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Authors: Juan Villoro

Tags: #narrativa mexicana,cuento

Los culpables (6 page)

BOOK: Los culpables
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Horas más tarde, Jorge fumaba un cigarro torcido. Olía a mariguana, pero no lo suficiente para mitigar la peste de las aves de corral. Vio la mancha de salitre donde había estado la imagen de la Virgen. Luego me contó que seguía en contacto con Lucía. Ella tenía un negocio modesto. Medicinas de contrabando. Era ilícito pero nadie se condena por repartir medicinas. Me preguntó si yo tenía algo que decirle. Por primera vez pensé que el guión era un montaje para obligarme a confesar. Salí al porche, sin decir palabra, y vi la Windstar. ¿Era posible que el «productor» fuese (lamaliel y los dólares y la camioneta vinieran de él? ¿Jorge era su mensajero? ¿Traía a la casa los celos de otra persona? ¿Podía haberse degradado con tanto cálculo?

Regresé a mi silla y escribí sin parar, la noche entera. Exageré mis encuentros eróticos con Lucía. En esa confesión indirecta, el descaro podía encubrirme. Mi personaje asumió los defectos de un perfecto hijo de puta. A Jorge le hubiera parecido creíble y repugnante que yo actuara como el hombre débil que era, pero no podía atribuirme esa magnífica vileza. Al día siguiente,
The body count
estaba listo. Sin eñes, pero listo.

—Siempre puedes confiar en un ex alcohólico para satisfacer un vicio —me dijo. No supe si se refería a su vicio de convertir la culpa en cine o de saciar celos ajenos.

Jorge le hizo cortes al guión con las tijeras para pollos. El más significativo fue mi nombre. Él ganó dinero con
The body count
, pero fue un éxito insulso. Nadie oyó el silbato de Chaplin.

En lo que a mí toca, algo me retuvo ante la máquina de escribir, tal vez una frase de mi hermano en su última noche en la granja:

—La cicatriz está en el otro tobillo.

Me había acostado con Lucía pero no recordaba el sitio de su cicatriz. Mi refugio era imaginar las cosas. ¿Era ese el vicio al que se refería Jorge? Seguiría escribiendo. Esa noche me limité a decir:

—Perdón, perdóname.

No sé si lloré. Mi cara estaba mojada por el sudor o por lágrimas que no sentí. Me dolían los ojos. La noche se abría ante nosotros, como cuando éramos niños y subíamos al techo a pedir deseos. Una luz rayó el cielo.

—12 de agosto —dijo Jorge.

Pasamos el resto de la noche viendo estrellas fugaces, como cuerpos perdidos en el desierto.

El crepúsculo maya

La culpa fue de la iguana. Nos detuvimos en el desierto ante uno de esos hombres que se pasan la vida en cuclillas, con tres iguanas lomadas del rabo. El Tomate revisó la mercancía como si supiera algo de animales verdes.

El vendedor, con un rostro acuchillado por el sol y la sequía, informó que la sangre de la iguana repone la energía sexual. No nos dijo cómo alimentar al animal porque pensó que nos lo comeríamos de inmediato.

El Tomate trabaja para una revista de viajes. Vive en un edificio horrendo que da al Viaducto. Desde ahí describe las playas de Polinesia.

En forma excepcional esta vez sí recorría los sitios de los que iba a escribir: Oaxaca y Yucatán. Cuatro años antes habíamos hecho la ruta en sentido inverso, Yucatán-Oaxaca. Entonces éramos tan inseparables que si alguien me veía sin él preguntaba: «¿Dónde está el Tomate?».

Culminamos el viaje anterior en Monte Albán, durante un eclipse de sol. Las piedras doradas perdieron su resplandor y el valle se cubrió de una luz tenue, que no correspondía a hora alguna. Los pájaros cantaron con desconcierto y los turistas se tomaron de la mano. Yo sentí un arrepentimiento muy raro y le confesé al Tomate que lo había tirado al cenote de Chichen Itzá.

