Los cuclillos de Midwich (23 page)

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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los cuclillos de Midwich
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Polly Rushton, que se había convertido en el brazo derecho de su tío en la iglesia desde que había dejado a su familia tras el tormentoso asunto de su embarazo, llevaba en coche a la señora Leebody a Trayne para ir a ver el reverendo. El hospital había telefoneado que las heridas que sufría a consecuencia del tumulto eran aparatosas pero no graves: una fractura del radio izquierdo, la clavícula derecha astillada, y un cierto número de contusiones. Necesitaba reposo y tranquilidad. Se sentiría feliz si iban a verlo a fin de tomar disposiciones para su ausencia.

Tras haber recorrido doscientos metros, Polly frenó bruscamente y empezó a hacer maniobra para dar media vuelta.

—¿Hemos olvidado algo? —preguntó la señora Leebody, sorprendida.

—No —dijo Polly—. No puedo continuar, eso es todo.

—¿No puedes? —repitió la señora Leebody.

—No, no puedo —repitió Polly.

—Pero... —dijo la señora Leebody—, ese no es el momento de bromear...

A regañadientes, la señora Leebody se sentó tras el volante. No le gustaba conducir, pero no quería rechazar el reto. Avanzaron, y en el mismo lugar donde frenara Polly la señora Leebody también frenó. Oyeron el claxon de un coche tras ellas, y la camioneta de un comerciante de Trayne les pasó, cerrándose de nuevo inmediatamente a la izquierda. La contemplaron desaparecer tras la curva. La señora Leebody intentó apretar el acelerador, pero su pie se detuvo a pocos centímetros del pedal. Lo intentó de nuevo. El pie siguió sin querer obedecerla.

Polly miró a su alrededor y vio a uno de los Niños, una chica, casi oculta por una cerca, que les miraba. Examinó atentamente a la chica para intentar reconocerla.

—Judy —dijo Polly, con una repentina aprensión—. ¿Eres tú quien está haciendo eso?

El signo de la cabeza fue apenas perceptible.

—Pero no es necesario —protestó Polly—. Queremos ir a Trayne a ver al tío Hubert. Está herido, en el hospital.

—No podéis ir —dijo la chica, con una vaga nota de pesar.

—Pero Judy, debe arreglar un montón de cosas conmigo para mientras esté ausente.

La chica inclinó simplemente la cabeza, muy suavemente. Polly perdió la paciencia. Hizo una profunda inspiración para hablar, pero la señora Leebody se interpuso nerviosamente.

—Déjalo, Polly. Ya ha habido demasiados problemas. Fue una buena lección para nosotros.

Su advertencia tuvo efecto. Polly se calló. Miró a la chica con una emoción mezcla de confusión y pesar. Las lágrimas asomaron a sus ojos. La señora Leebody puso finalmente la marcha atrás. Hizo dar la vuelta al coche y condujo de nuevo al presbiterio en silencio.

En Kyle Manor, seguíamos teniendo dificultades con el jefe de policía.

—Pero —protestó con el ceño fruncido—, nuestras informaciones confirman su primera declaración respecto a las gentes del pueblo dirigiéndose hacia la Granja para incendiarla.

—Esa era efectivamente su intención —admitió Zellaby.

—Pero usted ha dicho también, y el coronel Westcott confirma sus palabras, que los niños de la Granja fueron los verdaderos culpables, y que fueron ellos quienes lo provocaron todo.

—Y es igualmente cierto —admitió Bernard—. Pero desgraciadamente no podemos hacer nada al respecto.

—¿Quiere decir que no poseen ustedes pruebas? Pero nuestro trabajo es precisamente encontrar las pruebas.

—No me refería a las pruebas. Quería señalar su irresponsabilidad ante la ley.

—Veamos —dijo el jefe de policía, manteniendo con gran esfuerzo su sangre fría—. Cuatro personas han sido muertas, digo bien, muertas. Trece se hallan en el hospital, y un buen número de las restantes han recibido lo suyo. Este no es en absoluto el tipo de incidente respecto al cual se pueda decir: Lo siento, y olvidarse de él. Debemos esclarecer la situación, definir las responsabilidades, y formular las acusaciones a las que haya lugar. ¿Están ustedes de acuerdo?

—Esos Niños están muy lejos de ser normales —comenzó Bernard.

—Oh, sí ya lo sé. He oído muchas historias al respecto. El viejo Bodger me dijo unas cuantas cosas cuando ocupé su puesto. Hay algo que no marcha bien en la cabeza de esos chicos: escuela especial y todo eso. Bernard reprimió un suspiro.

—Sir John, no que sean atrasados. Esta escuela especial fue abierta sencillamente porque son diferentes. Son moralmente responsables de lo ocurrido ayer por la noche, pero su responsabilidad no es legal. No puede usted imputarles un delito.

—Se puede acusar legalmente a un menor, o a la persona que sea responsable del mismo. No pretenderá usted hacerme creer que una pandilla de niños de nueve años posee medios (y que me cuelguen si existen) de provocar un disturbio en cuyo transcurso se producen varias muertes, y pueda salirse con las manos libres de ello. Es inaudito.

