Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
Thorleif empuñó la larga asta y sopesó el arma. Era bonita, de fresno, acabada en una doble hoja con el grado justo de afilado para no quedarse prendida al objeto que cortaba, bruñida con aceite. La hizo girar por encima de la cabeza en trayectoria diagonal.
—Es la mejor arma que poseo —explicó Snorri, mirándolos a todos—. Es la que tiene mayor alcance, pero por más largo que sea su mango, nunca llegará hasta la cabeza de Arnkel cuando este guarda el heno en Bolstathr, si se le ataca desde el estuario de Swan.
Los hermanos miraron con asombro a Snorri, mientras Thorleif esbozaba una sonrisa, con un brillo triunfal en los ojos.
—No creas que dudaré en descargarla contra Arnkel cuando decidas venir a vengar a Falcón —dijo—. Mis hermanos tampoco se van a quedar atrás.
Snorri asintió y se dispuso a marcharse, subiendo despacio la pendiente.
—Esperaré a que me aviséis.
Thorodd y Thorfinn intercambiaron una mirada de incertidumbre, mientras Illugi tomaba a Thorleif del brazo.
—¿Lo hemos conseguido, pues? —preguntó, sonriendo.
Thorleif asintió, sonriendo también, y luego levantó el hacha para observar la hoja.
—¿Qué hacemos? —inquirió Thorodd.
—Seguimos vigilando —respondió Thorleif, dando una palmada en el hombro de Freystein. La luz del sol reflejada en el metal del hacha le iluminó los ojos—. Y esperando. Un día se presentará la oportunidad.
Thorgils cabalgaba en retaguardia de la comitiva de Arnkel durante el trayecto de regreso a Bolstathr. Pese a que en realidad había asumido aquel lugar por elección propia, los otros clientes sabían que había perdido el favor del
gothi
y lo evitaban, limitando el contacto con él a alguna palabra de cortesía.
Los últimos meses, Hafildi había tomado la costumbre de llamarlo Ulfar siempre que acudía de Ulfarsfell para rendir cuentas sobre la marcha de la granja. Después el muy bellaco fingía, horrorizado, que se había equivocado. Durante el camino probó a repetir la gracia, que suscitó algunas risas, pero Arnkel lo contuvo con un leve ademán con la cabeza.
El
gothi
apenas le dirigía ya la palabra. Thorgils se preguntaba cuándo llegaría la puñalada, deseoso de que Arnkel enviara a Hafildi. Para él sería un placer matarlo. Sabía que aquello ocurriría un día, en el momento más imprevisto. La perspectiva le preocupaba al principio, cuando gracias al amor de Auln se sentía henchido de esperanza, con la repentina certeza de tener mucho que perder. Ahora en cambio, le tenía sin cuidado. La vida se había reducido a trabajar sin sentido y a prodigar cuidados a una mujer que ya no lo veía siquiera.
Auln se había vuelto loca.
Recorría las colinas a gatas, llamando en susurros a los elfos, y cuando por la noche regresaba a Hvammr con las manos y las piernas ensangrentadas se quedaba sentada con la vista perdida o extraviada en el cielo. Aunque nadie podía oír lo que decía a las criaturas del inframundo, en todo el fiordo se encontraban sus presentes de queso y carne ahumada depositados encima de las rocas y cercas de los campos. Los hombres y mujeres los evitaban, como también la evitaban a ella, salvo cuando acudían discretamente a Hvammr para mendigar una bendición o una maldición contra alguien. Los locos estaban considerados personas sagradas, cercanas a los dioses.
Thorgils sabía ahora que los locos no eran más que eso, locos.
