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Authors: Juan Villoro

Tags: #narrativa mexicana,cuento

Los culpables (9 page)

BOOK: Los culpables
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—Gracias —la palabra silbó porque le faltan dientes. Olía a Windex y a sudor, como olemos todos nosotros. Luego me entregó tres billetes azules: —Tu cambio —sonrió.

Jacinto se acercó en la calle. Me ofreció un billete. Recordé el título del cuadro:
Orden suspendido
. Él se había jodido para vender la fortuna; yo había perdido para que otro ganara; Rosalía había dado dinero sin perder nada. «Señales», me dije. Por primera vez, jugué a la lotería.

Amigos mexicanos

1. Katzenberg

El teléfono sonó veinte veces. Al otro lado de la línea, alguien pensaba que vivo en una hacienda donde es muy tardado ir de las caballerizas al teléfono, o que no existen los teléfonos inalámbricos, o que tengo vacilaciones místicas y dudo mucho en tomar el auricular. Esto último, por desgracia, resultó cierto.

Era Samuel Katzenberg. Había vuelto a México para hacer un reportaje sobre la violencia. En su visita anterior viajaba a cuenta del
New Yorker
. Ahora trabajaba para
PointBlank
, una de esas publicaciones que perfuman sus anuncios y ofrecen instrucciones para ser hombre de mundo. Tardó dos minutos en explicarme que el cambio significaba una mejoría.


Point Blank
quiere decir «A quemarropa» —Katzenberg no había perdido su gusto por demostrar lo bien que habla español—, La revista no sólo publica temas frivolos; mi editora busca asuntos fuertes. Es una mujer chida, que se
prende
fácil. México es un país mágico pero confuso; necesito tu ayuda para saber qué es horrible y qué es buñuelesco —pronunció la eñe en forma lujosa, como si chupara una bala de plata, y me ofreció mil dólares.

Entonces le expliqué por qué estaba ofendido.

Dos años antes, Samuel Katzenberg había llegado a hacer el enésimo reportaje sobre Frida Kahlo. Alguien le dijo que yo era guionista de documentales «duros» y me pagó para acompañarlo en una ciudad que juzgaba salvaje y para explicarle cosas que juzgaba míricas.

Katzenberg había leído mucho acerca de la desgarrada pintura de los mexicanos. Sabía más que yo de murales con mazorcas de ocho metros cuadrados, el Museo de la Revolución, el atentado contra Trotsky y el tenue romance de Frida con el profeta soviético en su exilio de Coyoacán. Con voz didáctica, me reveló la importancia de «la herida como noción transexual»: la pintora paralítica era sexy de un modo «muy posmoderno, más allá de la definición de género». En forma lógica, Madonna la admiraba sin entenderla.

Para preparar ese primer viaje, Katzenberg se entrevistó con profesores de Estudios Culturales en Brown, Princeton y Duke. Había hecho su tarea. El siguiente paso consistía en establecer un contacto fragoroso con el
verdadero
país de Frida. Me contrató como su contacto hacia lo genuino. Pero me costó trabajo satisfacer su apetito de autenticidad. Lo que yo le mostraba le parecía, o bien un colorido montaje para turistas, o un espanto sin folklor. Él deseaba una realidad como los óleos de Frida: espantosa pero única. No entendía que los afamados trajes regionales de la pintora ya sólo se encontraran en el segundo piso del Museo de Antropología, o en rancherías extraviadas donde nunca eran tan lujosos ni estaban tan bien bordados. Tampoco entendía que las mexicanas de hoy se depilaran el honesto bigote que a su juicio convertía a F.K. (Katzenberg ama las abreviaturas) en un icono bisexual.

De poco sirvió que la naturaleza contribuyera a su crónica con un desastre ambiental. El Popocatépetl recuperó su actividad volcánica y visitamos la casona de Frida bajo una lluvia de cenizas.

Esto me permitió hablar con calculada nostalgia de la desaparición del cielo que determina la vida del D.F.:

—Hemos perdido la región más transparente del aire —comenté, como si la contaminación significara también el fin de la lírica azteca.

Reconozco que atiborré a Katzenberg de lugares comunes y cursilerías vernáculas. Pero la culpa fue suya: quería ver iguanas en las calles.

México lo decepcionó como si recorriera un centro ceremonial ruinoso y comercializado, donde vendían cremas con vitamina E para los adoradores del sol.

Cuando le presenté a un experto en arte mexicano no quiso hablar con él. Debí renunciar en ese momento, no podía trabajar para un racista. Didier Morand es un negro de Senegal. Vino a México cuando el presidente Luis Echeverría decidió que nuestros países eran muy afines. Usa collares de fábula y hermosas túnicas africanas. Es comisario de arte mexicano y poca gente sabe tanto como él. Pero a Katzenberg le molestó que honrara tantas culturas a la vez:

—No necesito un informante africano —me vio como si yo traficara con etnias equivocadas.

Decidí ponerle un alto: le pedí el doble de dinero.

Aceptó y entonces me esforcé por encontrar metáforas y adjetivos que sacaran a flote el México profundo, o algo que pudiera representarlo ante sus ojos ávidos de desastres muy genuinos.

