Mateo contestó:
—¡Bah! Ha quedado claro, ¿no? He preferido que lo supieras cuánto antes.
Ignacio guardó silencio.
—¿Hace mucho tiempo que piensas así…?
—Desde siempre. Quiero decir que ya de pequeño deseaba formar parte de un grupo… que quisiera hacer algo extraordinario. Me hubiera embarcado para conquistar América.
Ignacio reflexionó:
—Ya… Crees que esas cosas se llevan en la sangre, ¿no es eso?
—Desde luego.
Ignacio se levantó las solapas del abrigo.
—¿No te parece mejor llevar una vida normal, estudiar, ir al cine, hacerse un hombre…?
Mateo negó con la cabeza.
—Todo eso es un espejismo. En España es imposible inhibirse de ese modo.
—¿Por qué?
—El temperamento. Excesiva capacidad de vida, ¿comprendes? Nosotros lo que queremos es infundir a la gente una ilusión que sea grande, para evitar que cada tres días hagan una revolución por motivos mezquinos.
* * *
El ultimátum que el comandante Martínez de Soria había dado a Julio García llegó pronto a conocimiento de toda la ciudad. «Si no sale el autor del disparo, será usted condenado a muerte.» Incluso en el Casino se produjo cierto silencio. Don Pedro Oriol luchaba a brazo partido con su conciencia, pues él no creía de ningún modo que el policía hubiese disparado.
Doña Amparo Campo empezó a alarmarse. «¿Quién le habría mandado el papelito: Esté usted tranquila?» A lo mejor el propio teniente Martín, quien cada vez que se cruzaba con ella por la calle la miraba de arriba abajo con una insolencia que, en otras circunstancias, no le habría disgustado.
En cualquier caso muchos veían en todo aquello el fracaso definitivo de la teoría según la cual Julio quedaba siempre cubierto. Ahí estaba, a un paso de los fusiles apuntando a su cerebro. Matías pasaba momentos angustiosos y la propia Carmen Elgazu se daba cuenta de que sentía por el policía más piedad que otra cosa.
En la cárcel, el rasgo de Julio, aceptando su sacrificio antes que denunciar a Joaquín Santaló, diputado de Izquierda Republicana, era comentado con auténtica veneración. El único que no sabía nada de lo que ocurría era el propio Joaquín Santaló. Nadie osaba comunicárselo, pues entonces el hombre se hubiera visto obligado a denunciarse a sí mismo.
Un hombre se mantenía en sus trece: el subdirector. Cuando Ignacio se acercó a su mesa y le dijo: «Bien, ahora es el momento de que las grandes Logias y los golpes 3-1-2, etcétera, se pongan en movimiento», el subdirector se pasó la mano por la calva reluciente:
—No sé, no sé… Ya veremos. —Sin embargo, se le veía inquieto.
En cambio, el comandante Martínez de Soria acababa de recibir el golpe de gracia. A los incesantes comunicados de Madrid y de Capitanía General aconsejando prudencia, se unía a última hora un oficio inserto en la valija que se cruzaba a diario con el Tribunal de Barcelona. Este oficio decía: «Relativo al asesinato del comandante Jefe de Estado Mayor de esa plaza, se nos asegura que su autor fue el recluso Joaquín Santaló. Interróguele y comuníquenos el resultado.»
El comandante reunió el Tribunal sin pérdida de tiempo y fue llamado el recluso Joaquín Santaló. El cuñado del cajero entró en la sala prácticamente vencido. En cuanto oyó su nombre en el pasillo dijo a sus compañeros: «Ya está». Estos compañeros acudieron inmediatamente a dar la noticia a Julio García. ¡Han llamado a Joaquín Santaló! El policía no movió un solo músculo de su rostro. Contestó: «Todo esto es una pena».
