Los cipreses creen en Dios (81 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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El viaje fue decidido en un santiamén. Ignacio pagaría lo que en la fonda, y le tratarían como de la familia.

Ignacio se marchó, dispuesto a asegurar a los padres de Jaime que su hijo era el mejor poeta de la región. El pueblo en que vivían estaba muy cerca de Puigcerdá, donde «La Voz de Alerta» pasaba los veranos fundando clubs de
golf
que en invierno morían irremediablemente. Nada más llegar, bendijo el ofrecimiento de Jaime como los soldados bendecían al coronel Muñoz. ¡Maravillosa comarca, rodeada de montañas, con bosques no quemados en las laderas, con rebaños tranquilos, con árboles frutales! La casa tenía un huerto y una era, y muchos conejos agazapados, que miraban estúpidamente. Ignacio no comprendió que Jaime hubiera abandonado todo aquello y hubiera preferido sentarse horas y horas ante una máquina que hacía: «Ta-ta-ta».

Los padres de Jaime le dijeron a Ignacio:

—¡Qué quieres, chico! A los jóvenes os tira la ciudad. Jaime quería abrirse camino en Gerona, con la poesía. Pero dice que le falta influencia.

Luego le informaron de que el cura era una bellísima persona y de que el relojero del pueblo estaba loco. Cuando llegaba un forastero le llamaba y enseñándole un reloj que tenía parado le decía: «Lo pondré en marcha el día que estalle la revolución».

Ignacio puso una expresión parecida a la de los conejos al oír hablar, incluso en la Cerdaña, de revolución. Pero no hizo caso. Inmediatamente la comarca le entró en el corazón, el valle y aquella casa. Caminos que el sol aplastaba durante el día, pero que hacia el atardecer se desperezaban, llevando y trayendo, a través de la llanura, carros, alfalfa y misterio. Entonces Ignacio veía la hierba quieta y, sin embargo, temblorosa de los campos, los montes de Nuria ensombrecerse y, no obstante, ganar en estatura, troncos y solitarias paredes que continuaban recibiendo en plena noche impactos de luz. Luego dormía totalmente, como nunca conseguía dormir en Gerona, y, a veces, de madrugada se asomaba a la ventana, comprobando que todo estaba en su lugar, que todos los relojes de la Cerdaña —excepto el del relojero loco— marchaban a la perfección. Eras, pajares, gatos y perros, olmos y chopos, la línea de Francia a dos kilómetros escasos, la carretera a Seo de Urgel, los atajos de los contrabandistas, el agua pirenaica que al doctor Relken le hubiera gustado beber, los viejos carlistas sentados en los bancos de piedra de la plaza del pueblo: todo tenía su norma y su ley.

De no ser por el relojero loco, Ignacio hubiera vuelto a Gerona diciéndole a César: «Comprendo que en el Collell se te antoje a veces que cada cosa de la naturaleza tiene de por sí un alma, que todas juntas o por separado te saludan, que algunas lloran, que muchas de ellas luchan para aprender tu nombre y el de tu profesor de latín»; pero el relojero —que en efecto le llamó en seguida, en cuanto le vio cruzar la calle— hundiéndose en la cuenca del ojo izquierdo el horrible monóculo de su oficio le contaba con estilo incoherente que todo aquello estaba muy bien —los rebaños, el agua—, pero que en el pueblo se disfrutaba de menos salud de la que él creería —matrimonios entre primos hermanos, había más miseria de la que suponían las autoridades, muchas familias que emigraban a Francia y que la vida en invierno era difícil allí, porque quedaban incomunicados y porque el túnel de Nuria que ya la Dictadura les había prometido, y luego la República— no era nunca una realidad.