Fue entonces cuando le presenté a Gonzalo Erdiozábal.

Gonzalo parece un moro altivo del Hollywood de los 40. Transmite la apostura superdigna de un sultán que ha perdido sus camellos y no piensa recuperarlos. Esto es lo que pensamos en México. En Europa parece muy mexicano. Durante cuatro años de la década del 80, se hizo reverenciar en Austria como Xochipilli, supuesto descendiente del emperador Moctezuma. Cada mañana, llegaba al Museo Etnográfico de Viena disfrazado de danzante azteca, encendía incienso de copal y pedía firmas para recuperar el penacho de Moctezuma, cuyas plumas de quetzal languidecían en una vitrina.

En su calidad de Xochipilli, Gonzalo le demostró a la ciudadanía austríaca que lo que para ellos era un regalo sin gracia del emperador Maximiliano de Habsburgo para nosotros representaba un trozo de identidad. Reunió suficientes firmas para llevar el tema al parlamento, obtuvo fondos de ONGs y la irrestricta devoción de un movedizo harén de rubias. Obviamente hubiera sido una desgracia que consiguiera el penacho; su causa sólo podía prosperar mientras los austríacos pospusieran la entrega. Disfrutó la «beca Moctezuma» sin ser vencido por la generosidad de los adversarios: la nostalgia lo forzó a regresar antes de obtener las plumas imperiales («extraño el aire que huele a gasolina y chicharrón», me dijo en una carta).

Cuando Katzenberg me dobló el sueldo, le hablé a Gonzalo para ofrecerle un tercio. Montó un rito de fertilidad en una azotea y nos llevó a la choza de una adivina con mal de pinto que nos hizo morder una caña de azúcar para escrutar nuestro destino en el bagazo.

Gracias a las tradiciones improvisadas por Gonzalo, Katzenberg encontró un ambiente «típico» para su crónica. La noche en que nos despedimos bebió un tequila de más y me confesó que su revista le había dado viáticos para un mes, a cuerpo de rey. Gonzalo y yo le habíamos permitido «investigar» todo en una semana.

Al día siguiente quiso seguir ahorrando. Consideró que la camioneta del hotel le salía demasiado cara, detuvo un Volkswagen color loro y el taxista lo llevó a un callejón en el que le colocó un desarmador en la yugular. Katzenberg sólo conservó el pasaporte y el boleto de avión. Pero el vuelo se canceló porque el Popocatépetl entró en fase de erupción y sus cenizas bloquearon las turbinas de los aviones.

El periodista pasó un último día en la ciudad de México, viendo noticias sobre el volcán, aterrado de salir al pasillo. Me llamó para que fuera a verlo. Temí que me pidiera que le devolviera el dinero, pero sobre todo temí ofrecérselo yo. Le dije que estaba ocupado porque una bruja me había hecho mal de ojo.

Compadecí a Katzenberg a la distancia hasta que me envió su reportaje. El título, de una vulgaridad dermatológica, no era lo peor: «Erupciones: Frida y el volcán». Yo aparecía descrito como «uno de los locales»; sin embargo, aunque no me honraba con un nombre, transcribía sin comillas ni escrúpulos todo lo que yo había dicho. Su crónica era un despojo de mis ideas. Su única originalidad consistía en haberlas descubierto (sólo al leerlo yo supe eme las tenía). El texto terminaba con algo eme dije de la salsa verde y el dolorido cromatismo de los mexicanos. Por la mitad de precio, podrían haberme pedido la crónica a mí. Pero vivimos en un mundo colonial y la revista necesitaba la laureada firma de Samuel Katzenberg. Además, no escribo crónicas.

2. Burroughs

El regreso del reportero estrella a México ponía a prueba mi paciencia y mi dignidad. ¿Cómo se atrevía a llamarme?

Le dije que no tenía ínfulas de protagonismo; sencillamente estaba harto de que los norteamericanos se aprovecharan de nosotros. En vez de traducir a Monsiváis o a Mejía Madrid, mandaban a un cretino madonnizado por el prestigio de escribir en inglés. El planeta se había convertido en la nueva Babel donde nadie se entendía pero lo importante era no entenderse en inglés. Este discurso me pareció patriota, así es que lo alargué hasta que temí sonar antisemita.

—Perdón por no mencionarte —dijo Katzenberg al otro lado de la línea, con voz educada.

Vi por la ventana, en dirección al Parque de la Bola. Un niño se había subido a la enorme esfera de cemento. Abrió los brazos, como si estuviera en la cima de una montaña. Las personas que rodeaban la fuente aplaudieron. La Tierra había sido conquistada.

En las noches me gusta asomarme a la glorieta que llamamos «Parque de la Bola». La bola es un globo terráqueo de cemento. La gente se asoma a verla desde los balcones. El mundo visto por sus vecinos.

