Ante la fotografía del comandante de Estado Mayor contestaron:
—Sí, sabemos quién es, y sentimos lo ocurrido.
—¿Quién disparó por el ojo de la cerradura?
—Eso… No lo sabríamos decir.
Los acusados se contaban unos a otros el interrogatorio. Y, sin embargo, todos esperaban el colofón, la declaración de Julio García. ¡Julio García había tejido los hilos de todo aquello! Si cargaba sobre sí con la responsabilidad, él y el arquitecto Ribas, todos los demás estaban salvados; si no, la condena sería colectiva probablemente.
Cuando el guardián apareció en el pasillo y llamó: ¡Julio García!, el policía se levantó, tomó el sombrero, que tenía sobre el colchón, y echó a andar. En la puerta le esperaban los dos guardias civiles de turno.
Al cruzar el umbral de las oficinas y encontrarse ante el Tribunal solemnemente formado tras la gran mesa de escritorio, con un crucifijo presidiendo en la pared, oyó la voz del comandante Martínez de Soria que le ordenaba:
—Haga usted el favor de quitarse de los labios la boquilla.
El acusado obedeció.
Un capitán del Cuerpo Jurídico, situado a la derecha, actuaba de fiscal y dio lectura a la acusación. Julio le escuchó con sumo interés. En cuanto el fiscal hubo terminado, el comandante Martínez de Soria tomó la palabra y repitió las acusaciones en términos menos jurídicos.
¿Por qué no siendo catalán había tomado las riendas de aquel asunto? ¿A santo de qué las expropiaciones de la provincia le interesaban tanto? ¿A qué fue a París tiempo hacía, quién era un tal doctor Relken, por qué una carta de Praga, que iba dirigida a él, y otra de Madrid empezaban diciendo: Distinguido hermano Julio García? ¿Qué había sido del expediente instruido contra los anarquistas con motivo de la destrucción de la imprenta del Hospicio? ¿Por qué presentó al Comisario, el 15 de mayo un lista de las personas derechistas a las que era oportuno retirar la licencia de armas? ¿Por qué diablos subía con frecuencia a echar un vistazo al Polvorín de las Pedreras? ¿Reconocía su letra en aquel documento, y en aquel otro, y en aquel otro? ¿Comprendía o no comprendía que muchos oficiales y soldados habían muerto en aquella revolución totalmente ilegal? ¿Reconocía que él había redactado los folletos lanzados desde las azoteas, invitando a la ciudad a la rebelión?
De pronto, el fiscal interrumpió al comandante. Se levantó y dijo:
—Deseo recordar al Tribunal, que se supone al acusado autor del disparo que mató al comandante Jefe de Estado Mayor.
El comandante Martínez de Soria invitó a Julio a contestar a todas aquellas preguntas. Julio, que había solicitado defenderse por su cuenta, sin abogado, no se inmutó. Había dejado el sombrero en la silla y permanecía en pie. Empezó hablando en tono normal, con negativas idénticas a las de los demás acusados. «Se encontraba en Comisaría como tal funcionario, no sabía nada de la organización de aquello, los tambores le sorprendieron hablando por teléfono con…»
Luego, a medida que iba recordando la lista presentada por el comandante, su tono se iba tornando irónico.
¿Es que estaba prohibido ir a París, o recibir cartas de Praga, o de Madrid…? ¿No podía uno ser llamado hermano, por un amigo? La amistad… No era hora de hablar de ella, pero…
En cuanto al expediente de los anarquistas… se había extraviado. ¡Cuántas veces les había advertido a los agentes de su despacho que prestaran atención! Eran unos distraídos. La mesa llena de papeles, y todo se extraviaba. Ellos lo atribuían al poco salario que percibían.
En cuanto a su interés por las expropiaciones… era otro asunto. En realidad todo cuanto se relacionase con el campo le interesaba. ¿Qué tenía aquello de particular? Tal vez el señor fiscal hubiera leído la
Ilíada
. Hacia el final del Canto VII, se decía: «y el pastor siente el gozo en su corazón…» A él le hubiera gustado que los campesinos de la provincia sintieran el gozo en su corazón. Pero no por ello se insurreccionó. Ni fue a Madrid a protestar, ni a la vuelta de los propietarios había esperado con una escopeta a don Jorge y a don Santiago Estrada…
Respecto al doctor Relken, era un arqueólogo alemán, que se interesaba mucho por la provincia de Gerona, pues aseguraba que, en efecto, en Rosas debía de encontrarse la antigua colonia griega de Rodas, aunque no en el lugar en que la situaban los eruditos locales.
La lista de las personas derechistas dada al Comisario el 15 de mayo… no tenía nada que ver con la recogida de las licencias de armas, sus visitas a Montjuich no tenían nada que ver con el Polvorín, los folletos no podían ser suyos, puesto que no escribía en absoluto el catalán…
Y en cuanto a la muerte del comandante Jefe de Estado Mayor… imposible suponer que el señor fiscal hablara en serio al acusarle. Porque… ¿cómo saber quién disparó? Doscientos hombres encerrados, dos manos cada hombre. ¿Qué mano sostenía el revólver? Imposible saberlo. Y más difícil aún saber qué dedo apretó el gatillo… Ésta era la gran desventaja de los movimientos democráticos: la mezcla de la gente, la acumulación de elementos. Claro que era a la vez su gran ventaja: el anónimo.