—Comarca feliz. Sí, sí. ¿Ves este reloj? Le das cuerda y anda para atrás. ¡Je, empleado de Banca! Aquí en la Cerdaña, en invierno no se puede vivir. Mi padre decía que no se quiso bautizar porque la iglesia estaba helada. Tenía razón. Es muy bonito venir a Puigcerdá en el mes de julio y andar como tú andas, con alpargatas y una camisa de seda con iniciales: pero en invierno… ¿Por qué hablo de revolución? Porque el oficio me ha enseñado «que las ruedas pequeñas son tan importantes como las grandes…» ¿Quiénes son las grandes? Los que vienen a jugar al
golf
. ¿Quiénes son las pequeñas? Los que van al monte por leña. Pero… todo llegará. Observa los relojes:
tic, tac, tic, tac
. Hay un veneno que mata a todo el mundo. ¡Un reloj que ocupe toda la pared! —me piden—. Se figuran que porque tienen dinero les daré un reloj de trece horas, o de veinticuatro. Nada de eso:
tic, tac, tic, tac
. El último veneno, eso de Abisinia. ¿Has leído
El Diluvio
? Ahora, aquí, les queremos imitar. Me han dicho que en Gerona ya regaláis octavillas.

Ignacio regresó a Gerona algo obsesionado por aquel hombre. Y Gerona le devolvió a la realidad. Menos hierba quieta —murallas recibiendo también impactos de luz en plena noche— y más camisas de seda con iniciales.

Carmen Elgazu le encontró más gordo. César le dijo, inesperadamente: «Hoy he ido al valle de San Daniel. He visto la tapia del convento de clausura».

En cuanto a Gerona, se hallaba en plena fiesta. La quincena del amor había alcanzado su punto culminante. Cada barrio tenía su fiesta veraniega, como en la Cerdaña cada camino su carro. Papeles de color zigzagueando de balcón a balcón, típicos monigotes de madera colgados en el aire, tablados para los músicos, puestos de mantecados.

¿Cómo resistir? Era la fiesta de la Rambla y Matías Alvear había formado parte de la comisión organizadora. La familia era, pues, parte interesada. Y además, contaba con el espléndido emplazamiento del balcón.

En efecto, la familia Alvear desde su balcón lo dominaba todo, el ir y venir, las risas, las calvas de los músicos, el micrófono a través del cual el Rubio saludaba al respetable público, fumándose su saxofón. Teo apareció con una extraña mujer que le llegaba al ombligo, Gorki con otra que le llevaba dos palmos de ventaja, el teniente Martín con una vampiresa de tres al cuarto, que despedía oleadas de perfume. Bajo los arcos, apretados, bailaban Murillo y Canela, ésta con pendientes nuevos. Los niños pisaban adrede a los mayores —dos jugadores de ajedrez en el interior del Neutral—, los soldados echaban sus gorros al aire y un grupo de taxistas pasaba disimulando y pellizcando a las chicas, tirando petardos y derribando botellas de agua.

Sin embargo, los vecinos se opusieron a que el clima adquiriera un tono definitivamente bajo. Optaron por tomar personalmente posiciones. Honorables comerciantes, más o menos ventrudos, salían de las tiendas con la esposa y bailoteaban. El recuerdo de la juventud les encendía las mejillas. Nadie se abstuvo; las clases no contaban. Liga Catalana y CEDA, radicales e Izquierda Republicana se mezclaron fraternalmente. Media docena de viejos sacaron sus sillas afuera, al borde de la acera, para no perderse detalle. Las criadas eran absolutamente felices.

Pilar y Mateo, desde abajo y bailando sin alejarse demasiado, llamaban a voces a Matías y Carmen Elgazu —éstos en el balcón— para que bajaran también y los obsequiaran con un vals corrido.

Carmen Elgazu, aunque riéndose, rehusó siempre, a pesar de que el propio don Emilio Santos se empeñaba en convencerla. El último día Matías dijo: «¡Pues ahora vas a ver!» Se tomó una copa de Estomacal y se bajó del brazo de doña Amparo Campo.

Gracias a esta concesión, Julio, por su parte, consiguió bailar con Pilar. Pilar sentía en su mano la húmeda mano del policía. Mateo no les perdió de vista, inquieto. Entonces, por toda la Rambla, se encendió la traca final, la traca de los fuegos artificiales.

