Personalmente, había llegado a una conclusión: el trabajo de aquellos hombres era duro. Los barrenos mordían la montaña, a veces mordían la carne. Los inmensos bloques debían de ser transportados y luego los canteros les daban forma. Formas cuadradas, rectangulares, distintos tamaños. El incesante martilleo parecía una canción en la montaña. Era el ritmo del trabajo, del vivir. Pero a Laura acababa penetrándole en la cabeza.
Lo mismo le ocurría en los hornos de cal. Los hombres hundidos en pantanos de materia pegajosa, con inmensas palas en las manos, cargando sacos, respirando Dios sabe qué. Lo mismo ocurría en la fundición. Las gafas negras le daban miedo. Y las chispas. Hierros por todas partes, las calderas, el carbón, la temperatura insoportable. Todos negros de la cabeza a los pies.
En los hornos de cal, la piel blanca, negra en la fundición. Pagando, sus hermanos teñían a los hombres del color que les venía en gana. Al los canteros, el polvillo de la montaña los teñía ligeramente de amarillo, que se posaba sobre todo en sus viseras y en sus pestañas, sobre los ojos. Un cantero sentado tenía algo de oriental. Al levantarse, se escupían en las manos, y quitándose la gorra, la sacudían. Los obreros de la cal habían perdido la voz. Los de la fundición, al quitarse las gafas, miraban el mundo como si llegaran de otro, del fondo del mar, o del fondo del fuego.
Ante tal espectáculo, Laura decidió aumentarles a todos el jornal. El notario Noguer le aconsejaba que esperase; la muchacha dijo: «Inmediatamente». Esto ocasionó que algunos de los obreros se felicitaran, de que los Costa estuvieran en la cárcel. Otros dijeron: «¡Imaginaos lo que debían de ganar, que a la mujer le ha dado vergüenza!»
La muchacha se entusiasmaba de tal modo oyendo aquellas cosas, que en seguida habló de crear una guardería para los hijos de los obreros y obreras a su cargo… De ello a una clínica de maternidad había un paso…
Laura obraba de tal suerte de acuerdo con un plan perfectamente trazado, y no por ella misma, sino por un superior. Por alguien que estaba cansado de que en la ciudad se hicieran las cosas a medias: un vicario joven, de mandíbulas enérgicas… Sí, mosén Francisco, amigo de César y vicario de San Félix, enamorado de Gerona, hijo de ella, fundador de una escuela de aprendices, conocedor del latín y hombre de tres horas de rezo diarias, tenía ideas nuevas y audaces sobre el apostolado. Al advertir que los derechistas se pavoneaban por su triunfo del 6 de octubre y creyendo que sus hermanos los sacerdotes no hacían nada eficaz, había dicho a Laura: «Demuestre que se puede ser católico y generoso. Más aún: que siempre será más generoso un buen católico que un buen librepensador. Demuestre que puede usted hacer mil veces más que sus hermanos».
El resultado había sido magnífico, pues los obreros saludaban a Laura con devoción. Laura estaba muy contenta. Le parecía que su vida tenía un sentido, que todos los obreros eran hijos suyos. «La Voz de Alerta» decía: «Ahora será esa mujer la que organizará una revolución». Mosén Alberto estaba orgulloso de su obra.
En la cárcel, los Costa se enteraron de lo que ocurría. Sonrieron. Curiosa la reacción de su hermana. Siempre la habían considerado flacucha, sin gran temperamento. Y resultaba que a la primera ocasión daba la gran sorpresa. Los hermanos Costa confesaron que uno no tiene nunca bastante experiencia de la vida. Sin embargo, temían que exagerara. Los Costa eran partidarios de la justicia con los obreros, pero entendían que, según como, sería el cuento de nunca acabar.
¡Sorprendente tipo el vicario! Sus gestiones acostumbraban a verse coronadas por el éxito; tales eran su empuje y su naturalidad. Resuelto el asunto de Laura, del que toda la ciudad hablaba, se sintió con ánimos para hacer otra sugestión más difícil aún. Por desgracia, esta vez su fracaso fue rotundo. No consiguió ningún resultado positivo. Al contrario, un sermón y una llamada al orden. Un rato de angustia y un grave problema de conciencia.
La cosa había ocurrido de una manera lógica. Mosén Francisco recibió la visita de un reo común, profesional de la quincena, que invariablemente, en cuanto salía en libertad, acudía a la sacristía del vicario a pedirle un duro. En aquella ocasión el sacerdote aprovechó para interrogarle sobre lo que ocurría en la cárcel. Invitó al hombre a un trago del vino que tenía para consagrar, se sentó a su lado y le preguntó: «¿Qué tal los presos? ¿Qué tal mosén Alberto?» El reo común contestó: «Mal. Les dice que si saben sufrir sacarán gran provecho». El vicario comprendió. Entonces le dijo a su amigo: «Ahora vete. Tengo algo que hacer». Le despidió, tomó su inmenso sombrero, salió de la parroquia y se lanzó cuesta abajo en dirección al Museo Diocesano. Subió al primer piso del venerable edificio y encontró a mosén Alberto absorto en su despacho.
