Era cierto. El doctor Relken prefería, a los discursos ante numeroso público, improvisar una reunión, por ejemplo en el Neutral. Improvisar; ésa era la palabra. Porque, en realidad, siempre se presentaba allí solo, a lo más acompañado de Julio. Pero el grupo llegaba a no tardar. La figura del doctor siempre llamaba la atención como su extrema seriedad, a pesar de la constante sonrisa. Pronto se formaba un pequeño corro a su lado, especialmente si Julio levantaba la voz o hacía alguna pregunta a los vecinos. En este caso el doctor aceptaba de buen grado una conversación general. Y siempre ocurría lo mismo: pronto se hallaba describiendo países lejanos, cosas lejanas que había visto, y que hacían las delicias de Ramón. Y a medida que hablaba el auditorio se iba haciendo más nutrido. Al final, surgía espontáneamente el capítulo que Julio acabó por llamar de ruegos y preguntas. Preguntas extrañas y dispares, que nunca quedaban sin respuesta, excepto si contenían intención humorística. En este caso el doctor Relken clavaba los ojos y daba la impresión de que no había comprendido. Fue por su falta de sentido del humor por lo que Matías Alvear dijo de él: «Al dominó y a otras cosas le gano yo; y don Emilio Santos también le gana».
—¿Es cierto, doctor, que en Rusia los obreros viven como rajas?
El doctor contestaba que Rusia era muy grande. Que desde luego, en los lugares equivalentes, vivían mejor que en España. Tal vez trabajasen más horas… pero es con carácter voluntario. Quieren elevar el país.
—¿Y en Alemania?
El doctor se quitaba los lentes.
—Pues… Hitler intenta hacer lo mismo en Alemania; pero a Hitler los obreros le tienen sin cuidado. Los halaga por conveniencia; pero lo que quiere es dominar, dominar. Confía en sus astros…
El tema del nacionalsocialismo, del Fascismo y, de rebote, el de la Falange, eran frecuentes, pues a causa de la guerra de Abisinia se había desencadenado la primera ofensiva seria contra Mateo y sus camaradas; si bien muchos se reían de éstos, diciendo que eran cuatro desgraciados y que ya se les iba dando su merecido, «como ocurrió en Valladolid».
Al oír esto, el doctor volvía a erguir el cuello. No compartía la opinión de los que se reían.
—Están ustedes equivocados tomando a los falangistas en broma, porque son pocos. Los nazis empezaron siendo unos cuantos en una cervecería y en los comienzos de Mussolini ocurrió lo mismo. Aquí, por lo que veo, el fascismo basa su doctrina en teorías muy antiguas, que datan de la expulsión de los judíos y de la Inquisición. En este aspecto, claro está, se estrellarán contra el conocimiento que todos ustedes tienen de estos hechos. Pero, en cambio, son astutos en otros aspectos; por ejemplo, ensalzando la conquista de América, sin explicar al pueblo los… asesinatos en… masa —y perdonen ustedes la dureza de expresión— que realizaron los conquistadores. Y, sobre todo, son astutos infiltrando en sus cuadros una idea política muy peligrosa: la de la Unidad. Eso es, en efecto, algo más serio de lo que parece. Hitler combatió con esta arma, lo mismo que Mussolini. Verán ustedes cómo irán ensanchando sus cuadros, y cómo los militantes se irán pareciendo entre sí. Unidad, unirse todos para crear una fuerza. Es una idea que, repetida, acaba siendo arrolladora.
—No veo lo que aquí puede arrollar —objetaba alguien.
—¿No…? —el doctor sonreía—. Ningún demócrata lo ve, y por eso, cuando se dan cuenta todo está perdido. Confían ustedes demasiado en el individualismo. También eran individualistas los italianos, y Mussolini llegó al poder. Lo que aquí pueden arrollar es simplemente la República.
Se hacía un silencio.
—¿Ganando las elecciones? —inquirió otro oyente.
—Pues… el fascismo español no las ganará —contestaba el doctor—. Pero pueden ganarlas las derechas si los republicanos no se deciden a unirse antes que ellos… Y si las derechas ganan esta vez, permítanme una pequeña profecía, como observador extranjero que soy: antes de un año los fascistas habrán impuesto su voluntad. Les bastaría con asegurarse la colaboración de unos cuantos generales; lo cual va a serles más fácil de lo que parece, pues por lo que veo en muchos sitios los falangistas son hijos de militares.
Julio mostraba estar de acuerdo con el doctor.
—Ya sabe usted mi opinión. Pero es difícil meter estas ideas en la cabeza de la gente. Aquí, si el toro no es grande no nos gusta.
—Sólo hay un remedio —concluía el doctor—. Unirse antes que ellos. Formar un
broque
.
—¿Un
broque
…? —Julio se reía—. Se dice bloque.
—¡Bueno! Bloque. Formar un bloque. Lo mismo da.
Alguien objetaba que era difícil armonizar todas las tendencias. Los intereses eran muy opuestos.
El doctor se encogía de hombros. «Luego… se discute. En fin, hay cosas que un extranjero ve mejor que el que está dentro.»