Capítulo LVI

Luego llegó la quincena de las catástrofes.

El calor cayó de nuevo, como una maldición africana. El Oñar, prácticamente, se secó; el agua quedó estancada. Los obreros, luchando con los cimientos del Mercado, se quejaban de que aquellos efluvios los intoxicaban. Era un río muerto en el centro de la ciudad.

Las fiestas de los barrios extremos fueron raquíticas comparadas con las de la Rambla y la Plaza de la Independencia. Matías lo atribuía a las comisiones organizadoras, que no sabían despabilarse; en realidad, era el calor. Todo el mundo llegaba a la noche agotado, y apenas apuntaba el alba el sol ascendía de nuevo con majestad impecable, bebiéndose la sangre de los ciudadanos.

Acaso fuera por ese vaho rojo por lo que uno de los alumnos de David y Olga tuvo una idea loca: Santi, el mayor de ellos, que ahora todo el día andaba detrás de Porvenir y que en la CNT prácticamente actuaba de botones, o de conserje, fue a la Rutila a buscar dos amigos que se las daban de valientes y les dijo: «Vamos a la escuela, tengo un plan».

A los chicos les ganó la curiosidad. Eran más inteligentes que Santi, pero éste los dominaba por bruto. Llegaron a la escuela y el precoz anarquista se sacó del bolsillo algo —un diamante— y quebró uno de los cristales, como si fuera el escaparate de una tienda. Introdujo la mano por el boquete y abrió la ventana. Los tres saltaron al interior. ¿Qué vas a hacer? Santi se dirigió, flotando sobre sus inmensos pies, hacia el acuario y con el diamante quebró también, venciendo su espesor, el cristal. El agua empezó a perderse por el agujero. Los veinte peces de colores se cruzaron dentro del recinto como alocados. El agua les iba faltando y sus fauces, abriéndose, denotaban el miedo sideral. Los dos chicos reaccionaron inmediatamente. Ante la gratuita crueldad de Santi uno de ellos le asió las muñecas, sosteniéndolas entrecruzadas en la espalda tal como les había enseñado David y el otro le pegó en pleno rostro un terrible puñetazo. La sangre del bruto manó de su nariz cayendo dentro del acuario como para prolongar la vida de los peces unos segundos más. Los peces la hubieran bebido con fruición a no ser que de pronto se encontraron en el surtidor del jardín, donde en el acto se dedicaron a inspeccionar su nueva e insospechada morada, dando vueltas sin parar. David y Olga, a su regreso, no comprendieron el misterio, puesto que los salvadores de los peces no delataron a Santi; delatar les estaba prohibido.

De cómo en el cerebro de un botones —o conserje— de la CNT podía germinar repentinamente la idea de matar veinte peces de colores, nadie sabía una palabra. En todo caso los dos chicos, que adoraban a Olga y David, sentenciaron con su voz de barítono: «Santi acabará en la silla eléctrica».

Otra catástrofe ocurrió en la barbería que había sido comunista. Alarmante sequedad. Desde el traslado del Partido al nuevo local, los clientes desaparecieron. El barbero pensó en renovar la clientela, convertir tal vez su establecimiento en barbería de lujo. Adquirió dos flamantes sillones americanos, puso como marco a los espejos un hilo dorado. Se puso bata impecable. Todo inútil. Perdió la escasa clientela antigua sin atraerse otra. El hombre daba pena, mirando afuera con las manos en los bolsillos. Entonces pensó: «No tendré más remedio que echar el anzuelo a la CEDA». Pegó un pequeño retrato de Gil Robles en el cristal; pero de momento tampoco dio resultado. El subdirector comentó: «¿Qué le ha pasado a ese imbécil?»