Eso había ocurrido unos días antes. Al ver el agua sagrada, mi amigo habló maravillas de los sacrificios humanos: los mayas, supersticiosos de lo pequeño, echaban al agua sagrada a sus enanos, sus juguetes, sus joyas, sus niños favoritos. Me acerqué a un grupo de sordomudos. Una mujer traducía los informes del guía al lenguaje de las manos: «El que bebe agua del cenote regresa a Chichen Itzá». Estábamos al borde de un talud y el Tomate se inclinaba. Algo me hizo empujarlo. El resto del viaje fue un calvario porque le dio salmonelosis. En Monte Albán, bajo la luz incierta del eclipse, me sentí mal y le pedí perdón. Entonces él aprovechó para preguntarme: «¿De veras no recuerdas que te colé al concierto de Silvio Rodríguez?». Muy al principio de nuestra amistad, en los tempranos años 70, el Tomate había sido sonidista del grupo folklórico Aztlán. En su momento de gloria, intervino en un festival de la nueva trova cubana. Sinceramente, yo no recordaba deberle esa entrada, pero él me decía con sonrisa mustia: «Yo sí me acuerdo». Su sonrisa me irritaba porque era la misma con que me confesó que se había acostado con Sonia, la refugiada chilena a la que cortejé sin la menor posibilidad de quitarle la ruana.

La reconciliación en Monte Albán sirvió para que dejáramos de vernos. Habíamos cruzado una línea invisible.

Durante dos años apenas nos frecuentamos. Ni siquiera le hablé cuando encontré el LP del grupo Aztlán que me prestó hace treinta años. De vez en cuando, en la peluquería o el consultorio del dentista, encontraba un ejemplar de la revista donde él escribía de las islas que jamás conocería.

El Tomate reanudó el trato cuando gané los Juegos Florales de Texcoco con un poema que me parecía prerrafaelita, muy influido por Dante Gabriel Rossetti. El premio se entregaba en el marco de la Feria del Pulque. Mi amigo habló a eso de las siete de la mañana el día en que se publicó la noticia: «Quiero
cortarle a la epopeya un gajo
», exclamó en tono jubiloso. Eso significaba que quería acompañarme a la entrega, quizá en cobro por haberme colado al impreciso concierto de Silvio Rodríguez. No contesté. Lo que dijo a continuación terminó de agraviarme: «López Velarde. ¿No reconociste la cita, poeta?».

Le dije que le hablaría para ponernos de acuerdo, pero no lo luce. Lo imaginé en Texcoco con demasiada precisión: las canas despuntaban en la parte inferior de su bigote, bebía un pulque de olor agrio y opinaba que mis poemas eran pésimos.

Su llamada más reciente tuvo que ver con el Chevy. Llené un formulario en Superama y gané un coche. Aparecí en el periódico, con cara de felicidad primaria, recibiendo unas llaves que parecían maquilladas para la ocasión (el llavero despedía un lujoso destello). El Tomate me pidió que lo llevara a Oaxaca y Yucatán. Tenía que hacer un reportaje. Estaba harto de simular la vida en hoteles de cinco estrellas y escribir de guisos que jamás probaba. Quería sumirse en la realidad. «Como antes», agregó, inventándonos un pasado común de antropólogos o corresponsales de guerra.

Luego dijo: «Karla vendrá con nosotros». Le pregunté quién era y lúe suficientemente misterioso. Aún no me reponía de haber salido en el periódico con las llaves del coche y estaba dispuesto a hacer cosas que me molestaran. Por otra parte, me había ocurrido algo de lo que necesitaba alejarme. Ha pasado bastante tiempo y aún no puedo hablar del tema sin vergüenza. Me acosté con Gloria López, que está casada y ocurrió un accidente del que ninguno de los dos tenía antecedentes. Un hecho improbable, como la combustión interna que puede hacer que un cuerpo o el negativo de una película se enciendan hasta calcinarse: mi preservativo se esfumó en su vagina. «Una abducción», dijo ella, más intrigada que preocupada. Gloria cree en extraterrestres. Yo le interesaba para un revolcón ocasional, pero le interesó sobremanera establecer un contacto del «tercer tipo» del que yo había sido mero intermediario.