Alguien preguntaba:
—En Alemania es fácil unir a la gente, ¿verdad?
—Pues… más que aquí —informaba el doctor.
Julio añadía, sonriendo:
—Y a los que no quieren unirse se los expulsa, ¿no es así, doctor?
—¡Dígamelo a mí! —contestaba el arqueólogo, levantándose.
El comandante Martínez de Soria estaba nervioso. Su esposa, que siempre parecía andar sobre una alfombra, se acercaba a la ventana y al tiempo de correr los visillos le decía: «Vete a montar un poco. Te distraerás».
El comandante estaba nervioso porque consideraba que el Ejército era la columna vertebral de la Patria y ocurría que no le gustaban ni la organización actual del Ejército ni las manos que conducían la Patria. Cuando lo del
Straperlo
juró: «¡Es absolutamente grotesco tener que servir a un gobierno de ladrones!» Y en cuanto al Ejército, todo le inducía a creer que las irregularidades de Cuba y África se repetirían si llegaba la ocasión, pues muchos jefes parecían empeñados en convertir España en colonia de algún otro país.
Su esposa procuraba calmarle. «Ten calma. No precipites las cosas.» Estas palabras tenían doble filo. Quería decir: «Haz lo que tienes que hacer… Pero asegura el golpe». El comandante miraba a su esposa y le daba un beso, con frecuencia en la mano. Le animaba verse comprendido por ella. Luego tiraba con fuerza del flequillo de Marta; se encerraba en su despacho o se iba a la Biblioteca del cuartel y allá seguía al dedillo el curso de las operaciones militares en Abisinia —decía que la infantería española, con la mitad del material, hubiera llevado el avance con ritmo mucho más acelerado—, y leía todo lo concerniente a la propaganda electoral que estaba en pleno apogeo.
Marta admiraba a su padre por su patriotismo. El comandante, cada tres palabras, pronunciaba el nombre de España. En el fondo, ante el mapa abisinio echaba de menos un Gobierno que organizara, en África o donde fuere, una empresa parecida. Marta le decía sonriendo: «De esto a la idea del amanecer hay un paso». El comandante rugía: «¡No uses esas palabras idiotas!» Aun cuando el mártir de la familia le doliera tan hondo, continuaba soltando pestes contra los falangistas.
Las elecciones… le daban miedo. Era de los convencidos de que las izquierdas se unirían, y de que si ganasen ocurrirían grandes catástrofes. Todos aquellos a quienes él había juzgado por lo de octubre se convertirían en héroes, y personalmente tropezaría a cada instante con el ataúd de Joaquín Santaló, y a no tardar probablemente con el suyo propio. Todo ello le había unido de nuevo a «La Voz de Alerta», en las conversaciones en el café. Siempre le ocurría lo mismo. Juzgaba que el dentista era un adulón, injusto con las clases inferiores; pero después de soslayarle tenía que acercarse a él.
La esposa del comandante era una mujer de tacto. Tenía sumo arte en aconsejar a su marido, sin que éste se diera cuenta. La esposa no pronunciaba el nombre de España cada tres palabras, pero de cada tres pensamientos le dedicaba uno. El segundo era para su marido. El tercero para sus hijos.
Nunca hablaba de Fernando. Murió, había alcanzado ya la meta. Era una lámpara encendida en el corazón. José Luis… continuaba en Valladolid estudiando y pegando carteles. —Al regresar del entierro de su hermano se dirigió a escribir un VIVA en el lugar exacto en que éste cayó—. En cuanto a Marta, era su consuelo próximo, inmediato. Y también su inmediato problema; más inmediato aún que el que planteaban los proyectos del comandante.
A la madre de Marta le preocupaban las relaciones de su hija con los Alvear. La familia, en general, le gustaba. Los Alvear tenían una virtud esencial: no eran catalanes. La esposa del comandante no comprendería jamás a los catalanes. Los juzgaba antipatriotas, materialistas… y blasfemos… En cambio, de Matías sabía que era un hombre cabal, con mucha gracia, muy español de contextura y un artista pescando; de Carmen Elgazu diciendo que era vasca creía haber hecho todos los elogios, y Pilar la encantaba. La encantaba por su espontaneidad, por su alegría espiritual. Siempre le decía a Marta: «No podías encontrar mejor amiga». De modo que quien le preocupaba de los Alvear era Ignacio.
La esposa del comandante creía poder renunciar sin gran esfuerzo al yerno conde o duque en el que al nacer Marta había soñado. Un abogado —un abogado que tal vez lo fuera excelente— le parecería muy bien, llegado el caso; pero… a condición de que no fuera de la UGT. Un abogado de la UGT en su casa sentaría como una estrella roja en el despacho de don Jorge. Sabía que Marta no se dejaba influir fácilmente y decía de ella que su flequillo era la cortina que interponía entre lo que pensaba y lo que pensaban los demás; sin embargo, si el amor danzaba por en medio, todo cambiaba. «En cuestiones religiosas, es el hombre el que se deja influir; en política e ideas sociales, cede la mujer.» Y si Marta se mantenía en sus trece, entonces la boda sería un fracaso.
