Cada uno de los empleados tenía su historia veraniega que contar. Varios, como La Torre de Babel, habían cambiado la piel… La piel que trabajaba en el Banco era otra. Pero el ser era el mismo. De modo que la piel no era lo esencial.
Pero la gran historia era la de Cosme Vila: Cosme Vila había hecho el viaje de bodas con la hija de los guardabarreras. La llamaba su compañera. Sus palabras recordaban las de David y Olga, pero con más despotismo. David y Olga habían registrado en el Juzgado su unión; Cosme Vila ni eso siquiera. Los suegros consintieron, él y su compañera tomaron el tren y se fueron a Barcelona. Allí, según Cosme Vila, vieron varios espectáculos en el Paralelo, bebieron mucha horchata, que a su compañera la volvía loca, ella durmió mucho, él habló mucho con el camarada Vasiliev, siempre inteligente —en el Partido Comunista— y habían regresado. Ahora vivían los dos juntos y tendrían un hijo. Nada de regalos ni de comprar un comedor y un dormitorio y lámparas. Ningún detalle burgués en todo el piso. Austeridad. Su compañera tenía prohibido pintarse; en cambio, para peinarse podría ir, si quería, a la barbería a que él iba, la de Marx, Lenin y Stalin en las paredes, en la que habían suprimido totalmente la separación de sexos.
—Vente un día por allí y verás —le decía Cosme Vila a Ignacio—. Pero no —añadía—. Tú, aunque te esfuerces, eres un burgués. Tú no comprendes que todo esto terminará un día u otro. A ti si te dicen que en China hay trescientos millones de hambrientos te quedas tan fresco, o en la India, o en África, o en América del Sur. Te parece que confesándote de vez en cuando esto se va a arreglar.
La órbita que describía el pensamiento de Ignacio durante la jornada, sometido a pruebas de aquel tipo, y a su estado de ánimo, era obsesionante. El resultado iba siendo que no escribía a San Feliu, que continuaba sin escribir. Y que César le mirara un poco asustado.
El único contrapeso de Ignacio, que ejercía cierta influencia sobre él, era la imagen de San Ignacio de Loyola que le había regalado su hermano, y que desde la mesilla de noche presidía ahora su cuarto.
Imposible entrar en el cuarto sin tropezar inmediatamente con los ojos del santo.
La imagen, maravillosa de expresión, cuyo modelo César consiguió gracias a un viajante de una fábrica de Olot que pasó por el taller Bernat, llegó a constituir para Ignacio una auténtica pesadilla. Porque los ojos no se limitaban a mirarle cuando entraba en la habitación, sino que luego le seguían implacablemente dondequiera que se hallara de ella; le miraban incluso en la oscuridad… Era aquél un fenómeno óptico conocido, ¡pero hubiera podido producirse en otros lugares! Resultaba algo incómodo pensar en los
maillots
azul y amarillo de las hijas del Responsable, teniendo los ojos de San Ignacio fijos en los propios ojos.
A gusto Ignacio hubiera colocado la imagen cara a la pared. Porque, además, le ocurría una cosa absurda: la historia del santo, que César le había relatado con entusiasmo le puso más nervioso aún: «noble, militar, fundador de los jesuitas». Compañía de Jesús, el General de la Orden: en todas partes dejó huella militar. Salvando las distancias, aquello recordaba las clases de esgrima del comandante Martínez de Soria… Sin olvidar que, según opinión unánime, eran los jesuitas los que llevaban actualmente la política en España y a causa de ello se hablaba de revolución.
Pero… imposible tocar la imagen. Porque César la adoraba y estaba enamorado del Santo.
—Fíjate, Ignacio —le decía—. Fue él quien escribió los
Ejercicios Espirituales
. Y, además, basó toda su labor en dos virtudes: obediencia y acción. ¡Y por si esto fuera poco, era de la provincia de Guipúzcoa!
Este último argumento impresionaba a Ignacio. Porque sabía que Carmen Elgazu le dio a él su nombre en cumplimiento de una promesa: «Si el primer hijo era varón, se llamaría Ignacio en honor del santo de Loyola», del santo vasco por excelencia.
* * *
Matías Alvear había pasado sus vacaciones en Gerona, pescando en el Ter. Habían coincidido con las de Ignacio. Por dos veces se había llevado a su mujer, a César y Pilar y habían cenado todos juntos en la orilla del río, sentados en el suelo. Carmen Elgazu había lanzado mil exclamaciones admirativas ante el paisaje: los verdes de los árboles y de la hierba, el agua que bajaba tumultuosa, los indescriptibles colores del cielo por el lado de Rocacorba y alrededor de la Catedral.
Sólo le habían molestado un poco los mosquitos, la ausencia de Ignacio y la proximidad de los atletas, que deambulaban por allí prácticamente desnudos y con pañuelos de cuatro nudos en la cabeza. A Carmen Elgazu le horrorizaba que Pilar viera todo aquello, además de que no podía soportar los pañuelos de cuatro nudos en la cabeza. Decía que daban aspecto de diablo o de esos malvados que corrían por los bosques.
—¡Los sátiros! —precisó Matías, sonriendo.
