César convenció sin mayores dificultades a Matías Alvear. «Murillo no tiene a nadie, y la cárcel es dura. Un poco exaltado, pero nadie le ha enseñado nunca otra cosa.»
—Pero es que es mucho gasto, ¿comprendes?
—Lo ahorramos de algún lado.
Matías se rascó la nariz.
—Habla con tu madre, ale.
—¡Gracias, padre!
Algo más tarde, llegó Ignacio. El muchacho parecía pensativo, algo le bailaba en la cabeza. Después de muchas dudas llamó a su padre a su cuarto y le dijo, en tono solemne:
—Quería hablarte de una cosa… Ya sabes que en la cárcel… David y Olga no tienen a nadie. Lo de los Costa no cuenta para ellos. Y… ¡en fin, son mis amigos… Deberíamos tomarlos a nuestro cargo!
—Pero… ¿por quién me habéis tomado? Soy un funcionario de trescientas pesetas. ¡Primero el decorador, ahora los maestros…!
Ignacio se mordió los labios. ¡César siempre metiendo la pata… antes que él!
—¡De Burgos me piden ayuda, de Madrid! Y yo aquí, solo, con una bata y un lápiz. ¡Caray, estamos exagerando! —Se sentó en la cama—. Todas vuestras amistades están en la cárcel. ¡Podríais elegir un poco mejor!
Ignacio no decía nada.
—Cuesta mucho llegar a finales de mes, ¿comprendes?
—Ahora tienes el empleo asegurado.
—¡Sí, claro! Trescientas pesetas.
—No puedo decirles que paguen.
—¡Yo tampoco puedo hacer milagros!
Carmen Elgazu entró, secándose las manos en una toalla. Los brazos bien torneados. Miró alternativamente a los dos hombres. Su seriedad le hizo gracia.
—¿Qué pasa?
—Ignacio me pide también para los maestros.
Carmen Elgazu se arregló el moño… San Ignacio, desde la mesilla de noche, le miró.
—Ale, no hablemos más… ¡Qué le vamos a hacer! Por mí… Tendréis que apretaros un poco el cinturón.
Matías se levantó. Las escenas de este tipo le cansaban. Ignacio se le acercó y Matías le detuvo.
—No has pensado en una cosa.
—¿En qué?
—Me obligas a desear que los juzguen pronto… Todos se rieron.
Carmen Elgazu intervino:
—¡Pero le dices a la maestra que no espere requisitos!
¡Qué gran mentira acababa de decir Carmen Elgazu! Sobre todo, lo destinado a Olga no estaría nunca en su punto. «No quiero que luego diga que si patatín y que si patatán…»
* * *
Dos veces al día se formaba la caravana. Las calles que desembocaban en la cárcel eran una hilera de personas con un gran cesto, o dos, de cuyas asas pendía una etiqueta. Cinco canteros en fila india, mujeres, niñas que apenas podían soportar la carga, algún viejo, Maruja. Y el último, sofocado, llegando del Museo o del taller, César.
El rasgo de la Andaluza emocionó a los dos detenidos de la calle de la Barca. Uno de ellos dijo: «Claro que cobrado se lo tiene…» El rasga de los Alvear emocionó aún mucho más a otros seres: a David y Olga. Los dos cestos diarios les llegaron al alma, al alma por separado, lo cual era una lástima. El maestro vio en todo ello la mano de Ignacio, y así se lo comunicó a Julio, a quien doña Amparo Campo mandaba pollo a grandes dosis, «para que todo el mundo viera quienes eran los García». El policía contestó a David: «Claro, Ignacio lo habrá propuesto; pero de habérsele olvidado, lo habría propuesto el propio Matías».
César estaba sobre ascuas. ¡Si pudiera entrar en la cárcel, hablar con Murillo, con los de la Barca, con todos! ¡Corrían tantos rumores! Todo el mundo esperaba lo peor, en
El Tradicionalista
había aparecido un editorial que decía: «Es mejor dar un escarmiento que dejar crecer la bola de nieve», ello comentando varias fotografías del entierro del Comandante Jefe de Estado Mayor.