—Pero ya le he hecho notar varias veces que esos niños eran diferentes. Su edad no tiene ninguna importancia salvo que, siendo niños, son probablemente más crueles en sus actos que en sus intenciones La ley no puede hacer nada contra ellos, y mi Departamento no quiere que se dé publicidad al asunto.

—Es ridículo —gruñó el jefe de policía—. He oído hablar de esa clase de escuelas. No hay que, ¿cómo dicen ustedes?, frustrar a los pobres niños. Libertad de expresión, coeducación, pan integral y todo lo demás. Tonterías. Resulta más fácil que se frustren con esos principios que se les inculca, más que si se les educara normalmente. Pero si algunos Departamentos imaginan que, porque una escuela de este tipo sea una institución gubernamental, los niños que hay en ella se encuentran en una posición privilegiada ante la ley, y que pueden sentirse libres de todo... esto... respecto al complejo, bueno, muy pronto les demostraré lo equivocados que están.

Zelleby y Bernard se miraron con un encogimiento de hombros. Bernard decidió dar una última oportunidad al jefe de policía.

—Esos Niños, Sir John, tienen una fuerza de voluntad poco común, una fuerza fantástica, enormemente potente, cuando la ejercen en forma de compulsión.

»Esa compulsión, de hecho, es tal, que la ley no ha previsto nada parecido; en consecuencia, ni existiendo nada como esto, la ley no puede reconocerla como tal. Así pues, no teniendo esa forma de compulsión existencia legal, no se puede legalmente afirmar que los Niños sean capaces de ejercerla. En resumen: a los ojos de la ley, los crímenes atribuidos por la opinión pública al ejercicio de esta compulsión serán reputados, primo, como no habiendo tenido lugar, o secundo, ser imputables a otras personas o a otros medios. No puede existir, a los ojos de la ley, ninguna relación entre los Niños y los crímenes.

—Excepto que han sido cometidos... o al menos eso es lo que usted afirma —dijo Sir John.

—Desde el momento en que la ley se mezcle en ellos, no habrán sido cometidos en absoluto. Además, aunque encontrara usted una fórmula que le permitiera atribuírselos, no adelantaría tampoco nada. Ejercerían sobre sus oficiales la misma compulsión. No podría arrestarlos ni siquiera detenerles si lo creyera usted necesario.

—Dejaremos esas sutilidades al brazo de la ley. Ese es su trabajo. Todo lo que necesitamos nosotros son suficientes pruebas para justificar una orden de arresto —le aseguró el jefe de policía.

Zelleby miró inocentemente hacia un rincón. Bernard tenía el aspecto de un hombre que se está conteniendo mientras cuenta para sí mismo hasta diez. Yo tosí ligeramente.

—Ese maestro de escuela de la Granja, ¿cómo se llama? Sí, Torrance —continuó el jefe de policía—. Es el director del lugar. Oficialmente es el responsable de esos Niños. Hablé con él ayer por la noche. Me pareció bastante evasivo. Todo el mundo es evasivo en este lugar, por supuesto evitó cuidadosamente que su mirada se cruzara con alguna de las nuestras. Pero no me ayudó demasiado.

—El doctor Torrance es antes un eminente psiquiatra que un maestro —explicó Bernard—. Creo que se encuentra profundamente perplejo con respecto a la actitud adecuada que debe adoptar. Aguarda algún consejo.

—¿Un psiquiatra? —repitió suspicaz Sir John—. Creía que me había dicho usted que no era una escuela para atrasados.

—No, no son en absoluto atrasados —repitió pacientemente Bernard.

—Entonces, ¿por qué está perplejo? Uno no tiene por qué estar perplejo ante la verdad, ¿no? La verdad es lo que uno tiene la obligación de declarar a la policía cuando está siendo interrogado. Si uno no lo hace, se mete en problemas y entonces, evidentemente, queda perplejo.

—No es tan sencillo como eso —respondió Bernard. Tal vez el hombre no se sentía con derecho a revelar algunos aspectos de su trabajo—. Creo que, si me deja ir a verle con usted, estará más dispuesto a creernos.

Se levantó mientras pronunciaba esas palabras, y Zellaby y yo hicimos lo mismo. El jefe de policía se dirigió hacia la puerta, evidenciando un humor de perros. Bernard nos hizo un imperceptible guiño mientras murmuraba:

—Hasta ahora —y lo acompañaba hacia la salida.

Zellaby se hundió en un sillón y suspiró profunda mente. Buscó distraídamente su caja de cigarrillos.

—No conozco al doctor Torrance —dijo—. Pero lo compadezco con todo mi corazón.

—No lo hagas —dijo Zellaby—. La discreción del coronel Westcott ha sido irritante, pero pasiva. La de Torrance es siempre agresiva. Según como se mire, ahora hará que la situación sea más clara para Sir John... es lo menos que hará.