¿Cómo puede desaparecer un hule indestructible? Ella estaba convencida del sesgo alienígeno de la cuestión. ¿Podía quedar embarazada o el condón estaba encapsulado? Este último verbo me recordó su película favorita:
Viaje fantástico
, con Rachel Welch. Gloria era demasiado joven para haberla visto cuando se estrenó. Un ex novio que se dedicaba a la piratería de videos la puso en contacto con esa fantasía que parecía concebida para ella: la tripulación de una nave es reducida a tamaño microscópico e inyectada en un cuerpo para realizar una compleja operación médica. El organismo como variante del cosmos sólo podía excitar a alguien que vivía para ser raptada a otras dimensiones. «¿Cómo se sentirán los internautas dentro de ti?», preguntaba con la seriedad de quien considera que eso es posible: «¿Puede haber algo más cachondo que tener internautas en las venas?». Los productores de la película habían pensado lo mismo al escoger a Rachel Welch y asignarle un entalladísimo traje blanco. El despropósito sexual de que un diminuto cuerpo turgente avance por tu sangre sedujo a Gloria, que ahora se sentía tripulada por el condón que se le había quedado dentro. De poco sirvió que yo recordara que la tripulación original abandonaba el cuerpo por un lagrimal, una metáfora de que las aventuras de seducción intravenosa terminan en llanto. A todo esto se agregaba la posibilidad de que el marido de Gloria descubriera ese insólito inquilino
by the way of all flesh
(citar a Samuel Butler no rebaja lo grotesco del tema, lo sé, pero al menos se trata de una lectura a la que nunca llegará el Tomate).

Aunque nada alivia tanto como saber que a alguien le pasó lo mismo y conoce remedios caseros al respecto, me dio vergüenza hablar del tema. Atravesaba la zozobra de tener que enfrentar un embarazo o a un marido colérico, y de que mi cómplice estuviera distraída con magnetismos extraterrestres, cuando el Tomate sugirió que fuéramos de viaje. Acepté en el acto.

Karla decidió viajar en el asiento trasero porque había leído
El sistema de los objetos
de Baudrillard y esa parte del coche la hacía sentirse «deliciosamente dependiente». En todo lo demás era una furia independentista. No aceptaba nuestros horarios ni creía que la autopista tuviera los kilómetros que indicaba el mapa.

Por suerte dormitó buena parte del trayecto. En uno de esos remansos compramos la iguana.

Cuando Karla despertó, cerca de Pinotepa Nacional, vio la iguana y perdimos puntos en su valoración. Había hombres King Kong, obsesionados por las rubias, y hombres Godzilla, obsesionados por los monstruos. El primer complejo era racial, el segundo fálico. Habíamos comprado un dinosaurio a nuestra escala. Durante cien kilómetros, trató de explicarle lo que era auténtico y lo que no.

Karla tenía una curiosa forma de rascarse la barriga, muy despacio, como si no adormeciera el vientre sino su mano. Levantó su camiseta lo suficiente para descubrir un tatuaje como un ombligo superior, en forma de yin yang.

Ya en Oaxaca, la iguana sacó su lengua, redondeada como un cacahuate. Karla sugirió que le diéramos de comer y el Tomate pudo decir el hermético refrán: «Ahora vamos a saber de qué lado masca la iguana». Todos habíamos oído antes la frase, sin tratar de entenderla.

En una tienda de peces tropicales compramos moscos secos. Dejamos a la iguana en el coche, con una provisión de insectos que se comió o se perdió en el suelo.