Apenas si dio tiempo a los saludos de rigor. De pie frente a él, le planteó el problema a boca de jarro. Primero trazó un esquema de la responsabilidad de un sacerdote que tiene a su cuidado trescientos detenidos. Luego habló del estado de ánimo de los mismos, cuando las razones de su encierro son políticas. Inmediatamente añadió que mosén Alberto, al parecer, hablaba a los detenidos en términos aptos para ser comprendidos por gente de vida espiritual muy intensa, pero de ningún modo por hombres sin afeitar, ateos y que se creían inocentes.
En consecuencia, era preciso revisar de arriba abajo la táctica empleada, y desde luego abandonar la restauración de retablos. A su entender, lo que un sacerdote debía hacer era dejarse ver poco por la cárcel, lo menos posible, y, en cambio, actuar sin descanso en el exterior, para que a las familias de los detenidos no les faltara nada. Visitarlas una a una, de la mañana a la noche, y ofrecerles todo lo que uno poseyera e incluso, si hacía falta, lo que poseyeran los demás. Aquello les llegaría al alma mejor que todos los sermones. Cada mujer escribiría a su hombre detenido: «¿Sabes? No te preocupes por mí ni por tus hijos. Estamos bien gracias al cura, a mosén Alberto».
Por exceso de celo o por lo que fuera, había hablado con extrema agitación, tal vez con falta de respeto. Mosén Alberto se levantó y le dijo:
—La suficiencia es grave pecado, reverendo. Le ruego que de por terminada esta conversación.
Mosén Francisco quedó inmóvil, porque en el inesperado tratamiento de usted que le dio mosén Alberto, que le conocía desde pequeño, comprendió hasta qué punto le había herido. Sintió una pena honda y se dijo: «Acaso yo esté ofuscado». Tenía ganas de llorar y de arrodillarse a sus pies. Pero fue un momento. En seguida se le pasó.
Mosén Alberto estaba más yerto que la armadura. Recordaba a Ignacio, que también quiso darle lecciones; ahora el joven vicario. Probablemente, ni uno ni otro habrían conseguido fundar, en la cárcel, un orfeón.
Mosén Francisco, andando de espaldas, se dirigió a la puerta. Inclinó la cabeza y salió. Las dos sirvientas le acompañaron. «¿Quiere un poco de chocolate?» Al bajar la escalera, con el inmenso sombrero se ocultó la cabeza entera.
Entró en la primera iglesia que halló a su paso y rezó… Pidió para sí y para el mundo. La iglesia estaba vacía. Ni un cantero, ni un obrero de un horno de cal, de una fundición… Le cayeron las lágrimas. Un pensamiento le consoló: César estaría de acuerdo con él. Mosén Francisco estaba convencido de que César era un santo.
Un hecho llamaba la atención de Ignacio y de Mateo: el profesor Civil no tenía radio, su mujer era muy callada, y a pesar de ello estaba al corriente de todos los acontecimientos del mundo y de Gerona… por pequeños que fueran. Por ejemplo, de la labor del Tribunal Militar de Represión no se le escapaba detalle. Sabía incluso que un alférez cuidaba de los expedientes entre las letras A y G, y otro de los comprendidos entre la H y la Z. Sabía también que el comandante Martínez de Soria había dicho a Julio: «A las cuarenta y ocho horas, la ley será cumplida».
Por aquellos días era forzoso comentar la labor de este Tribunal, pues al profesor le interesaba mucho la interpretación jurídica que los jueces darían a los hechos. El profesor Civil opinaba que, por lo común, y salvo excepciones como la de Napoleón, los militares eran pésimos jueces, que confundían al hombre, dual y complejo, con un ser automático.
Con respecto a los responsables de la revolución, el profesor Civil opinaba que, contrariamente a los rumores que circulaban, el castigo que se les impondría sería sin duda severo, por una razón: los revolucionarios se habían levantado contra un Gobierno legítimamente constituido, y ello era grave falta, perfectamente prevista por el Código.
—En este sentido son culpables —sentenció—. Los separatistas y los socialistas debían de haber esperado las próximas elecciones. Esto hubiera sido lo sensato, lo noble y, sobre todo, lo democrático.
Mateo aceptó la versión del profesor, pero con una reserva. Dijo que en política y en el arte de conducir los pueblos, no era el Código el que debía imponer su texto, frío, sino el destino histórico para el que la Patria estuviera llamada.
—En Cataluña, por ejemplo —dijo—, lo delictivo no radicó en que el intento separatista se hubiera producido ilegalmente —responsabilidad jurídica—, sino en que el intento fuera separatista —responsabilidad patriótica—. Lo grave es el contenido de la revolución —concluyó Mateo—, no si se produce dentro o fuera de la ley.
El profesor Civil contestó que éste era un excelente sistema para justificar toda clase de levantamientos.
—Según su teoría, si la doctrina es válida, queda justificado implantarla por la fuerza, ¿no es eso?
—Desde luego. Es ley eterna.
El profesor Civil pareció escandalizarse.
—Pero… ¡lo que es válido para unos es delictivo para otros!
