Por lo demás, nunca he encontrado la menor relación entre lo que imagino y el apuesto varón o la rubia oxigenada que atrepellan mis frases en la pantalla.
—¿Por qué no escribes una novela? —me preguntó una vez Renata. Entonces aún estábamos casados y ella seguía dispuesta a modificar hábitos en mi favor, comenzando por la posibilidad de verme como novelista—. En la novela los efectos especiales salen gratis y los personajes no están sindicalizados: sólo cuenta tu mundo interior.
Nunca olvidaré esta última frase. Hubo un tiempo inverosímil en que Renata creyó en mi mundo interior. Cuando dijo esas palabras me vio con los ojos color miel, que por desgracia no heredó Tania, como si yo fuera un paisaje interesante pero un poco difuso.
Ninguna de las acusaciones que me hizo después ni los altercados que nos llevaron al divorcio me lastimaron tanto como esa expectativa generosa. Su confianza fue más devastadora que sus críticas: Renata me atribuyó las posibilidades que nunca tuve.
En los guiones el «interior» se refiere a la escenografía y se decora con sofás. Es el horizonte que me corresponde, lejos de las fantasías de la mujer que se equivocó al buscarme profundidades y me hirió con la confianza de que yo podría alcanzarlas.
Llamé a Gonzalo Erdiozábal para pedirle que se ocupara del guión. No escribe pero su biografía parece un documental sobre sincretismo. Antes de viajar a Viena, fue un aguerrido actor de teatro universitario (recitó los monólogos de Hamlet sumido en un pantano inolvidable), estuvo en un proyecto de cría de camarón de agua dulce en el río Panuco, dejó a una mujer con dos hijas en Saltillo, financió un video sobre la mariposa monarca y abrió un portal de Internet para darles voz a las sesenta y dos comunidades indígenas del país. Además, Gonzalo es un triunfo de la razón práctica: arregla motores que no conoce y encuentra en mi despensa sorpresivos ingredientes para hacer guisos sabrosos. Su energía de pionero y su sed de hobbies tienen algo hartante, pero en momentos de quiebra resulta indispensable. Cuando me separé de Renata ignoró mi patético deseo de aislarme y me visitó una y otra vez. Llegaba cargado de revistas, videos, un ron antillano dificilísimo de conseguir.
Llamé a Gonzalo y me dijo que nunca había pensado escribir un guión, es decir, que aceptaba. Sentí tal alivio que me extendí en la plática. Le hablé de Katzenberg y su regreso a México. La noticia no le interesó. Él quería hablar de otras cosas, de un antiguo compañero del teatro universitario que acababa de montar una pieza de Genet en un gimnasio. En su boca, las escenas corren el riesgo de durar lo mismo que en la realidad. Colgué el teléfono.
Fui por Tania. La ciudad estaba tapizada con imágenes de la ballena. El D.F. es un sitio estupendo para criar pandas. Aquí nació el primero fuera de China. Pero las oreas necesitan más espacio para fundar una familia. A eso se iba a Keiko. Se lo expliqué a mi hija, mientras aguardábamos en el gigantesco estanque de Reino Aventura a que comenzara una de las funciones de despedida.
Tania acababa de aprender la palabra «siniestro» y le encontraba numerosas aplicaciones. Debíamos estar contentos. Keiko tendría crías en alta mar. Me vio con ojos entrecerrados. Pensé que iba a decir que eso era siniestro. Tomé un cuento que llevaba en su mochila y se lo comencé a leer. Trataba de zanahorias carnívoras. No le pareció nada siniestro.
La ballena había sido amaestrada para despedirse de los mexicanos. Hizo «adiós» con una aleta mientras cantábamos «Las golondrinas». Un mariachi con diez trompetistas tocó con enorme tristeza y un cantante exclamó:
—No lloro: ¡nomás me sudan los ojos!
Confieso que me emocioné a mi pesar y maldije mentalmente a Katzenberg, incapaz de apreciar esa riqueza kitsch de México. Él sólo pagaba por ver violencia.
Keiko saltó por última vez. Parecía sonreír de un modo amenazante, con dientes filosísimos. A la salida, le compré a Tania una ballena inflable.
Había incendios forestales en las inmediaciones del Ajusco. Las cenizas creaban una noche anticipada. Vista desde la colina de Reino Aventura, la ciudad palpitaba como una mica incierta. El escenario perfecto para que Cristi soñara un monstruo bueno.
Tomamos la carretera sin decir palabra. Seguramente Tania pensaba en Keiko y la familia que tendría que buscar tan lejos.
Dejé a Tania en casa de Renata y fui a Los Alcatraces. Llegué a la mesa a las cuatro de la tarde. Katzenberg ya había comido.
Escogí bien el restorán, ideal para torturar a Katzenberg y para que me diera las gracias por llevarlo a un sitio genuino. Había música ranchera a todo volumen, sillas con los colores de juguetería que los mexicanos sólo vemos en los lugares «típicos», seis salsas picantes sobre la mesa y un menú con tres variedades de insectos, molestias suficientemente pintorescas para que mi contertulio las padeciera como «experiencias».