Los temores de la madre de la muchacha tenían origen vario. Primero, la opinión personal. Había visto a Ignacio por la calle y le pareció un muchacho correcto, de aspecto inteligente y pletórico de juventud; pero… no llevaba uniforme. Viéndole se dio cuenta de lo que aquello significaba para ella; a la edad de Ignacio, la frente del comandante Martínez de Soria rozaba ya la primera estrella… Luego le asaltaron temores al oír algunas de las cosas que Marta contaba de él. Por ejemplo, que le criticara a ésta su afición a montar. Le decía que al verla regresar de la Dehesa a caballo, erguida a la altura de los balcones, con un asistente siguiéndola, la sentía tan lejana como una princesa mora. «¿Cómo es posible que diga tal cosa, si en las naciones que él considera ejemplares es más que corriente que las mujeres monten a caballo?» Y por último, le asustó el informe que dio del muchacho mosén Alberto. Mosén Alberto, al ser consultado, dobló el manteo sobre su brazo y contestó:
—Pues… con franqueza. Ignacio es la nota falsa de la familia.
La opinión del sacerdote puso sobre aviso a la madre de Marta. La mujer concedía importancia vital a la unidad familiar. Sabía que el hombre que se casara con Marta formaría parte del corazón y de la vida del comandante Martínez de Soria, y que en cierto modo debería seguir la suerte de éste, so pena de provocar una catástrofe. Las circunstancias de la nación no permitían alojar bajo un mismo techo a dos varones de ideología opuesta. Además, a su entender lo que España necesitaba estaba muy claro: una mano de hierro que apagara el volcán, que indicara a cada español su sitio. De modo que los demócratas, los que invocaban el derecho a amenazar cónsules italianos, que Dios los conservara lejos.
Ignacio tenía, por fortuna, un abogado defensor en casa del comandante y no de valor escaso: Pilar. La muchacha continuaba adorando a su hermano; y contaba de él todo lo bueno que había y lo que no había. De modo que su opinión actuaba de contrapeso, sobre todo por lo que se refiere al comandante. El comandante quería enormemente a la chica. Cualquier cosa que ésta dijera le caía en gracia. La madre de Marta, oyéndola hablar de Ignacio, sonreía con cierta indulgencia; en cambio, el comandante levantaba el hombro y admitía, divertido: «De acuerdo, de acuerdo. Estoy convencido de que Ignacio vale mucho». A veces añadía: «Mucho más que el loco que tú has escogido».
En el fondo, el comandante tenía celos a este loco, a Mateo. El hombre consideraba que Pilar era una criatura deliciosa. Le gustaba verla, hacerla ruborizar y tocarle la barbilla. Generalmente la piropeaba; pero a veces le interesaba también conocer su opinión sobre asuntos serios que en aquellos momentos ocupaban su espíritu. Siempre decía que Pilar era más aguda de lo que aparentaba. «Ale, basta de tu hermanito y escucha lo que te digo. ¿Qué opinas del doctor Relken?» Un día en que el parte de guerra había sido particularmente movido, le preguntó qué opinaba del conflicto italoabisinio.
—¿Yo…?
—Sí, sí. Tú… tú misma.
Pilar puso cara seria.
—Pues… que si fueran los ingleses los que hubieran atacado todo el mundo lo encontraría muy bien.
El comandante soltó una carcajada. A la legua se veía que aquello no había salido de su cerebro. El comandante se confirmó en la idea de que Pilar valía mucho.
—Ahí está lo terrible del caso —comentó luego con su esposa—. Ignacio me parece muy bien para Marta, pero Pilar en manos de Mateo quedará hecha trizas. Ese loco no le hablará más que de Gibraltar y olvidará decirle que el abrigo que ha estrenado es bonito.
En cuanto a la chica, correspondía al comandante. En su casa hablaba con frecuencia de él. Decía que era mucho más sencillo de lo que la gente creía. Entre otras cosas le quería porque le preparaba, a escondidas, unos
cocktails
que ni las artistas de cine. Lo único que no le perdonaba era precisamente eso, que siempre la tomara con Mateo.
—Menos mal que tiene simpatía a Ignacio —decía siempre.
Un día, añadió, dirigiéndose a Matías Alvear:
—No hace como mosén Alberto, que les ha declarado la guerra a los dos chicos.
—¿A los dos…?
—Sí, sí. A los dos.
—A ver si te explicas.
—Pues… muy sencillo. Aquí, que si el paganismo alemán y qué se yo. En casa de Marta, les aconseja que tiren a Ignacio escaleras abajo.
—¡Válgame Dios! —Matías Alvear se sulfuró. Tenía su opinión sobre Mateo, pero no admitía que nadie se mezclara en aquel asunto.
En la primera ocasión propicia echó la silla para atrás y le dijo a mosén Alberto entre bromas y veras:
—Mosén… ¿Es que le disgustaría que Carmen Elgazu y yo llegáramos un día a ser abuelos…?