—¿Y eso qué importa? —contestó Mateo, sacándose el pañuelo azul—. Yo no concedo idéntica capacidad política y de criterio a todo el mundo. Es la farsa de las urnas la que ha establecido esta igualdad. Yo creo que existen minorías u hombres con sentido profético y es a éstos a los que hay que escuchar. Si estos hombres creen que una doctrina es válida, de hecho pasa a serlo.
—Pero… ¿cómo saber, en cada caso, si la minoría o los hombres que se han pronunciado contra la ley son precisamente esos seres superiores a que usted alude?
—Hay signos infalibles que lo demuestran —afirmó Mateo—. Su personalidad, su sinceridad, el alcance entrañable de su doctrina. Cuando usted oiga a Companys diciendo en pleno 6 de octubre: «¡Catalanes, el Gobierno de la Generalidad hace lo que tiene que hacer y hará lo que sea necesario según las circunstancias de cada momento!», puede apostar a que ese hombre carece de autenticidad y del mínimo de seguridad en sí mismo exigible un Jefe; en cambio, cuando usted oiga a un diputado de treinta años que en el Parlamento se levanta contra unos y otros y grita: «¡Señores, yo creo que el hombre es portador de valores eternos!», en ese momento casi, casi, puede usted pedir una ficha de inscripción.
Ignacio quedó estupefacto. ¡Ficha de inscripción! En aquel instante lo comprendió todo. Comprendió que Mateo aludía a José Antonio Primo de Rivera. La luz se hizo en su cerebro, recordándole que Cosme Vila había dicho que los fascistas en Barcelona llevaban camisa azul. ¡Camisa azul! ¡Pañuelo azul! «Levantarse contra unos y otros, es válido imponer una doctrina por la fuerza.» La cosa estaba clara. Mateo era de Falange.
Ignacio no acertaba a volver en sí. Un extraño sentimiento de recelo le invadió. ¿Quién le había dado aquel sujeto por compañero? «El hombre, portador de valores eternos.» La frase era retórica y no implicaba que quien la hubiera pronunciado tuviera dones proféticos y sirviera para gobernar un pueblo.
Mateo se había dado cuenta de que algo pasaba por la mente de su compañero. No obstante, cuanto antes fijar posiciones, mejor. Preguntó al señor Civil si cuando dijo: «Esto hubiera sido lo democrático», habló en serio, mejor dicho si creía seriamente en la democracia. El profesor cerró el libro que tenía enfrente, con ademán que le era peculiar. Y luego contestó que antes había que proceder a una serie de distinciones. Tal vez la democracia fuera positiva en tal sitio, en tal ocasión, mientras en la misma hora, en otro sitio, resultara inoperante.
—En todo caso no olvide —inquirió Mateo— que el advenimiento de la democracia se debió también a la fuerza. Los demócratas no dudaron en cortar cabezas para imponerse. Desde la Revolución francesa hasta la Revolución rusa, pasando por todas las demás.
El profesor Civil entendió que tal planteamiento retrospectivo llevaría lejos, pues los reyes y los zares, a su vez, se habían impuesto por la fuerza. Tal proceso conduciría hasta el mismísimo fratricidio de Caín.
Mateo exclamó:
—¡Se equivoca usted! ¡Llevaría hasta la rebelión de los Ángeles!
En aquel instante, Ignacio pidió al profesor Civil permiso para fumar: el profesor se lo concedió. Ignacio lió un cigarrillo, con calma, Mateo sacó de su bolsillo el mechero de yesca. Ignacio declinó la oferta diciendo «Muchas gracias». Y sacó su mechero de gasolina. Mateo le dijo: «El inconveniente de tu mechero es que se apaga con el viento». Ignacio repuso: «El inconveniente del tuyo es que para encenderlo hay que soplar».
Ignacio se sentía molesto. Todo aquello le distraía. Él quería estudiar, estudiar y tener un amigo. Al ver a Mateo había pensado: «Ahí está». Le había impresionado su aspecto serio y una rara precisión en el lenguaje. Pero resultaba que era de Falange y que llegaba de Madrid cargado de proyectos…
Ignacio decidió que a partir de aquel día saldría de casa del profesor Civil en cuanto la lección hubiera terminado. Aunque se daba cuenta de que aquellos minutos de conversación al viejo profesor le sabían a gloria. Era de suponer que con su mujer no podía hablar de aquellas cosas.
La habitación en que daban la clase era obsesionante. Abarrotada de libros hasta el techo, mapas mediterráneos, un viejo reloj, la estufa y el piano. No se veía un centímetro de pared. Unas viejas fotografías reclinadas en los libros. El viejo profesor, cuando se levantaba para buscar un volumen, parecía un tigre cansado recorriendo su jaula. Pero si conseguía provocar una discusión, rejuvenecía. ¡En Mateo había encontrado la horma de su zapato! Pero Ignacio se sentía molesto.
Los dos muchachos salieron. La escalera estaba oscura. Al llegar a la Rambla las parejas se paseaban. Automáticamente, dieron unas vueltas.
—¿Qué te propones con todo eso? —preguntó Ignacio, de pronto.