»Pero lo que más me interesa en este momento es la actitud de tu coronel Westcott. Ha abierto una brecha en el muro de silencio que teníamos frente nosotros. Si hubiera podido ir hasta encontrar un vocabulario común gracias al cual pudiera entenderse con Sir John, creo que nos hubiera dicho algo a todos. ¿Por qué?, me pregunto. Me parece que nos hallamos de nuevo ante la situación que se ha preocupado tanto en evitar durante todo este tiempo: es evidente que el asunto está desbordando los límites de Midwich. Entonces, ¿por qué parece no preocuparse excesivamente de ello?

Se sumergió en sus pensamientos, tamborileando distraídamente el brazo del sillón. Al cabo de un momento reapareció Anthea. Zellaby necesitó unos instantes para salir de sus pensamientos y establecer de nuevo contacto con el presente al observar la expresión de su mujer.

—¿Qué ocurre, querida? —preguntó, y añadió algo que le vino a la memoria—: Crei que habías ido a Trayne a reconfortar a los heridos que estaban en el hospital.

—Iba en camino —dijo ella—. Ahora he vuelto. Parece que no se nos permite abandonar el pueblo.

Zellaby se enderezó en su asiento.

—Pero esto es absurdo. Ese viejo loco no puede soñar en poner bajo arresto a todo el pueblo. Por muy jefe de policía que sea...

—No se trata de Sir John. Son los Niños. Han bloqueado todas las carreteras, y no quieren dejarnos salir.

—No es posible —exclamó Zellaby—. Pero es extremadamente interesante.

—¿Ah, sí? ¿Eso crees? —dijo su mujer—. Yo lo encuentro más bien muy desagradable e impertinente. Y también muy inquietante —añadió—, porque nadie sabe lo que hay tras todo eso.

Zellaby preguntó cómo había ocurrido. Ella se lo explicó, terminando:

—Y se trata tan sólo de nosotros, ¿comprendes? Quiero decir los habitantes de Midwich. Dejan a los demás ir y venir a su antojo.

—¿Pero sin violencia? —preguntó Zellaby, con una punta de ansiedad.

—No. Simplemente, te bloquean el paso. Muchos han llamado ya a la policía. Se han metido en el asunto, pero evidentemente no ha servido de nada. Los Niños no han hecho nada para impedirles a ellos circular, no les han molestado, y entonces naturalmente no han comprendido nada de lo que pasa. El único resultado es que aquellos que hasta ahora habían oído simplemente decir que los habitantes de Midwich eran unos cretinos se han convencido de ello.

—Deben tener una razón para actuar así —dijo Zellaby—. Los Niños, se sobrentiende.

—Anthea le dirigió una sombría mirada.

—Quizá. Y quizá también sea muy interesante desde un punto de vista sociológico, pero por el momento no me importa en absoluto. Lo que quiero saber es cómo vamos a salir de esto.

—Mi querida Anthea —dijo Zellaby, conciliador—, comprendo tus sentimientos, pero sabemos ya desde hace un tiempo que, si se les ocurre a los Niños obligarnos a lo que sea, no tenemos ningún medio de oponernos. Bueno, pues ahora resulta que, por alguna razón que confieso ignorar, es evidente que les conviene ejercer su poder.

—Pero Gordon, hay gentes gravemente heridas en el hospital de Trayne. Sus familiares quieren ir a verles.

—Querida, no veo otra cosa que hacer que ir a encontrar a uno de ellos y plantearle el problema desde un plano estrictamente humano. Puede que entonces lo tomen en consideración, pero en el fondo depende de las razones que tengan para actuar así, ¿No crees?

Anthea miró a su marido con una mueca de descontento. Iba a decir algo, pero lo pensó mejor y se alejó con aire reprobador. Zellaby agitó la cabeza cuando ella salió dando un portazo.

—La arrogancia del hombre es grandilocuente —observó—, la de la mujer es más fundamental. A veces pensamos en los dinosaurios, dueños de la Tierra durante un tiempo, y nos preguntamos cuándo y cómo tocará nuestro breve reinado o su fin. Pero no la mujer. Su perennidad es un artículo de fe. Grandes guerras y desastres sin nombre pueden ir y venir, pueblos enteros pueden subir a su apogeo y caer en la más abyecta decadencia, enormes imperios pueden desmoronarse en el sufrimiento y la muerte, y todo esto no tendrá la menor importancia: ella, la mujer, es perpetua, esencial, está hecha para durar eternamente. No cree en los dinosaurios, de hecho no cree que el mundo haya podido existir antes de que ella se encontrara en él. Los hombres pueden construir y demoler y divertirse con sus juguetes, son personajes aburridos, pasatiempos efímeros, simples vagabundos, mientras que la mujer, en contacto místico y primordial con el propio árbol de la vida, sabe que es indispensable. Uno se pregunta si la hembra del dinosaurio estaba en su tiempo dotada de la misma confortable certeza.

Se detuvo, visiblemente esperando una respuesta.

—¿Y qué tiene que ver esto con lo que nos preocupa en este momento? —pregunté.

—En que el hombre encuentra absurda la idea de su eterna supremacía, mientras que para ella esta noción le es indispensable. Y como no sabría pensar de otro modo, toda hipótesis contraria le parece ridícula.

Parecía que yo debía responder algo.

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