Sólo una persona opinaba que no llegaría la sangre al río: el subdirector. Su teoría era precisa: «Había muchos masones detenidos; pronto su influencia se dejaría sentir… En Gerona empezaba a hablarse de que Julio, al fin y al cabo, era un simple funcionario de Comisaría…»
Otra persona que tenía un punto de vista análogo era Canela. Canela le dijo a Ignacio: «¿Fusilar a Julio…? ¡Ni hablar! No le admires tanto porque se dejó detener. Lo ha hecho calculadamente, él sabrá por qué… Bien claro estaba que no podrían nada contra el Ejército».
—¿Por qué lo dices?
La muchacha sonrió.
—A mí me lo cuenta todo.
Ignacio hizo un gesto de desagrado. Y, sin embargo, el subdirector opinaba lo mismo que Canela. De ningún modo admitir que Julio había caído en la trampa con la buena fe de los Costa, de los maestros, de los tenores del orfeón local. ¡Cómo pensar que Julio ignoraba que, dadas las circunstancias, la partida estaba perdida antes de empezar! El pueblo contaba con armas. ¿Y qué? El ministro de la Guerra imposible que se dejara sorprender. Con los muchos Martínez de Soria enseñando esgrima por los Casinos. En Barcelona el mismo Companys hizo la revolución llevado por las circunstancias y por la presión de unos y otros, pero sin ninguna confianza. Ahora ya era del dominio público que al entrar en el Salón de San Jorge después de proclamar la República Catalana desde el balcón, él y los demás tenían cara de asistir a su propio entierro. Luego, al capitular, intentó dar nobleza a todo aquello y pidió para sí toda la responsabilidad. Pero, en fin, aquello eran palabras. El subdirector añadió: «En realidad, los dirigentes de la revolución no han hecho más que un ensayo general, y se reservan el as de triunfo para más tarde».
En la cárcel, la noticia de que mosén Alberto visitaría a los detenidos causó gran revuelo. El obispo le había elegido porque le creía hábil y porque tenía fama de catalanista. Y sobre todo, por necesidad. El cura adscrito oficialmente a la cárcel era un pobre hombre, ya anciano, que se fatigaba con sólo subir la cuesta que conducía al edificio. Ahora la incorporación de doscientos reclusos y los que continuamente iban llegando de los pueblos exigía una persona con recursos: esta persona era mosén Alberto.
Cuando el hombre se enteró del nombramiento, quería ir a Palacio. ¡Aquello no le gustaba nada! Más tranquilas las inscripciones latinas, en el Museo… La palabra obediencia le detuvo en el umbral; pero comprendió en el acto que la papeleta sería dura. Cuando el Tribunal empezara a actuar… Si las sentencias fueran de muerte…
Muchos de los reclusos le conocían. Le consideraban un vanidoso. Y sobre todo, patético. «Que nos deje en paz.» Para sotanas estaban. A perra gorda, y los reos comunes no consiguieron vender un solo amén.
Sin embargo, tenía tanta influencia… De seguro sería el portavoz en el Tribunal. Mosén Alberto entró en la cárcel con la mejor de las voluntades, intentó sonreír para ganar confianza. Y, sin embargo, todas las venas de las muñecas dieron una sacudida. Mosén Alberto inundó las celdas de tabaco y dijo: «No forzaré a nadie. Cualquier cosa, ya sabéis».
El sacerdote sentía que su vida interior se había modificado. Asistía a una gran prueba personal. Aquello era mucho más directo y complejo que ordenar ilustraciones para enseñar Historia Sagrada. Aquélla era Historia humana, y de su tacto quizá dependieran muchas almas y algunas vidas… Ahora, al levantarse y mientras se afeitaba, tenía presentes los rostros de los detenidos. Muchos de éstos no querían afeitarse hasta que salieran… Ello y el rencor o la ironía con que intentaban superar la situación, les daba un aspecto desagradable. Los había que silbaban todo el día, estaban de buen humor. La aventura les había despertado aptitudes latentes, y además renunciaban a declararse vencidos. Mosén Alberto admiraba esta disposición de ánimo. Sin embargo, de repente los ganaba el abatimiento. El sacerdote tenía la impresión de que los conocía uno por uno, de que para él no constituían una masa anónima. David, Murillo, el arquitecto Ribas, Joaquín Santaló, el arquitecto Massana… Había conseguido que les permitieran escribir cartas y recibirlas, previa censura. Y pensaba conseguir otras cosas aún.