Hacia las dos de la tarde, el Tomate escogió un restorán del (|ue había escrito epopeyas sin conocerlo. Costó mucho que Karla aceptara una mesa. Todas se oponían a algún designio del feng shui. Comimos en el patio, junto a un pozo que nos daba energía. Karla se dedicaba a la «decoración mística». Así lo acreditaba su tarjeta de visita, de cuando vivía en Cancún. Acababa de mudarse al D.E y mi amigo le había dado asilo. Era hija de una conocida del Tomate, que se embarazó a los dieciséis años. Desde que mi amigo me saludó formando una pistola con el índice y el pulgar, supe que el viaje era un pretexto para ligársela.

La moral del Tomate viaja en zigzag: le parecía un abuso acostarse con su huésped en México pero no con su invitada a Oaxaca y Yucatán.

No quise comer mole amarillo y el Tomate me acusó de odiar lo auténtico. Es posible que odie lo auténtico, en todo caso odio la comida amarilla. Cuando él fue al baño, Karla me dedicó un interés hiperobjetivo: «¿Y cómo estás ahora?», preguntó. Supuse que el Tomate le había hablado de un «antes» tremendo. Ella hizo una pausa y agregó, en tono cómplice: «Entiendo lo de la iguana».

Las emociones son confusas: me gustó que me viera como un mueble reubicable. Acepté que la había pasado mal, pero ya iba mejor. Hablé hacia las migajas en su plato. Luego alcé la vista a sus ojos castaños. Ella arruinó su sonrisa al decir: «Él se preocupa mucho por ti». Por supuesto, se refería al Tomate. Me molestó que se convirtiera en pronombre y aprovechara mis declives para hacerse el amigo solidario. ¿Qué le había dicho a Karla? ¿Que me interné voluntariamente en el psiquiátrico San Rafael mientras él bailaba cuecas revolucionarias con Sonia? Eso era cierto. Además, en busca de exaltación prerrafaelita, me sometí a un ayuno que me condujo a la semidemencia. Pero el Tomate había inventado otras rarezas. Karla me habló como el yaqui Don Juan a Carlos Castañeda: «Cada quien tiene su animal interior», tocó mi mano con comprensiva suavidad.

En Oaxaca había un festival de música clásica y sólo encontramos un cuarto para los tres en una posada de las afueras, cerca del Árbol del Tule. Vimos el tronco centenario en cuyos nudos ítalo Calvino descubrió un intrincado alfabeto y donde un guía encontraba otras representaciones: «Ahí se ven las pompis de Olga Breeskin», señaló algo que, en efecto, parecían las exageradas nalgas de una vedette.

La iguana pasó por varias etapas. En su fase Oaxaca, sólo pensaba en huir de nosotros. En el cuarto había dos camas, la matrimonial que nos asignó Sonia y la de ella. El armario era un sólido armatoste de tiempos de la Revolución; no había feng shui que lo moviera. Ahí durmió la iguana, o mejor dicho, ahí quisimos que durmiera. En la madrugada escuché un rascar de uñas. Fui al armario. La iguana había desaparecido. Algo me hizo saber que no estaba en el cuarto. La puerta no cerraba con llave sino con una soga. Seguramente el cuarto tenía huecos por todas partes. Sé que no hay lógica en el razonamiento, pero una puerta atada con una soga sugiere muchos defectos. Salí al pasillo que desembocaba en el único baño del hotel. Encontré a la iguana en el excusado. ¿Había ido a beber agua? Según el Tomate, las iguanas se hidratan con frutos que no habíamos encontrado pero existían. La iguana se escurrió entre mis piernas. La perseguí con el impulso que da el insomnio, olvidando que no tenía el menor interés en capturarla. La encontré en el vestíbulo, junto a una reproducción de una escultura de Mitla, un anciano en posición funeraria. Tal vez aquel sacerdote en cuclillas le recordó a su antiguo propietario, el caso es que se quedó quieta y pude atraparla. Me mordió hasta hacerme sangre. Le apreté el hocico como si exprimiera una toalla. Regresé al cuarto con mi presa. Le había dado una oportunidad al Tomate de saltar a la cama de Karla, pero cuando abrí la puerta todo seguía tan tranquilo y tan poco feng shui como cuando salí.

BOOK: Los culpables
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