El cuñado del cajero confesó sin grandes requisitos, sobre todo al hacérsele saber que iba en ello la cabeza de Julio García. Dijo: «Fui yo». Inmediatamente dos guardias civiles se acercaron a él y le esposaron las muñecas. El Tribunal levantó la sesión. El reo fue conducido a una celda individual, situada en la planta baja de la cárcel. Cuando unos guardianes subieron a buscar su colchón y sus utensilios personales, en toda la cárcel reinó un gran silencio. La silueta del colchón, doblado sobre la espalda de uno de los guardias, tomaba la forma del desaparecido.
David le dijo a Julio:
—Te has salvado.
El policía repitió:
—Todo esto es una pena.
Pronto se supo en la ciudad. Un hombre quedó asombrado, sin palabra: el cajero. El cajero ignoraba en absoluto que su cuñado hubiera sido el autor. Se lo comunicaron en el Banco. Su excelente corazón le dio un inusitado vuelco. Aquello era una catástrofe. ¿Qué hacer? Sus ojos se volvieron hacia Ignacio, como si el muchacho pudiera ayudarle de algún modo. ¿Cómo prevenir a su mujer, a la mujer del condenado? Por las calles voceaban
El Tradicionalista
, con la fotografía de Joaquín Santaló en primera página.
Fue el primer choque del cajero con su hijo adoptivo, Paco. La casa hecha un mar de lágrimas, la esposa del detenido acudió en seguida del pueblo, y Paco permaneció insensible. Se le veía molesto por el ajetreo, no compasivo. No pensaba sino en su carpeta de Bellas Artes. Imaginaba un grupo escultórico sobre la tumba. El condenado en pie, las mujeres arrodilladas como Dolorosas.
Cuando se confirmó la sentencia de muerte, don Pedro Oriol se personó en la Sala del Tribunal. Alegó que la muerte del taxista había vengado la del comandante Jefe de Estado Mayor. No consiguió nada. Mosén Alberto intentó algo por su parte: idéntico resultado. El cajero movilizó cuantas personas pudo. Consiguió hablar con el notario Noguer, con don Jorge. La suerte estaba echada.
Toda la ciudad vivía el drama de la mujer del detenido, la cual corría de un lado para otro barbotando la palabra criminales.
En el café de los militares, «La Voz de Alerta» comentó: «El pueblo es siempre así. El diputado mató al comandante a sangre fría, pero de eso ya nadie se acuerda».
Doña Amparo respiraba tranquila. Las esposas de los demás detenidos veían el indulto de los suyos tras todo aquello. A Mateo la sentencia le parecía justa. El profesor Civil comentó: «Natural, se levantaron contra un Gobierno legítimamente constituido». Los portadores de los cestos rezongaron ante la cárcel, con la esperanza de poder ver al condenado.
En cuanto a éste… estaba en el fondo de una celda pequeña, sin ventilar. Y sólo dos personas le veían: el guardia civil encargado de su custodia y mosén Alberto.
El guardia civil cumplía su misión. Se llamaba Padilla. Era un hombre gordo, cuyos pasos resonaban demasiado en el pasillo. Mosén Alberto… obtuvo un triunfo indiscutible en su carrera. Por tres veces había sido despedido violentamente por el condenado, que se encontraba en un estado de extrema agitación. «¡Ahora sí sacaré gran provecho de todo esto!», exclamaba al ver al sacerdote. Pero mosén Alberto recibió sus insultos con tanto estoicismo, que de repente el diputado de Izquierda Republicana llamó al guardia y le dijo:
—Que venga el cura.
Mosén Alberto le confesó. Apenas si el penitente sabía hacerlo. Mosén Alberto le decía: «No importa, no importa. La voluntad vale». Él insistía, quería decirlo todo, explicarlo todo. ¡Una cosa le resultaba imposible! Arrepentirse de haber disparado. Volvería a hacerlo, lo haría cien veces. Mosén Alberto argumentaba: «No se lo digo porque fuera militar, eso no tiene importancia. Pero no se puede matar a un hombre». «Entonces ¿por qué me matan a mí?» Finalmente lloró, lloró y con la mano mojada de lágrimas mosén Alberto le dio la absolución.