Al notario Noguer le decía: «Algunos dan verdadero miedo». Don Jorge se interesaba por la suerte de tres colonos suyos, «que habían caído en la redada». «Don Jorge, siento decírselo, pero sus tres pupilos son de lo más reacio que hay.» El hijo del terrateniente adoptaba una actitud inquietante, disculpando a los colonos. Varias veces, a escondidas de su padre, le dio a mosén Alberto tabaco para ellos. Pero el sacerdote no quiso aceptarlo sin el consentimiento de don Jorge.
Cuando subía a casa de los Alvear, mosén Alberto se desahogaba un poco. «Dura papeleta, a fe… ¡Doña Carmen, tendría usted que ver aquello…!»
Don Emilio Santos, director de la Tabacalera, decía: «Se lo merecen. Es gente que hunde a España».
Ramón, el camarero del Neutral, sin Julio y sin dos o tres de los más asiduos clientes, se sentía desamparado. «La cárcel»… murmuraba, mirando afuera, a la Rambla.
Ignacio:
Sólo unas líneas para saber si no te ha ocurrido nada, pues aquí dicen que en Gerona, las cárceles están llenas. No debería escribirte pues no te dignaste contestar a mi carta de San Feliu; pero ha podido más el buen concepto en que te tengo.
¿Qué tal tu familia? ¿Tienes novia…? ¿Defiendes ya pleitos perdidos? ¿Eres feliz?
Yo, sin novedad (si es que te interesa, saberlo). Me he cambiado el peinado, he empezado el quinto curso de piano… ¿Qué quieres que haga una chica como yo, en medio de estas revoluciones? Creo que cumplo con mi deber siguiendo mi vida… Además, la verdad es que casi no salgo, y que prefiero San Feliu a Barcelona.
Loli me da recuerdos, es mi única amiga. Vive en Muntaner, 182; yo en el 180.
Nada más. Adiós, Ignacio. Tu novia de vacaciones.
Ana María.
Posdata: Anda, escribe, hombre, que yo no soy separatista.
* * *
César se marchó al Collell. Llegó una postal urgente diciendo que, vuelta la normalidad, las clases se reanudaban. ¿Quién llevaría el cesto al decorador? ¿Quién velaría para que la Andaluza y el patrón del Cocodrilo fueran constantes? ¿Quién diría a Canela: «Deja en paz a mi hermano…»?
Las separadas y rojas orejas de César se fueron al Collell, auscultando el otoño que había invadido la provincia. Rumores de hojas caídas, de arroyos que crecían. El lago de Bañolas en paz, sin revoluciones.
César tuvo el tiempo justo para ser presentado al hijo del Director de la Tabacalera, Mateo, que acababa de llegar de Madrid.
Le pareció un muchacho extrañamente seguro de sí mismo, que hablaba poco y con aplomo, como si nada pudiera sorprenderle. Algo mayor que Ignacio, de la misma estatura. Explicó muchas cosas sobre la revolución en la capital de España, en el Sur, y en todas partes. Tenía el arte de elegir lo preciso para dar una visión de conjunto. La verdad es que Pilar se llenó de admiración oyéndole. El Director de la Tabacalera le miraba con orgullo de padre, que conmovía. César observó que llevaba camisa azul, y oyó muy bien cuando preguntaba a Ignacio: «¿De verdad crees en el Socialismo?» Ignacio le había contestado: «Aún no se ha hecho la prueba».