El comandante Martínez de Soria había oído toda la perorata echado para atrás en el sillón. Las intermitentes manchas rojas de su rostro intensificaron su color. Sin embargo, siempre guardaba la compostura. Lo mismo cuando en el Casino se ponía un clavel en la solapa que cuando reflexionaba qué extraña tortura, desconocida aún en Occidente, merecía un hombre como el que tenía delante. El fiscal no cesaba de sonarse estruendosamente. Los demás miembros del Tribunal apenas podían contenerse.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
El comandante Martínez de Soria guardó un momento de silencio. Luego dijo:
—Como Presidente del Tribunal advierto al acusado que todos los cargos que se le imputaban quedan en pie. O sea, se le considera responsable moral de la revolución, y se le supone autor del disparo que mató al comandante Jefe de Estado Mayor. Si el examen de los expedientes y algunos nuevos interrogatorios no demuestran que estos cargos son infundados, se aceptará la propuesta del fiscal y la sentencia de muerte será cumplida a las cuarenta y ocho horas. Sólo en el caso de que el acusado consiga probar que fue otra persona la que disparó, se beneficiará de una conmutación. Ahora, retírese.
Julio García inclinó un momento la cabeza. Al levantarla, tenía la boquilla entre los labios. Los dos guardias le escoltaron, uno a cada lado. Salió del despacho bajo la mirada de todos.
Cuando David salió a su encuentro en el pasillo, sonrió y comentó:
—Gran tipo ese comandante.
El piso amueblado que Mateo y el director de la Tabacalera habían alquilado —en la misma plaza de la Estación— era pequeño, pero confortable. Silencioso en su parte trasera, el muchacho instaló en ella su despacho. Los armarios, llenos de libros, llegaban al techo. En un rincón, sobre un pedestal, un pájaro disecado.
Tenía el inconveniente de estar un poco lejos del Neutral, pero el director de la Tabacalera se sentía largamente compensado teniendo al lado a su hijo, y viviendo en un hogar suyo y no en una fonda. Tal vez en el piso la falta de la esposa se le hiciera más patente; pero tenía otras muchas ventajas. Tocante a Mateo, hizo de su despacho el eje de su vida, y prohibió a la sirvienta que entrara en él. Y como llevó allí cinco o seis sillas, además de un sillón, su padre le preguntó:
—¿Por qué tantos asientos? ¿Preparas ya tu bufete de abogado?
Mateo le contestó:
—Con tu permiso, padre, preparo las reuniones de Falange Española de Gerona.
Don Emilio Santos quedó inmóvil en una de las cinco sillas. Sus ojos, siempre un tanto húmedos, su sonrisa afable y su bigote blanquecino se inmovilizaron con él. El hombre tenía una idea muy vaga de lo que Falange Española pudiera ser. Amaba entrañablemente a España, sabía que en Madrid bastantes estudiantes se habían afiliado a Falange; que su cuna era Castilla; que los dos hijos que el comandante Martínez de Soria tenía en Valladolid eran falangistas; que su jefe, José Antonio Primo de Rivera, intervenía con frecuencia en el Parlamento, usando un lenguaje tajante, algo raro, y que se decía de todos ellos que copiaban de Mussolini y de Hitler, y, sobre todo, que asesinaban a los obreros por las esquinas. Pero ni un solo momento había pensado que Mateo pudiera militar en este Partido. La declaración de su hijo le dejó turulato; tenía tanta confianza en él que en el acto pensó: «Entonces resulta que Falange debe de ser otra cosa de lo que yo pienso».
Movió la cabeza. Luego preguntó:
—¿Y tu hermano…?
—También lo es. —Mateo añadió—: La diferencia estriba en que en Cartagena la cosa ya está en marcha desde hace tiempo.
El director de la Tabacalera sintió que todos sus proyectos de tranquilidad se venían abajo. Sin volver en sí asistió a diversas maniobras de Mateo: a la de escribir la palabra «CIRCULARES» en la cubierta de una carpeta, y, sobre todo, a la de colgar en la pared, en la presidencia del despacho, una fotografía de José Antonio Primo de Rivera. Al pie de la fotografía la dedicatoria era clara: «Al camarada Mateo Santos, con el ¡Arriba España! de los primeros días. En el Escorial, enero de 1933. José Antonio».
Mateo no quiso verle sufrir. Se acercó a su padre y le puso la mano en el hombro.