Luego llegó la última noche. En la cárcel nadie dormía. El lugar que el reo había ocupado despedía cierto resplandor. La Andaluza y Canela ofrecieron cirios para que a última hora llegara el indulto. La viuda del comandante Jefe de Estado Mayor rezaba para que todo ocurriera lo más rápidamente posible.
Los cristales de la sala del Tribunal estaban helados. Faltaban quince días para Navidad. La luz del alba se abrió paso en el mundo. Las seis de la madrugada dieron en la Catedral. ¡Sonó un manojo de llaves, pies que se arrastraban, se oyó el ruido de un motor en marcha!
El cementerio fue el lugar elegido. El río, próximo, lamía el jugo de los muertos. Cuando el eco de la descarga se extinguió, después de rebotar contra las tumbas, contra Montjuich, llegando incluso a la ermita de los Angeles, allá a media cuesta, en los terrenos de los Costa y de Laura, en las canteras que presidían la ciudad, se oyó un ritmo de martillos. Los canteros iniciaron la canción de la montaña.
Paco, el hijo adoptivo del cajero, descendió vertiginosamente de la tapia del cementerio, y echó a correr por la carretera hacia la ciudad, llevando una carpeta debajo del brazo.
Don Emilio Santos, director de la Tabacalera, y Matías Alvear acabaron siendo grandes amigos. El director de la Tabacalera imponía por su estatura y por sus canas; en cambio, Matías Alvear tenía los ojos más vivos; todo era más expresivo en él. Cuando los domingos vestían traje de fiesta, era innegable que parecían dos auténticos señores, con mucha vida sobre sus espaldas.
Tal vez el director de la Tabacalera hubiera dejado ya un poco en el camino. Don Emilio Santos le envidiaba a Matías algo muy importante: que su hogar fuera completo. Tener una Carmen Elgazu al lado, tener dos hijos y una hija era verdaderamente un tesoro. Él, a veces, se sentía solo, algo abrumado. Su esposa estaba enterrada. El hijo mayor, en Cartagena, escribía de tarde en tarde; su consuelo era Mateo. Pero el muchacho tenía un temperamento demasiado fuerte.
Matías Alvear quería mucho a don Emilio Santos, porque en el fondo se entendía mejor con él que con Julio García. Era menos complicado, más humano. Don Emilio Santos era un artesano de la vida, Julio un científico. Lo cual no impedía que Matías continuara sintiendo por Julio una atracción especial.
Don Emilio se había empeñado en que Carmen Elgazu y Matías fueran a visitar su piso, cerca de la estación. ¿Cómo no? Aquel género de visitas encantaba a la mujer. Después de recorrer pieza por pieza, Carmen Elgazu se detuvo en la cocina con la sirvienta, de la que se sentía en cierto modo responsable, dándole consejos caseros y, sobre todo, una retahíla de recetas vascas. Entretanto, los dos hombres se quedaron en el despacho de Mateo. Matías, cerca del pájaro disecado.
Don Emilio Santos esperaba el momento para hablar con su amigo de un asunto que le quitaba el sueño. ¿Qué mejor ocasión? «Matías, quería confiarle algo que me preocupa. Mire ese retrato; y, sobre todo, la dedicatoria. Sí, Mateo quiere fundar la Falange en la ciudad.» «Si me pones obstáculos te desobedeceré. Si me ocurre algo… espero que te harás cargo.» «Duro lenguaje, a fe. Nunca Mateo me había hablado así. Amigo mío, nuestra época es extraña. Hay momentos en que uno no sabe si es padre de un héroe o de un monstruo.»
