante leyó el Bando declarando el estado de guerra en la ciudad. ¡Enemigos! El ejército se había declarado enemigo. Como un río se proclamó el rumor. La multitud se dispersó con inaudita rapidez, entre las sombras. El ejército tenía orden de disparar al menor conato de resistencia.
Matías ordenó a Ignacio: «¡Entra y cierra el balcón!» Pero el muchacho se resistía. Porque el redoble de los tambores se oía cada vez más claramente. Bajaba por la Rambla. Cuando los tambores callaban, se oían perfectamente los cascos del caballo blanco del comandante. Los alrededores de Comisaría quedaron también desiertos. Al oír el toque de corneta, los dirigentes del movimiento se habían hecho cargo de la situación y unos doscientos hombres —entre ellos Julio García, los hermanos Costa y David y Olga— se habían encerrado en el edificio gubernativo.
Los piquetes de tropa se dirigieron allá y el comandante, deteniéndose ante la puerta, leyó el Bando conminatorio. En el acto un disparo salió del interior y el Jefe cayó de su caballo con el corazón atravesado. Los oficiales lanzaron un alarido de indignación. El caballo relinchó y huyó, solo, desbocado, calle abajo. Inmediatamente fue cercado el edificio. Las tropas ocuparon los sitios dominantes. Llegaron refuerzos. Del interior de Comisaría apenas si salía de vez en cuando algún tiro. Toda la noche fue transcurriendo de esta forma, con lentitud. Nadie pegó ojo. Ignacio, de vez en cuando, salía al balcón, pero volvía a entrar al oír una patrulla de soldados.
A las cinco y media de la madrugada la corriente eléctrica volvió. Todas las radios que no habían sido desconectadas lanzaron intempestivamente sus potentes voces. Las familias se congregaron alrededor, ávidas de noticias. No se oían más que bailables que crispaban los nervios. Por fin, a las seis y cinco minutos en punto, los micrófonos de Barcelona daban cuenta de que la Generalidad se rendía a las tropas del general Batet, encargado de sofocar el movimiento en la capital. Aquello significaba la derrota, que llegaba precisamente con la luz del alba. Pocos minutos después, en el edificio de la Comisaría de Gerona apareció la bandera blanca. Al saber lo de Barcelona, consideraron inútil toda resistencia. Las tropas entraron en tromba. Un oficial quiso vengar al comandante muerto y disparó contra el primer amotinado que apareció en la escalera, y que resultó ser uno de los taxistas del bar Cataluña.
El Comisario se rindió al frente de sus doscientos hombres. La única mujer era Olga. Todos quedaron detenidos.
* * *
Extraña revolución —opinó Matías—, sórdida revolución, tanto más cuanto que hasta el momento en que se oyeron los tambores se hubiera dicho que a las autoridades se las había tragado la tierra! ¿Por qué nadie impidió el asalto al Ayuntamiento, la ocupación de la ciudad por la multitud? Todo el mundo daba la batalla por ganada. Sólo Cosme Vila le decía a su compañera: «Algo preparan los militares… Sobre todo en Barcelona. La apuesta es demasiado fuerte para que no intenten resistir…»
Horas más tarde todo el mundo le dio la razón. El comandante Jefe de Estado Mayor, ahora muerto, sabía que, en efecto, todo dependía del desarrollo de los acontecimientos en Barcelona. De modo que pasó toda la jornada esperando órdenes, jugando al ajedrez con el comandante Martínez de Soria. La tropa estaba acuartelada…
Por último, cuando la ciudad quedó a oscuras, alguien llegó a los Cuarteles. Y al instante la partida de ajedrez entre los dos jefes se interrumpió y comenzó el redoble de tambores. «¡A las armas!» «La Voz de Alerta» sonrió por fin; don Pedro Oriol deseó que todo se desarrollara pacíficamente; las dos sirvientas de mosén Alberto se arrodillaron ante la cama del Beato Padre Claret, con los brazos en cruz.
El resultado, ahí estaba: Doscientos detenidos, desencajados, oliendo a cuerpo humano. Abarrotaban las celdas de la cárcel, húmeda y oscura, detrás del Seminario. Tenían hambre y reclamaban tabaco. Era domingo, y el sol y el otoño doraban los muros de la cárcel y de toda la ciudad. Bayonetas caladas escoltaban la Catedral, ocupaban las calles céntricas y los edificios públicos, empezando por Telégrafos. Los cafés recibieron orden de abrir sus puertas, pero permanecieron vacíos. Las gentes entraban en las iglesias y salían de ellas silenciosamente.
Varios altavoces cumplían su misión. Cada noticia tenía color de sangre. En Barcelona, la batalla entre el Ejército y las fuerzas populares adictas a la Generalidad había sido encarnizada y las calles estaban sembradas de cadáveres. Los soldados se habían visto obligados a disparar contra sus hermanos civiles. En Gerona había un silencio como si la batalla se hubiera dado allí, bajo los arcos.
Entre las familias de los detenidos la situación era de terror. Los militares, dueños de la situación: todo el mundo sabía lo que aquello significaba… Corrían rumores de que el Gobierno de Madrid les dejaría las manos libres, de que serían implacables, especialmente en un lugar como Gerona donde se había matado un jefe a sangre fría. Se hablaba de penas de muerte en masa. Sin posibilidad de escape o defensa, pues todos cuantos se habían encerrado en el edificio de Comisaría lo hicieron por propia voluntad.