Él encontraba estatuillas de arcilla, bien modeladas, distribuidas en el suelo componiendo violentas escenas. En todas aparecía una inconfundible reproducción de Arnkel, con yelmo y espada, y diversas figurillas surgidas de su sombra. Enseguida había deducido que eran una representación de la descendencia del
gothi
, sus herederos. Una de ellas, el primer varón, estaba siempre decapitada. Tenían un hedor maligno. Él siempre las aplastaba, agobiado por un sentimiento de miedo y repugnancia. Alguna gente decía que Auln rogaba a los elfos que le devolvieran su hijo muerto. Otros afirmaban que perseguía a los elfos, como los cristianos, con ansias de venganza. Thorgils le lavaba los cortes, les aplicaba ungüentos y los vendaba. Eso al menos se lo permitía hacer, a la manera de un perro domesticado, aunque no lo miraba a los ojos y se apartaba gritando si trataba de abrazarla para aportarle consuelo. Hildi le tenía demasiado miedo para acercarse a ella. Auln permanecía de rodillas junto a la puerta de la sala, en el lugar donde se había asfixiado su hijo, tocando las planchas de madera durante horas, como si estuviera en comunión con el espíritu del pequeño que hubiera quedado impregnado en ellas. Hildi se despertó en una ocasión y se encontró a Auln cerca de ella, mirándola con un cuchillo en la mano. Arnkel se enteró y Hildi volvió a Bolstathr con Halla. La muchacha lamentaba el traslado, porque si bien Gudrid ya no se encontraba allí para atormentarla, le resultaba prácticamente imposible ver a Illugi. Arnkel envió a Gizur para encargarse de la granja. Este no tenía ningunas ganas de ir, ni tampoco los dos esclavos designados para acompañarlo, que fingieron todas las dolencias posibles para no tener que ir a trabajar a aquel lugar maldito. Olaf el esclavo incluso llegó a afirmar que había vuelto a ver el fantasma de Thorolf, pero el
gothi
casi estuvo a punto de matarlo de un puñetazo por haber dicho aquello, de modo que el hombre se fue a rastras hasta el establo, maltrecho y ensangrentado.
—¡Mi padre descansa en paz! —había gritado con voz de trueno al esclavo que se retorcía a sus pies—. ¡Está satisfecho!
Hildi le suplicó que no echara a Auln de Hvammr.
—¿Adónde va a ir? —le dijo.
Por la dura mirada que él le asestó supo que le importaba bien poco. De todas maneras, accedió a los deseos de Hildi y así Auln se quedó en Hvammr, aportándole la misma escalofriante aureola que antes le había dado el espectro de Thorolf.
Bueno, Arnkel estaría de mejor humor ahora, pensó Thorgils. Ya tenía todo lo que quería.
Al llegar al Crowness, el
gothi
desmontó y se puso a caminar entre los árboles, marcando con tiza los que quería talar. Gudmund había exigido un alto precio por su apoyo, pero él lo iba a pagar encantado. Pagaría y volvería a pagar, ahora que veía lo que podía obtener con la riqueza del bosque. El mensajero de Gudmund había llegado de manera imprevista. Arnkel había escuchado con creciente asombro la oferta de alianza del jefe más carismático de la península, y el más influyente después de Snorri. Thorgils, que se encontraba allí informando del rendimiento de heno del prado de Ulfar, permaneció cerca de Arnkel. Con la excitación, este olvidó por un momento que había reducido a Thorgils poco menos que a la condición de paria y le habló como en los viejos tiempos, como su más íntimo confidente. Hafildi lo observó con ojos ardientes de celos.
—¡Menuda suerte! —le había comentado en un ronco susurro, cuando el mensajero estaba sentado en el otro extremo de la sala, tomando cerveza—. Snorri no tendrá ni idea de cómo lo he acorralado. ¡Le voy a arrebatar hasta la última moneda como me plante cara! ¿No lo entiendes? —le preguntó, inclinándose hacia él.