Desvié la vista a la computadora, tapizada de papelitos en los que anoto «ideas». El aparato ya parece un doméstico Xipe Totee. Cada «idea» representa una capa de piel de Nuestro Señor el Desollado. En vez de escribir el guión sobre el sincretismo por el que ya había cobrado un anticipo, estaba construyendo un monumento al tema. Katzenberg trató de congraciarse conmigo:

—Los correctores aniquilaron adjetivos fundamentales; ya sabes cómo es el periodismo de batalla; además, allá los editores no son como en México: allá tienen la mano pesada, te cambian todo...

Mientras tanto, yo pensaba en Cristi Suárez. Había dejado un mensaje inolvidable en mi contestadora: «¿Cómo vas con el guión? Anoche soñé contigo. Una pesadilla con efectos de terror de bajo presupuesto. Pero te portaste bien: tú eras el monstruo, pero no el que me perseguía sino el que me salvaba. Acuérdate que necesitamos el primer tratamiento para el viernes. Gracias por salvarme. Besitos».

Oír a Cristi es una maravillosa destrucción: me encantan sus propuestas para temas que no me gustan. Por ella he escrito guiones sobre el maíz mejorado y la cría de cebú. Aunque el trabajo es un pretexto para acercarme a ella, no me he atrevido a dar el último paso. Y es que hasta ahora, aunque suene increíble, mi mejor faceta han sido los guiones. Me conoció mientras yo padecía una épica borrachera; aun así (o tal vez por eso) me juzgó capaz de escribir un documental contra los granos transgénicos. Desde entonces me habla como si nuestro proyecto anterior hubiera ganado un Osear y ahora fuéramos por puro prestigio a Cannes. El último episodio de su entusiasmo me condujo al sincretismo. «Los mexicanos somos puro collage», dijo. Cuesta trabajo creerlo, pero, dicha por ella, la frase es espléndida.

Había desconectado la grabadora porque no estaba seguro de resistir otro mensaje de Cristi y sus magníficas pesadillas. A veces pienso en lo que perdería si le dijera de una vez por todas que el sincretismo me tiene sin cuidado y el único collage que me interesa es ella. Pero luego recuerdo que a ella le gusta cuidar personas y se da aires de enfermera. Tal vez los guiones son la terapia que me ha asignado y no desea otra cosa de mí que someterme a ese tratamiento. Pero lo del monstruo bueno suena picante, casi porno. Aunque sería más porno que me felicitara por ser el monstruo malo. El alma de la mujer es complicada.

Sí, desconecté la grabadora para no tener más huellas de la voz que me obsesionaba. Cuando el timbre sonó veinte veces me dio curiosidad saber qué sociópata me buscaba. Así volví a entrar en contacto con Katzenberg.

Él seguía en la línea. Había agotado sus fórmulas de cortesía. Aguardaba mi respuesta.

Revisé mi cartera: dos billetes verdes de doscientos, con rastros de cocaína (demasiado poca). Esta visión ya me había decidido, pero Katzenberg aún apeló a un recurso emocional:

—Varias veces me pidieron que volviera a México. Aunque no lo creas, el reportaje de Frida fue un hit. No quise venir y un colega, un irlandés antisemita que se quería coger a mi novia, corrió el rumor de que yo había hecho algo sucio y por eso no quería volver. No sería el primer caso de un reportero gringo que se metiera en broncas con los narcos o la DEA.

—¿Regresaste para limpiar tu nombre? —le pregunté.

—Sí —contestó con humildad.

Le dije que yo no era «uno de los locales». Si quería referirse a mí, tendría que poner mi nombre. Una cuestión de principios y del manejo adecuado de las fuentes. Luego le pedí tres mil dólares.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Pensé que Katzenberg hacía sumas y restas, pero ya estaba en el tema de su artículo:

—¿Qué tan violenta es la ciudad de México?

Recordé algo que Burroughs le escribió a Kerouac o a Ginsberg o a algún otro megaadicto que quería venir a México pero tenía miedo de que lo asaltaran:

—No te preocupes: los mexicanos sólo matan a sus amigos.

3. Keiko

Lo único que en esos días me interesaba en la ciudad de México era la despedida de Keiko. Los domingos de los divorciados dependen mucho de los zoológicos y los acuarios. Me acostumbré a ir con Tania a Reino Aventura, el parque de atracciones que para nosotros representaba un santuario ballenero.

Decidí pasar la mañana con Tania, viendo el poderoso nado de la ballena (con mayor propiedad, mi hija se refiere a ella como «orea»), y la tarde buscando atractivos escenarios violentos con Katzenberg. Esto último tenía sus dificultades: todos los sitios donde me han asaltado son demasiado comunes.

Quedaba un asunto pendiente: ¿a qué hora escribiría el primer tratamiento para Cristi?

Mientras procuraba salvar un rastro de coca en un billete con la efigie de Sor Juana pensé en una razón ontológica que inmovilizara mi trabajo. ¿Qué sentido tiene escribir guiones en un país donde la Cineteca explotó mientras se exhibía
La tierra de la gran promesa
? Recordé el problema que tuvimos con un extra al que aporreaban en una escena y al que mi guión hacía decir: «¡Aggh!». El sindicato decidió que, puesto que el hombre victimado tenía un parlamento, no debía cobrar como extra sino como actor. A partir de entonces mis sacrificados murieron en silencio.

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