La calvicie había ganado terreno en la frente de Katzenberg. Iba vestido como cliente de Woolworths, con una camisa de cuadros de tres colores y reloj con extensible de plástico transparente. Sus ojos, pequeños, de intensidad lapislázuli, se movían con rapidez. Ojos que anticipaban moscas, alerta ante una exclusiva.
Pidió café descafeinado. Le trajeron del único que había: de olla, con canela y piloncillo. Apenas probó un sorbo. Quería tener cuidado con los alimentos. Sentía un latido en las sienes, un ruidito que hacía "bing-bing".
—Es la altura —lo tranquilicé—, nadie digiere a 2.200 metros. Me habló de sus problemas recientes. Algunos colegas lo odiaban por envidia, otros sin motivo aparente. Había tenido la suerte de ir a sitios que se volvían conflictivos con su llegada y le entregaban insólitas primicias. Fue el primero en documentar las migraciones masivas de Ruanda, el genocidio kurdo, la fuga tóxica de la fábrica Union Carbide en la India. Había ganado premios y enemistades por doquier. Sentía la respiración de sus enemigos en la nuca. Teníamos la misma edad (38), pero él se había gastado de un modo suave, como si hubiera recorrido toda África sin aire acondicionado. Me pareció advertir un filo de mitomanía en la exacta narración de sus agravios. Según él, nadie le perdonaba haber estado en Berlín el día en que cayó el Muro ni haberse encontrado a Vargas Llosa en una camisería de París una semana después de que perdió las elecciones en Perú. Imaginé que era uno de esos periodistas de investigación que alardean de los datos que consiguen pero mienten sobre su fecha de nacimiento. Muchos de los conflictos que tenía con el medio debían venir de la forma en que obtenía las noticias, aprovechándose de gente como yo.
Sus ojos revisaron las mesas vecinas.
—No quería volver a México —dijo en voz baja.
¿Era posible que alguien curtido en golpes de Estado y nubes radiactivas temiera la vida mexicana?
Yo había pedido empipianadas. Katzenberg habló sin dejar de ver mi plato, como si extrajera sus convicciones de la espesa salsa verdosa:
—Aquí hay algo inapresable: la maldad es
trascendente
—se pasó los dedos por el pelo delgadísimo—. No se causan daños porque sí: el mal quiere decir algo. Fue el infierno que Lawrence Durrell y Malcolm Lowry encontraron aquí. Salieron vivos de milagro. Entraron en contacto con energías demasiado fuertes.
En ese momento me trajeron un jarrito de barro con agua de Jamaica. El asa estaba rota y había sido afianzada con tela adhesiva. Señalé el jarro:
—Aquí la maldad es improvisada. No te preocupes, Samuel.
4. Oxxo
Katzenberg me resultó más simpático en su faceta paranoica. Ya no era el prepotente león del nuevo periodismo de la visita anterior. Reales o ficticias, las intrigas que padecía mejoraban su carácter. Ahora quería hacer su nota y salir huyendo.
Dije una de las frases que demuestran que soy guionista:
—¿Hay algo que debería saber?
Él contestó como si fuera un personaje mío:
—¿Qué parte de lo que sabes no entiendes?
—Estás demasiado nervioso. ¿Tienes broncas?
—Ya te conté.
—¿Tienes broncas que no me hayas contado?
—Si de pronto no te cuento algo es por el bien de la operación.
—«De la operación.» Hablas como agente de la DEA.
—Bájale —sonrió, muy divertido—. Necesito proteger a mi fuente, eso es todo. Te digo lo que necesitas saber. Eres mi Garganta Profunda. No te quiero perder.
—¿Hay algo que no me has contado?
—Sí. ¿Te acuerdas del irlandés antisemita?
—¿El que se quería coger a tu novia?
—Ese. Se quiere coger a mi novia porque ya se cogió a mi esposa.
—Ah.
—Lo acaban de nombrar editor externo de
PointBlank
. Sabe que no he sido muy riguroso con mis fuentes. Ya le puso precio a mi cabeza. Está esperando un errorcito para saltar encima de mí.
—Pensé que todos te odiaban porque fuiste el primero en llegar a Ruanda.
—Hay algo de eso, pero con el irlandés todo tiene que ver con su pito sin circuncisión. Los pinches gringos también tenemos problemas personales. ¿Puedes entender eso, güey?
—Hablas demasiado bien el español. Aquí todos acaban creyendo que eres de la CÍA.
—Viví cuatro años aquí, de los doce a los dieciséis, ya te lo conté. Iba al Colegio Mixcoac. ¿Vas a confiar en mí o no? Necesitamos un pacto, un matrimonio de conveniencia —sonrió.
—En el Colegio Mixcoac no enseñan a decir «matrimonio de conveniencia».
—Hay diccionarios, no seas animal. En el Colegio aprendí lo que se aprende en cualquier colegio: a decir "güey —me sostuvo la mirada, los ojos convertidos en dos chispas azules—. ¿Puedes entender que me sienta de la chingada, aunque te esté pagando tres mil dólares?