—No te inquietes, padre. La Falange… es un movimiento sano, noble. No te arrepentirás de que tus hijos formen parte de él. Concédenos un margen de confianza. España lo necesita y es inevitable que algunos nos alineemos en vanguardia. Pronto todo el mundo sabrá de qué se trata. Empezamos siendo unos pocos, casi todos estudiantes; ahora ya somos muchos, estudiantes y obreros. En todo este pedazo de tierra española se ignora por completo lo que es. Ha sido providencial que me llamaras. Provincia fronteriza, cara al mar. Me va a ser difícil, no sé a quién acudir, todo el mundo divaga, sobre todo los derechistas. Pero habrá que descubrir la gente donde se encuentre, Con seis o siete camaradas me basta. A lo mejor serán peones ferroviarios, o mecánicos, o qué sé yo. No importa. A lo mejor algunos que ahora son comunistas. En muchos puntos estamos más cerca de éstos que de «La Voz de Alerta», te lo juro. Si todo esto trae algún contratiempo… espero que te harás cargo. —Y sonrió.
Don Emilio Santos, director de la Tabacalera, no lo veía claro. Le parecía intuir que bajo la mirada de su hijo latía una gran verdad. Sin embargo, la palabra fascismo le venía a la mente. Y la noticia de lo ocurrido en Valladolid. Y tantas otras.
Mateo, al oírle, se puso serio. Y le juró por su honor que todo aquello eran calumnias, que ni un solo tiro había salido de pistolas falangistas que no fuera en legítima defensa, y que, estadística en mano, por cada víctima que ellos habían ocasionado, Falange había tenido diez. Y en cuanto a perseguir a los obreros… ¡Falange era una organización revolucionaria! Mucho más revolucionaria que cualquiera de los Sindicatos, los cuales se limitaban a prometer mejoras económicas. Falange pretendía, primero, convencer a los productores de que no eran proletarios sino de que eran hombres, personas. Segundo, explicarles que lo económico no lo es todo; que, satisfechas las necesidades, hay mil caminos espirituales por los que avanzar. Tercero, hacer que amaran su familia y su trabajo. Cuarto, darles alguna gran ilusión colectiva en la vida. Quinto, hacerles comprender lo que era la Patria, y luego… ¡en fin! Tiempo habría de delimitar todo aquello. Falange no venía a prometer, sino a exigir; no era un programa sino una doctrina y en sus filas no tenían cabida ni los pedantes ni los cobardes. «Individuo, familia, municipio, Patria, Dios.» He aquí los cinco puntos, o, como decía José Antonio, las cinco rosas. O, como figuraba en el emblema que iba a colocar bajo la fotografía del Jefe, las cinco flechas. Falange creía, por encima de todo, en el sacrificio, y era una mística, una concepción total de la vida.
Don Emilio Santos no lo veía claro. Reconocía que aquel lenguaje tenía algo de poético. Sobre todo porque Mateo, al hablar casi se había puesto firme y luego había sacado un pañuelo azul y su chisquero, y se había pasado la mano por la cabellera con la peculiar manera que tenía de hacer aquel ademán en los mementos importantes. Sin embargo, ¡era tan complejo todo aquello! Que unos hombres de veinte a treinta años hubieran elaborado una concepción total de la vida, a primera vista parecía imposible, so pena de milagro. Un español de edad —cincuenta y cinco años— ¡había oído tantos discursos! Claro que era la primera vez que oía hablar de rosas y de flechas, sobre todo concretando su número. No obstante, ¿qué diablos significaba no prometer sino exigir? Tampoco veía claro que ofreciendo sacrificios pudieran tener muchos adeptos.
—Hijo mío, no sé qué decirte. Todo esto me parece algo utópico. Tal vez los jóvenes tengáis razón. ¡Qué sé yo! Sin embargo, desearía advertirte una cosa: si un día descubro que todo esto es una chiquillada, cortaré en seco. No hay nada más triste que el heroísmo gratuito. No quiero que a ti y a tu hermano os peguen un balazo por una tontería, ni que os tomen el pelo. España… es un país muy difícil. Quiero decir que no sé si os bastará con cinco flechas… Y en cuanto a Gerona, no sé, no sé. Pronto verás lo que quiero decir.
Entonces Mateo contestó que no quería herirle, pero que también deseaba aclarar, desde el primer momento, que había entregado la vida entera a aquel asunto, que había prestado juramento, que no bastaría con que su padre juzgara aquello una chiquillada para que él compartiera tal opinión; y que si la escisión se producía, lo cual no era de prever, se vería en la necesidad de desobedecerle.
Don Emilio Santos le miró con fijeza un minuto largo y luego, con lentitud, se dirigió a la puerta, sintiendo sobre sí los estúpidos ojos del pájaro disecado que se erguía en el pedestal.
>Cada vez que Laura, la hermana de los Costa, subía a las canteras a dar un vistazo, los obreros interrumpían un momento su trabajo y echaban un trago. Luego volvían a martillear.
Desde arriba, Laura contemplaba la ciudad a sus pies, con los campanarios presidiendo. El río la partía en dos. A su izquierda, en la falda de la montaña, el cementerio. La piedra de los panteones había salido de las canteras lo mismo que la piedra de los puentes, de los arcos, de las iglesias. Aquello le producía una emoción vivísima, desconocida. Antes que sus hermanos entraran en la cárcel, se limitaba a enterarse por un papel que recibía del Banco, de los beneficios que le correspondían. Ahora se daba cuenta de hasta qué punto el contacto directo humanizaba las relaciones.