—Eso. Eso debe de ser.
A Pilar los pañuelos le importaban muy poco. Gozaba lo suyo en aquellas salidas campestres. Aunque hubiera querido llevar con ella un par de sus nuevas amigas del corte… Porque, ya tenía nuevas amigas, mayores que Nuri, María y Asunción. A Nuri, María y Asunción no las había visto desde fin de curso, pues éstas también se habían despedido de las monjas y además habían salido de veraneo en seguida; pero lo cierto era que apenas si las echaba de menos. Casi se sorprendía de lo poco que las echaba de menos. Al encontrar en el taller chicas mayores que ella había descubierto mundos nuevos. En el fondo le interesaban más las cosas que ahora oía… No, no, su madre a veces se equivocaba. A varias de las chicas del taller les gustaban los hombres con pañuelos de cuatro nudos en la cabeza.
Pilar había sido bien acogida en el taller de costura, que dirigían dos solteronas beatas —las Campistol—, que siempre decían que no se habían casado porque los hombres les daban miedo. El taller estaba situado encima de un herbolario, próximo a la subida de San Félix. Por eso las chicas empleaban con frecuencia un léxico medicinal. «Anda, chica, que te den un poco de tila.» A Pilar, de cuya educación monjil a veces se reían, le habían asignado tazas de tila media docena de veces lo menos.
Pero fue bien acogida, «porque era mona». La encontraban muy mona y muy simpática. Ella se esforzaba en hacerse agradable. Además, Ignacio. El segundo día llevó unas fotografías de Ignacio y aquello alborotó el taller, ante el escándalo de las pudorosas hermanas Campistol. Dos o tres de las chicas conocían a Ignacio de vista, las otras no. «Bueno, Pilar. A ver si me arreglas con tu hermano, ¿eh?» «Chicas, no sé. Porque como estudia Derecho…»
Las conversaciones del taller influyeron sobre Pilar como las conversaciones del Banco habían operado sobre Ignacio. ¡Cuántas cosas aprendió…! Cuando las dos solteronas, las jefas, estaban presentes, todas cosían muy comedidas, y a la caída de la tarde era costumbre rezar el rosario; pero en cuanto las dos daban media vuelta… Se hablaba del cine y de baile. ¡Suerte tuvo Pilar de haber hecho aquellas escapadas, gracias a la Bolsa! Porque si no, no conocería ninguna película y habría hecho el ridículo… A las que tenían novio las interrogaba con un realismo impresionante sobre sus actividades… A Pilar le decían: «Bueno, y vosotras en las monjas, ¿qué? ¡No vas a decir que no ibais a las murallas con los chicos del Instituto!»
El clima, el calor sofocante, los olores de la tienda de hierbas medicinales y la quietud del taller a media tarde sumían a todas en un estado de lasitud especial, campo abonado para pensar en aquellas cosas. A Pilar le llamaban particularmente la atención dos hermanas, morenas y con grandes pendientes, que siempre llevaban la merienda envuelta en
El Demócrata
, y que hablaban de las dientas del taller como Cosme Vila de los clientes del Banco, y anunciaban que pronto habría «revolución». Al parecer, su hermano y su padre eran «revolucionarios». Pilar no sabía en que partido militaban pero, como si les viera: mono azul, manos ennegrecidas, gorra o boina calada hasta las cejas… También criticaban con frecuencia a los militares llamándoles chulos, especialmente a un tal teniente Martín. Otras chicas decían: «Pues mira lo que te digo. A mí un teniente no tendría que decírmelo dos veces». Pilar mientras rompía el hilo entre los dientes, pensaba por su cuenta que a ella los hombres con uniforme le gustaban mucho.
Dos de las muchachas cantaban en el Orfeón. Las otras formaban parte del grupo sardanístico «La Tramontana», ganador en el último concurso. Pilar tenía mucho cuidado de no herirles la sensibilidad en este aspecto. Su padre el primer día la había advertido severamente: «Nada de discusiones, ¿eh? ¿Cataluña es lo mejor…? Pues es lo mejor».
* * *
En cuanto a César, muy fuerte a la sazón gracias a los cuidados de Carmen Elgazu, continuaba yendo a la Barca, al Museo y al taller Bernat.
En el Museo tenía mucho trabajo, pues mosén Alberto estaba enfermo. Al sacerdote le dolía el estómago a menudo; en aquel mes de agosto se sintió mal y tuvo que guardar cama. Y era estando enfermo cuando el hombre demostraba lo que valía: en la cama no cesaba de trabajar. Escribía todo el santo día. Catecismos, artículos; estudiaba pergaminos. Y procuraba no molestar. A las sirvientas les había dado orden de no estar pendientes de él continuamente. Se ocupaba en preparar unas ilustraciones, para enseñar la Historia Sagrada por medio de proyecciones. Con una máquina, que compraría por suscripción, pasaría semanalmente por todos los Colegios y catequesis de la ciudad. «Es preciso modernizar los métodos», decía.