Carmen Elgazu tenía una obsesión: saber lo ocurrido en Bilbao. Matías intentó informarse desde Telégrafos, pero sin resultado. Con el resto de España era imposible comunicar. Sólo de Burgos contestaron: «Alvear no está de servicio». Y aquello inquietó a Matías.
Ignacio se alegraba del fracaso separatista. La visión de la multitud, de David y de Olga, de todos gritando «¡Viva Cataluña libre!» desorbitados los ojos, le revolvía el estómago. Sin embargo, se hallaba sumido en una gran perplejidad. Algo había en la vida delgado como un hilo. ¡La cárcel, los militares, condenas a muerte! David y Olga se le aparecían como sus amigos más íntimos. ¡David, anguloso, enseñando a sus alumnos, cara al mar! Olga esperándole afuera —jersey de cuello alto— cuando terminó el Bachillerato, besándole en la mejilla. Y Julio García… Mentira que supiera nadar y guardar la ropa. Permaneció en Comisaría, dando la cara. Ahora estaba detenido como los demás, peor que los demás.
César sentía una pena profunda. Condenas a muerte… Entre los detenidos se hallaban Murillo, del taller Bernat, varios cabezas de familia de la calle de la Barca…
El muchacho había asistido al oleaje de la multitud con una especie de estupor. Aquel contagio popular le dio pena porque entendió que era sincero. Aquellas gentes amaban a Cataluña y querían organizar a su modo su destino; ello les llevaba a odiar, sin darse cuenta, a España. ¿Cómo condenar un odio que el amor inspira? Claro, España habría recibido la herida. En realidad, lo delgado como un hilo era simplemente el corazón humano, cuando se lanzaba a la calle sin un fin sobrenatural. ¿Quién ganaría el pan, ahora, para aquellas familias de la calle de la Barca? ¿Quién pintaría las llagas de Cristo en el taller Bernat? A grandes zancadas se dirigió a la Catedral y entró en ella entre bayonetas.
Pilar también había sido testigo de los acontecimientos, con estupor. Aquello no le gustaba. ¿Por qué la gente siempre quería más, más…? Fue a misa del brazo de su madre, pero nada tenía color de domingo en la ciudad. Y sin embargo, a la salida, bajo el sol, recordó los tambores, las antorchas y se dijo que en el fondo los oficiales que ocupaban las calles eran unos valientes… Allí estaban impecables, serenos, afeitados… «¡Derecha, mar!» Con una estrella, o dos, o tres.
Fue una mañana violenta, la tarde se extendió interminable. «Tenemos hambre, queremos tabaco.» A última hora apareció una edición especial de
El Tradicionalista
. La mordacidad de «La Voz de Alerta» chorreaba en cada línea, contenida aquí y allá por don Pedro Oriol. Varios ejemplares fueron llevados a la cárcel.
El periódico traía algunos detalles. Ya Generalidad se había rendido oficialmente a las seis y cinco minutos de la mañana. En toda Cataluña la cosa no había durado ni siquiera veinticuatro horas. En opinión de Matías, que no se apartaba de la radio galena, el infantilismo de los amotinados había sido, en Barcelona, algo indescriptible. Todo fue llevado con los pies y destinado al fracaso antes de empezar. Ocupación de edificios sin asegurarse la adhesión de las piezas maestras del orden público. Pero, sobre todo, sin ponerse previamente de acuerdo ni siquiera sobre los móviles de la Revolución. Porque, la independencia de Cataluña fue el móvil de la Generalidad, en tanto que las organizaciones obreras, realmente perseguían algo más: la revolución proletaria y social. Las discrepancias entorpecieron los movimientos desde el primer instante. Y la CNT, como siempre, a última hora viró en redondo —en Gerona el Responsable había desaparecido— y se había opuesto a la huelga general. Y la actuación del mismísimo Comisario de Defensa de Barcelona había sido confusa, como si estuviera de acuerdo con el propio general Batet. ¿Qué diablos ocurría con los demócratas que no se ponían de acuerdo ni siquiera cuando se jugaban la cara?
En cambio, en Asturias la cosa revestía otros caracteres, cuya gravedad no se podía negar. Veinte mil mineros se habían adueñado de la región, conducidos más inteligentemente, al parecer, que los separatistas catalanes. Si bien su suerte estaba echada: el Gobierno había mandado varias columnas desde Madrid, suficientemente equipadas para «acabar con ellos» pronto. El resto de España tranquilo, excepto leves incidentes en Madrid.
«¡Veinte mil hombres y acabar con ellos!» César no pudo dormir pensando en lo que aquello significaba.
Extraño atardecer de domingo de otoño, con una fantástica puesta de sol presidida por los Pirineos. En los cuarteles, la capilla ardiente ante el cadáver del Comandante de Estado Mayor.
«¡Que nadie salga de casa!» Matías sentía una tristeza tan grande como la que sentía César. Y temía por sus hermanos de Burgos y Madrid. Su empleo quedaba asegurado, pero ¡a qué precio! El director de la Tabacalera pasó la velada con ellos. Primero lamentó lo de Cataluña porque entendía que el pueblo catalán tenía grandes virtudes. «Lástima que no se sientan nuestros hermanos.» Luego, algo oiría por la radio galena, pues la soltó y, cosa inesperada en él, lanzó una terrible diatriba contra las Casas del Pueblo y, sobre todo, contra los sistemas revolucionarios que empleaban los mineros de Asturias. «Son auténticos salvajes», sentenció. Ignacio intervino con decisión: «¡Qué fácil es condenar! Cuando un minero sale del fondo de la tierra gritando, es que tiene razón; la tierra no engaña».