En realidad, al decir eso Ignacio pensaba en lo que ocurría en Asturias. ¡Qué extraordinaria batalla, qué curioso que las mujeres se entretuvieran cambiando de peinado… mientras los mineros hacían frente a un Ejército cien veces más fuerte! Las primeras columnas de que había hablado
El Tradicionalista
, organizadas por el Gobierno de Madrid, fueron diezmadas por los mineros, que combatían con verdadero fanatismo. Sin embargo, ¿qué hacer? El Gobierno había llamado a las fuerzas de Marruecos… Y éstas habían dado la vuelta a la situación en un santiamén.
Mateo traía noticias frescas sobre el particular. Según él, la operación militar fue planeada con extraordinaria pericia y las fuerzas marroquíes —de Regulares y La Legión al mando del teniente coronel Yagüe— habían hecho gala de una preparación de primera línea. Los mineros habían sido ya cercados en Oviedo, la capital.
Ignacio seguía atento a cuanto ocurría. Ya no podía acusársele de espectador. Se diría que las interminables horas que Carmen Elgazu pasaba en la cocina cuidando de la familia y de los detenidos, el amor y entereza de ánimo con que cumplía esta misión, le habían reconciliado con ciertos valores.
Una cosa se resistía a creer: lo relativo al salvajismo de los mineros, ya anunciado por el subdirector. Mateo insistía en que había llegado a extremos inconcebibles, pero Ignacio continuaba atribuyéndolo a propaganda.
Y sin embargo ¿hasta cuándo persistiría en su actitud?
El Debate
daba toda clase de detalles. Contaba horrendos asesinatos de mujeres, de frailes, de sacerdotes, citando nombres, circunstancias, hora y lugar. Con las consabidas fotografías… Una sobre todo, en primera página
—El Tradicionalista
la reprodujo, ¡cómo se les iba a olvidar!— era algo pavoroso y conmovió a España entera, sin exceptuar a Ignacio: en ella se veía a un cura abierto en canal y colgando en una carnicería de Oviedo, con un letrero que ponía: «Se vende carne de cerdo».
Ignacio se quedó aterrado. Y su desconcierto aumentó más aún cuando por fin se recibió la carta de Bilbao. ¡Válgame Dios! Al parecer cuanto informaba
El Debate
era la pura realidad. A la carta de la abuela seguía una posdata del tío de Trubia, quien por fin había podido refugiarse en Bilbao. El hermano de Carmen Elgazu explicaba que los mineros, al asaltar la fábrica, quisieron disparar contra él, simplemente porque era capataz, lo cual no llevaron a cabo gracias a que dos obreros que le estaban agradecidos tomaron su defensa. Sin embargo, estos obreros no pudieron impedir que, de pronto, un tipo extranjero, yugoslavo o algo así, que parecía tener mando, se adelantara hacia él y con un hacha le cortara cuatro dedos de la mano izquierda.
Carmen Elgazu se había llevado las manos a la cabeza horrorizada, y lo mismo Pilar. Ignacio quedó mudo. «¿Qué diablos hacía aquel yugoslavo entre mineros de Asturias? Y el fuego destrozando la Biblioteca de 300.000 volúmenes y hundiendo la nave de la Catedral. ¡Y el cementerio destruido!»
Su combate fue de pronto más terrible aún porque los acontecimientos se sucedían vertiginosamente, con aportaciones que volvían a inclinar la balanza sentimental. Estos acontecimientos eran precisos: los mineros acababan de capitular, diezmados por los moros y legionarios al mando del general López Ochoa. Y entonces comenzó a conocerse el reverso de la medalla.
Este reverso de la medalla llegó a oídos de Ignacio gracias a Matías, su padre, siempre ecuánime e intentando ver las cosas con equilibrio y perspectiva. También en el Banco se supieron detalles, por una carta que el Director recibió de un apoderado de un Banco de Gijón. Al parecer, la arenga hecha a las fuerzas marroquíes antes del asalto consistió en contarles la ferocidad de los defensores de Oviedo, y en darles libertad de acción y de botín…