A César le causó gran impresión ver a mosén Alberto en la cama, enfundado en un camisón blanco que le abombaba el pecho. Sacerdote y sotana eran dos ideas inseparables en la mente del seminarista. El aspecto de mosén Alberto en camisón tenía algo femenino, en la redondez de los hombros y en la línea del cuello. Las azules venas del cuello se le marcaban. Por fortuna le salían masas de vello por el escote.
Mosén Alberto le decía a César que era preciso estar alerta, que se acercaban grandes acontecimientos. «En cuanto todo el mundo haya regresado de veraneo…» Lo que más le dolía era no poder celebrar misa. «No sabes lo que significa para un sacerdote no poder celebrar misa.» Podía afeitarse, pero no podía celebrar misa. Estaba en la cama. Iban a verle el notario Noguer, que ya había regresado, otros sacerdotes y gente de su pueblo, de Torroellas. Los sábados siempre iban a verle algunos «payeses» llevándole recados de su madre. César conoció allí un vicario joven, mosén Francisco, el sustituto en la parroquia de San Félix del que se fue a Fontilles a cuidar leprosos. Mosén Francisco se parecía a su antecesor. Enorme y ancho sombrero, que parecía sostenérsele sobre las aletas de las orejas, bajo y cuadrado, grandes zancadas, de una gran vitalidad. Era un apasionado. Ponía el alma en cada palabra. A César le conocía de haberle visto por la calle de la Barca. «Magnífico —le dijo—. Ya sé que haces muy buena labor.» Cuando salía del cuarto, su sotana parecía ondear: tanto deseaba estar en varios sitios a la vez.
A César quien le preocupaba era Ignacio. En cuanto éste regresó de San Feliu, le notó cuál era su estado de ánimo. «¿Dios mío, y los rezos, y los ejemplos, y el ángel blanco esperando sobre el tejado del Collell?»
César le veía estirado en la cama con los pies separados, y luego tomarse de un sorbo la leche; más tarde ejecutar en forma distraída y por rutina esas mil acciones diarias dentro del hogar, que él juzgaba entrañables: acercar la silla a la mesa, pasar al lado de la madre, abrir la ventana, arrancar la hoja del calendario. «¿En qué pensaba Ignacio, qué cosa había más importante que lo inmediato, que el contacto con las personas con que uno convive, con los objetos?»
César era discreto, procuraba pasar inadvertido. No hablarle ni de la Carta Católica de Santiago
el Menor
ni siquiera de lo que andaba leyendo: páginas escogidas de Santa Teresa de Ávila, de San Juan de la Cruz, de Fray Luis de Granada. Ignacio le había cortado el pasó el primer día. Le dijo que hacía falta un estado de ánimo muy particular para leer los místicos españoles. «Vete quince días a San Feliu o una tarde a la Piscina, comprenderás lo que quiero decir.»
César había hablado de Ignacio con mosén Francisco, el nuevo vicario de San Félix; porque con mosén Alberto no podía contar… Y mosén Francisco le había dicho: «Chico, los veranos son terribles. En el verano yo no sé cómo contener las imaginaciones. Cuando tengas un confesionario a tu cargo, te darás cuenta». «¡Dios mío! —pensaba César—, ¿por qué no nevará, por qué no llegará una ola de frío de los Pirineos o de los Alpes?»
El seminarista comulgaba todos los días en favor de su hermano. «Señor, borrad del pensamiento de Ignacio todo lo que no os sea agradable, devolvedle aquella alegría de Navidad, de fin de Año… Pensad que ya es bachiller, que tendrá una gran responsabilidad…»
Mosén Francisco le dijo un día: «A mí me parece, César, que eres demasiado serio. Que te falta alegría para que tu apostolado sea eficaz…»
¡Válgame Dios, alegría…! Era cierto… El método le dio resultado en todas partes, incluso en el taller Bernat, excepto por lo que se refería al decorador Murillo. Era un muchacho serio, el bigote de foca, que siempre despedía hiel. Se veía que odiaba su oficio, que despreciaba las imágenes que pintaba. Fue quien le gritó un día a César: «¡A ver, tráeme esa Putísima!» Aunque Bernat dijo luego que aquel juego de letras no era de Murillo, sino de Casal, el tipógrafo de
El Demócrata
, que un día lo había impreso en las Hojas Dominicales de la parroquia.
Ocurría eso, que había gente que oponía resistencia. Murillo, los peones ferroviarios, Ignacio.
—Anda, no seas tonto. No soy tan malo como te figuras —le decía a veces Ignacio. Pero en otras ocasiones no conseguía dominarse y soltaba un ex abrupto.
Un día, uno de esos ex abruptos fue de tal magnitud que provocó en César el mayor llanto de su vida. Ignacio se hallaba tendido en la cama leyendo y fumando. De repente pegó un brinco. «¡Fíjate, fíjate, César, lo que pone aquí…!» —Se acercó al seminarista y le dio a leer un comentario sobre las relaciones que sostuvieron San Francisco de Asís y Santa Clara… Era una acusación monstruosa, una sátira que a César le detuvo la sangre en las venas.
El seminarista miró a Ignacio.
—¿Pero tú…?
Ignacio volvió a tenderse en la cama.
—¡Yo qué sé, chico! Los santos eran hombres, ¿no?