—No le pidas demasiado a Snorri —había aconsejado Thorgils, volviendo a asumir sus costumbres de antaño. En realidad no sabía por qué había hablado. Quizá lo hizo únicamente para distraer el vacío interior—. Tú eres el agraviado, que busca solo justicia. No des una imagen vengativa o codiciosa. Eso te perjudicaría a la larga, porque esa actitud no granjea el respeto.
Arnkel había asentido, arrellanándose con la mano en la barbilla y la mirada posada con aire pensativo en él.
Nada había cambiado, sin embargo. Seguía viviendo en Ulfarsfell, solo.
Después de marcar el último árbol, Arnkel montó a caballo. Hafildi se encargaría de abatir y trasladar los árboles, junto a varios clientes que recibirían una parte de la madera a cambio.
Cuando llegaron a Bolstathr, Thorgils se dispuso a marcharse sin una palabra por el sendero que subía hacia Hvammr. Había cumplido con su obligación de acompañar al
gothi
sin percance a casa, nada más. De todas formas, estando los hijos de Thorbrand aislados y el
gothi
Snorri asustado, había poco peligro. Todos los enemigos de Arnkel parecían derrotados.
El
gothi
lo vio pasar a su lado y levantó la mano, como si fuera a impartir una orden. Estaba alejado de los demás, que quitaban las sillas y arreos de las monturas.
—¿Por qué perdí tu lealtad, Thorgils? —le dijo, mirándolo—. ¿Tanto querías a Ulfar? ¿O fue tu ansia por el amor de Auln lo que malogró tu amistad conmigo?
Thorgils refrenó el caballo, estupefacto ante tanta franqueza. Luego miró a Arnkel y lo abandonó toda cautela. ¿Qué sentido tenía a aquellas alturas la cautela?
—Mi padre Gunnar era un liberto,
gothi
. Tu propio abuelo lo liberó y él sirvió con lealtad a Einar. Era carpintero, un hombre hábil y útil, igual que Ulfar. —Thorgils dejó traslucir, por primera vez, una parte de su rabia—. Yo soy un
bondi
, un hombre libre, gracias a tu abuelo. Ulfar, en cambio, nunca tendrá hijos que alcancen a ser libres, y eso no está bien.
—Son elevados principios esos para un simple
bondi
—espetó Arnkel con mirada fría e implacable—, pero yo tengo que maniobrar con la vida y con la muerte. —Alargó un índice acusador—. No te creas tan noble, Thorgils. Tú tuviste tanto que ver como yo en esto, y ahora tienes tu premio allá arriba en Hvammr, arrastrándose por el barro para invocar las tinieblas. Ella es el tesoro que tanto deseabas. —Thorgils miró a Arnkel, odiándolo, odiándose a sí mismo—. Conocías la suerte que aguardaba a Ulfar desde el primer momento, cuando te envié a su granja para hacerte amigo suyo —prosiguió Arnkel con aspereza—. Eres sentimental y esa es tu debilidad; es una característica tuya de la que tardé demasiado en percatarme. El sentimiento impulsa al hombre a inventarse motivos para sus acciones. Tú traicionaste a Ulfar por lo que era suyo, pero como no podías vivir con esa carga, me echaste a mí la culpa. —Arnkel escupió en el suelo—. ¡El sentimiento hace mentir al hombre, incluso a sí mismo!
—¡Bastardo! —gritó Thorgils fuera de sí.
Poseído por la rabia, bajó del caballo y se abalanzó hacia el
gothi
, accionando los puños, con la cabeza baja, sin acordarse de las armas, sin apenas sentir los repetidos golpes que este le descargaba en la cabeza y el costado. Sus puñetazos también hicieron mella en Arnkel, no obstante, pues notó cómo cedía bajo sus nudillos la carne y la dentadura de su boca. Se separaron un momento, durante el cual oyeron las voces de los hombres que se precipitaban hacia ellos, y enseguida reanudaron la pelea. Thorgils tuvo la impresión de que la cabeza le estallaba con una emanación de luz y dolor justo cuando volvía a asestar un puñetazo a Arnkel en la cara. Cuando retrocedió, tambaleante, se encontró con los brazos de Gizur y otros hombres que lo agarraron. Al
gothi
lo inmovilizaron también. Ambos se retorcían frenéticos de cólera y al final, oyendo los gritos que les dirigía, soltaron a Arnkel. La sangre le manaba en abundancia del hinchado labio y de una ceja. Escupió un diente acompañado de sanguinolenta saliva. Thorgils notaba ya cómo se le inflamaban las cejas, y de los cortes de la mejilla y la nariz rota le manaba sangre. La cabeza le daba vueltas y era como si el aire no le entrara en los pulmones.