Luego le tocó el turno a don Jorge. Don Jorge, al terminar una de las reuniones en Liga Catalana, se enteró, por el director del Banco Arús, de que su heredero acababa de alistarse en Falange…

El hombre sintió un golpe en el pecho. ¿Cómo era posible? Se puso el sombrero hongo y se dirigió hacia la puerta. Los años secaban el rostro de don Jorge. Ello, y la negrura de sus trajes, imponía respeto. Y en su casa la vida continuaba su ritmo, disciplinado y silencioso. Como decía el notario Noguer, «era una casa tan digna como pudiera serlo la de Teo, y tan necesaria como ésta para perpetuar la multiplicidad de los destinos humanos».

Por lo demás, la cosa había sido sencilla. El sábado en que se repartieron las octavillas, el hijo mayor de don Jorge salió de la estación y Benito Civil le entregó, como a todo el mundo, el papel en que se hablaba de los bosques, de los pájaros, de los que sufrían y odiaban y de la ilusión única. El heredero acababa de presenciar en una de sus propiedades en los Pirineos el incendio de un bosque de encinas; el guarda le había dicho: «Siento decírselo, señorito, pero todo esto tenía que llegar». El muchacho, que desde mucho tiempo desobedecía a su padre en el trato que daba a los colonos, no dijo nada. Contempló en casa del guarda el montón de sacos de patatas que ponían: «para don Jorge». Vio a dos de los chicos de aquel hombre asomados al pozo del huerto, para ver el círculo del sol abajo, sin que nadie los vigilara. El guarda le repitió: «¡Si usted supiera…!» Jorge, al llegar a Gerona, se fue al Banco Arús y pidió el estado de cuentas; no se lo podían dar sin autorización escrita de su padre. Fue a otros bancos y lo mismo. Se miró al espejo y no vio en su rostro huella alguna de lucha. Incluso su nombre le preocupó: Jorge, como su padre. Su madre los quería a todos, pero cuando estaba delante de don Jorge no osaba levantar la voz. Éste, todas las noches, después del Rosario, la besaba en la frente. El muchacho, al leer la octavilla que le entregó Benito Civil, se encerró también en su cuarto, lloró y rezó y luego llamó a la puerta de Mateo. Mateo le dijo: «Depende de tu capacidad de sacrificio».

Don Jorge, en el local de Liga Catalana, decidió exactamente lo que unas semanas antes el doctor Rosselló. Le diría a su heredero: «O borras tu nombre de Falange, o te buscarás otro techo».

Extraño mes de agosto, en que se hubiera dicho que los rayos del sol iban abriendo los corazones. Ana María, en San Feliu, se arreglaba los moños esperando a Ignacio: éste a veces soñaba:
Tic, tac, tic, tac
. Y el sonido se le confundía con el
trap-trap
de la jaca que montaba Marta.

El doctor Rosselló pagó también su tributo… Las hermanas del Hospital se dieron cuenta de que el doctor inyectaba algo mortífero a los enfermos incurables. Comprobaron un caso concreto en una mujer de pueblo, que había padecido un accidente. Con las alas almidonadas surgiéndoles de la cabeza, rodearon al médico y le interrogaron. Éste rechazó la acusación. Las Hermanas fueron a ver al señor obispo. El señor obispo les dijo: «Pero ¿qué pruebas tienen ustedes?» Las Hermanas contestaron que no tenían otra prueba que el cadáver de la mujer de pueblo.

Don Pedro Oriol sacó la cuenta de las pérdidas personales que le habían ocasionado los incendios. Era abrumador. La mitad de lo que poseía. «La Voz de Alerta» le dijo: «¡Y venga aguantar, y venga aguantar! ¿Hasta cuándo?»

Era una quincena maléfica. ¡El subdirector sufrió una humillación espantosa! El padre de Roca, portero en la Inspección de Trabajo, consiguió unos datos sobre la masonería en Italia que no poseía él. ¿Era o no era masón el rey Víctor Manuel? El padre de Roca fue al Banco Arús, y, asomando su pequeña cabeza por la ventanilla, hizo bailotear el preciado papel frente a los ojos del subdirector.

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