Matías se sorprendió hasta tal extremo que al pronto no acertó a contestar nada. No sabía si don Emilio se había dado cuenta exacta de la importancia de lo dicho. ¡Falange se parecía mucho a la dinamita, sobre todo en manos de muchachos como Mateo! E introducirla en Gerona cuando lo que se necesitaba era apaciguar los ánimos le parecía una idea de loco. Lo que Mateo debía hacer era estudiar Derecho y ayudar a su padre. Lo demás, lamentable error. Matías reaccionó tanto más fuerte cuanto que desde el primer día había sentido gran simpatía por el muchacho, hasta el punto que cuando Carmen Elgazu le trajo una noche, antes de cenar, el diario de Pilar, y le hizo leer, sonriendo: «30 de noviembre. Ayer le vi y me dijo: "¡Hola, Pilar!", y me miró de una manera distinta de otras veces…», el hombre no había podido reprimir una casi imperceptible sacudida de gozo. Habló a su amigo con toda franqueza. Le dijo que debía impedir por todos los medios que Mateo cometiera aquella insensatez. Toda su autoridad de padre debía oponerse a ello. ¡Y si su hijo de Cartagena pensaba lo mismo que Mateo, debía arreglárselas para celebrar un consejo de familia y arrancar la promesa de uno y otro! Además… Gerona era peligroso. Él era antiguo en la ciudad y sabía cómo las gastaban. En cuanto la cosa fuera tomando cuerpo…
Matías concluyó:
—Es curioso que al llegar a los veinte años los hijos nos coloquen ante problemas insolubles.
Don Emilio Santos, que le había escuchado con mucha atención, a pesar de hallarse vivamente afectado, comprendió, por el tono en que Matías pronunció estas últimas palabras, que algo ocurría también en casa de los Alvear. Y no erraba. «Héroe o monstruo.» La frase le había recordado a Matías que él tenía también algo que comunicar a su amigo.
El director de la Tabacalera dijo:
—¿Por qué ha empleado usted el plural…? ¿Pasa algo con Ignacio?
Matías asintió. Nunca había hablado de ello con nadie, ni siquiera con su mujer; pero entonces era la ocasión. Su hijo era responsable de algo peor que de tener una idea loca, o de andar por las calles con dinamita en las manos. Una mujer de la vida, Canela… ¡se le llevaba el dinero, la salud, estudiaba poco y mal! Pero lo peor era la hipocresía. Por lo menos, Mateo era noble, daba la cara. Ignacio llegaba a casa, daba las buenas noches, besuqueaba a su madre como si tal cosa. Y hasta rezaba el Rosario. «Le advertí una vez, ahora seré más serio. Sí, queremos demasiado a nuestros hijos. Acabarán tomándonos el pelo, y eso no.»
Don Emilio le miró. Por lo visto, cada uno llevaba su cruz.
En aquel momento apareció Carmen Elgazu en el umbral de la puerta. Los dos hombres, al verla, se levantaron. El director de la Tabacalera admiraba mucho a la esposa de Matías. Ahora su presencia disipó los pensamientos sombríos que le embargaban.
La mujer dijo, sonriendo:
—Bueno, ¿qué te parece que si nos fuéramos, Matías?
—No se vayan, no se vayan aún —rogó don Emilio Santos—. Orencia les preparará algo, una taza de café.
Carmen Elgazu sonrió.
—¡Pues mire por dónde! Orencia y yo ya nos lo hemos tomado en la cocina.
Don Emilio Santos soltó una carcajada y la felicitó por la idea.
De repente, Carmen Elgazu, que rodaba sus ojos por el despacho, vio el retrato de José Antonio Primo de Rivera.
—¿Quién es ese joven? —preguntó.
—Es el jefe de Falange… José Antonio Primo de Rivera.
Carmen Elgazu exclamó: ¡Jesús! Y Orencia, que no se movía del umbral, imprimió a su rostro una extraña expresión de sorpresa y como de persona que ha visto confirmarse algo que suponía.
Don Emilio interrumpió la escena. «Tal vez pudieran organizar un periódico intercambio de visitas. Comer juntos, un día en casa de unos, otro día en casa de otros.»