—¡Vete! ¡Vete con tus mentiras! —vociferó el
gothi.
Thorgils se zafó de los brazos que lo asían y subió a la silla. Se alejó sin mirar atrás.
Se fue directamente a Hvammr. No había nadie allí. Faltaba poco para el crepúsculo.
Bajó del caballo y caminó por el contorno, aquejado de mareo y náuseas, llamando a Auln. El fuego del gran hogar estaba frío y en el interior reinaba una completa oscuridad. Con las brasas guardadas en el largo tubo que hacía las veces de fósforo, encendió fuego y tras añadir turba puso a calentar un poco de suero con carne en una olla de hierro. Después volvió a subir a caballo y fue rodeando la granja en círculos cada vez más amplios, buscando entre las rocas y en todos los valles secundarios.
No había nada en un kilómetro a la redonda. Estaba cansado, atenazado por el sueño, el hambre y el cansancio. Con un insistente martilleo en la cabeza, subió al altozano más elevado y volvió a gritar su nombre por última vez.
Entonces, a través del acuciante dolor, lo invadió una súbita certeza: sabía dónde se encontraba.
Aunque no estaba muy lejos, con el crepúsculo su miedo creció, asfixiante. El Crowness era una maraña de abedules blancos. Los troncos parecían las relucientes rejas de la negra jaula de oscuridad que se extendía tras ellos, con el telón de fondo del murmullo de las hojas agitadas por el viento. Condujo el caballo cerca de los árboles exteriores, llamando a voces a Auln, consciente de que no tardaría en atraer a los elfos con el olor de la sangre que lo envolvía. Si seguía moviéndose no tendría que verlos, de modo que continuó bordeando el bosque.
Con la menguante luz, en la espesura de los árboles captó un fogonazo de blanco, distinto del atisbo de elfos. Haciendo acopio de aire, indujo a avanzar a la montura. Como cualquier caballo temía lastimarse los ojos con la maleza y las ramas y por eso mantuvo la cabeza baja, ofreciendo resistencia.
—¡Auln! —gritó—. ¡Este no es un buen lugar para estar de noche! ¡Ven conmigo!
La encontró tendida en el suelo, cerca del viejo altar de piedra. Parecía que durmiera, con la cabeza apoyada en un brazo y el otro encogido contra el pecho. Tenía el vestido manchado de sangre. Thorgils la palpó frenéticamente, tratando de localizar una herida, y encontró unos cortes en la muñeca de los que todavía manaba sangre. Le arrancó unas tiras del borde del vestido para vendársela y después la subió al caballo, antes de montar él, colocándose detrás para sostenerla con los brazos. Solo entonces oyó una especie de furioso silbido que brotaba de la hierba a su espalda.
—¡Esta noche no os la vais a llevar! —vociferó por encima del hombro, espoleando la montura.
Una vez fuera del bosque redujo la marcha. Por el calor que sentía en la espalda de Auln sabía que seguía viva, pese a su extrema flacidez, que la habría impedido mantenerse a caballo de no haberla sujetado él. Finalmente llegaron a Hvammr. En el interior de la sala la acostó en un banco y la cubrió de mantas. Añadió a la turba del fuego las escasas reservas de leña recogida en la playa a fin de iluminar la pieza.