Hicimos las paces. Quise recompensarlo con algún horror cotidiano de la ciudad de México en el año 2000. Le pedí prestado su celular. Marqué el número de Pancho, un dealer que me pareció confiable desde que me dijo: «Si quieres que el diablo te sonría, llámame».
Pancho me citó a dos calles de Los Alcatraces, en el estacionamiento de un Oxxo. Me interesaba que Katzenberg presenciara un conecte de cocaína, tan sencillo y barato como pedir Pizza Domino's. El delito como rutina.
Pancho llegó en un Cámaro gris, acompañado de sus hijas pequeñas. Se acercó a mi ventanilla, se recargó en ella, dejó caer un papel, tomó los doscientos pesos presionados en el saludo.
—Cuídate —me dijo, una palabra intimidatoria en alguien con dedos temblorosos, rostro consumido, piel apergaminada. La cara de Pancho es el mejor antídoto contra sus drogas. El diablo no le sonríe. O quizá esa es su fascinación secreta y cautiva como un rey fenicio defectuosamente embalsamado. Samuel Katzenberg lo vio con avidez, encontrando adjetivos en esa cara desastrada.
Fui al Oxxo a comprar cigarros. Estaba en la caja cuando una sombra rápida entró en mi campo visual. Pensé que asaltaban la tienda. Sin embargo, el cajero miraba algo con más curiosidad que horror. La escena ocurría afuera. Desvié la vista al estacionamiento: Katzenberg era sacado de mi coche por un tipo con pasamontañas. Una pistola escuadra le apuntaba en la sien. Un segundo hombre de pasamontañas salió de la parte trasera de mi coche, como si hubiera buscado algo ahí. Se dirigió a quienes lo veíamos desde la tienda:
—¡Hijos de su pinche madre!
No vimos el destello de la detonación. El insulto bastó para tirarnos al piso. Caí entre latas, cajas y una lluvia de cristales. Un disparo destruyó el escaparate. Un segundo disparo cimbró el edificio y nos dejó cinco minutos en el piso.
Cuando salí del Oxxo, las puertas de mi coche seguían abiertas, con el desamparo de los autos recién vandalizados. De Katzenberg sólo quedaba un botón que se le desprendió en el forcejeo.
Una nube colorida subía al cielo, despidiendo un aroma químico. El segundo disparo había destruido las dos equis del letrero de neón. Extrañamente, las otras letras seguían encendidas: dos círculos como ojos intoxicados.
5. Buñuel
El teniente Natividad Carmona tenía ideas definidas:
—Si masticas, piensas mejor —me tendió un paquete de chicles sabor grosella.
Tomé uno aunque no quería.
Un regusto artificial me acompañó en la patrulla. Desde el asiento del copiloto, Martín Palencia le informó a su compañero:
—El Tamal ya mamó.
Carmona no hizo el menor comentario. Yo no sabía quién era el Tamal pero me aterró que su muerte se recibiera con tal indiferencia.
Tardé en reaccionar ante el secuestro de Katzenberg. Es algo que sucede cuando uno lleva cocaína en el bolsillo. ¿Cómo actuar mientras oyes sirenas que se acercan? Pancho estaba surtiendo un material finísimo; tirarlo era un crimen.
Después de revisar mi coche (inútilmente, por supuesto), regresé al Oxxo y me dirigí a las latas de leche en polvo. Escogí una para lactantes con reflujo, la marca que salvó a Tania de recién nacida. Desprendí la tapa de plástico y coloqué el papel entre la tapa y la superficie metálica. Con suerte, la recuperaría al día siguiente. Esa leche es un artículo de lujo.
Al volver al coche encontré a dos policías a cargo de la escena. Abrieron la cajuela de guantes con ostentación y sacaron una bolsita con mariguana. Mientras yo me deshacía de la coca, ellos habían
sembrado
esa droga menor en mi auto. No necesitaban eso para llevarme a declarar, pero decidieron ablandarme por si acaso. Iba a ofrecerles un billete (con rastros más incriminatorios que la bolsita de mariguana), cuando un coche gris rata con focos en el techo frenó ante nosotros. Lo hizo con el magnífico rechinido que las patrullas nunca alcanzan en el cine mexicano.
Así conocí a los judiciales Natividad Carmona y Martín Palencia. Tenían pelo de hurón y uñas manicuradas. Revisaron el auto con moroso deleite mientras yo distinguía una cicatriz en la frente de Carmona y un Rolex, mucho más preocupante, en la muñeca de Palencia. Trataron a los policías de uniforme con absoluto desprecio. Encontraron mi credencial del sindicato de guionistas y la bolsita de mariguana. Me sorprendió su destreza para confrontar ambas cosas:
—Mira, papá —Carmona se dirigió a uno de los policías: —¿Tú crees que un cineasta se va a drogar con esta marmaja? —me señaló y asumió un tono respetuoso: —El artista se mete cosas más finas —le tendió la bolsa al policía—. Llévate esta mierda.
Los uniformados se fueron con sus ganas de extorsión a otro sitio. Quedé en manos de la Ley capacitada para distinguir mis hábitos por mi credencial de guionista.