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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (27 page)

BOOK: Los días de gloria
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Juan era ahora un hombre verdaderamente rico. Yo también. Mi vida, personal y patrimonialmente, había sufrido un cambio muy cualitativo, puesto que, además de ganar una verdadera fortuna, la historia se cerró con un tratamiento de prensa ciertamente favorable. Recuerdo que un semanario español calificó pomposamente la venta como «operación Europa».

Un asunto de cincuenta mil millones de pesetas no podía pasar desapercibido para la prensa española, y no solo para la económica, sino también para los diarios de información general. Todos ellos dedicaron una gran cantidad de espacio a cubrir la noticia, relatando sus pormenores, incluidos los más diminutos detalles. Mucha gente se quedó maravillada con una operación en la que se obtuvieron cincuenta mil millones de pesetas por una industria farmacéutica.

Otros, los más iniciados en el mundo de las finanzas, comenzaron a especular sobre nuestras intenciones futuras, el qué hacer con tal cantidad de dinero. Entre este grupo y de manera muy destacada se encontraba Jacobo Argüelles, uno de los príncipes de Banesto y consejero delegado in péctore de la institución financiera con la prevista nominación presidencial de López de Letona. Un día cualquiera de aquellos, mientras almorzaba en Casa Lucio, le manifestó a su interlocutor y comensal, con síntomas evidentes de inquietud:

—Con esa cantidad de dinero, lo mismo les da a estos dos por comprar acciones de Banesto y se ponen a enredar. Eso sería un problema. Tenemos que enterarnos de qué piensan hacer.

6

Al poco de que me concedieran el tercer grado, allá por el mes de septiembre de 2005, disponía como uno de mis mejores activos de la posibilidad de almorzar donde me viniera en gana, porque mi compromiso con el Estado, con el sistema penitenciario atenuado, consistía en presentarme a dormir en el CIS, Centro de Inserción Social, que llevaba el nombre y apellidos de Victoria Kent, pero durante el día era libre, eso sí, con la obligación de trabajar. Para no romper mis viejas costumbres —rompo más bien pocas— solía ir por El Cacique, y eso que desde tiempo atrás la carne roja quedó suprimida de mi mundo alimenticio.

—Esta botella se la envía aquel señor del fondo.

Manolito era portador de una botella de champán. Pronunció esa frase con una sonrisa en la que podía apreciarse cierto desconcierto, por eso de que no era frecuente en su cometido de maître del restaurante andar entregando botellas de ese producto a otros comensales, y menos cuando se trataba de Mario Conde. Levantó las cejas en un gesto de cierta incertidumbre, o entre incertidumbre y sorpresa, para ser más exactos, al tiempo que yo, obligado por el detalle, giraba sobre mi derecha y contemplaba al fondo un matrimonio que saludaba con sonrisa abierta en ambos, marido y mujer. Digo marido y mujer porque es lo que me parecieron en ese momento, no porque hicieran gala de ninguna credencial acreditativa de su estado. Levanté la mano, la agité un poco en el aire, diseñé la mejor de las sonrisas mientras por dentro me preguntaba quiénes podían ser ese hombre y aquella mujer que me enviaban semejante regalo. La respuesta me la proporcionó una nota de emergencia que venía junto con la botella y que Manolo depositó directamente en la mesa. Leí: «¡Enhorabuena! Igor Ivanov».

No me esperaba ese encuentro en un día como aquel, recién estrenado mi nuevo estado penitenciario. ¿Casualidad? Pues claro, porque no podía ser de otro modo, dado que ni siquiera yo tenía decidido dónde almorzaría ese día. Pero se trataba de una pregunta obligada, y no solo por aficiones conspirativas tipo Abelló, sino porque ese nombre correspondía a un hombre extremadamente poderoso que había ocupado la cartera de ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de Putin y, como tal, conocía con profundidad lo sucedido, lo brutalmente ocurrido, en las guerras balcánicas.

Mi primer encuentro con él no fue menos sorprendente. En los últimos momentos de mi presidencia de Banesto, el entonces embajador de Rusia en Madrid, Igor Ivanov, me pidió audiencia y se la concedí, claro. Era el 14 de octubre de 1993. Le recibí en mi despacho. Nos sentamos en las dos butacas situadas a la izquierda de la chimenea afrancesada, separadas por una mesa de proporciones adecuadas para que a la intimidad de dos asientos colocados frente a frente le corresponda un toque de cierta distancia física, que siempre conviene, sobre todo porque un embajador de Moscú, por mucha apertura de que presumiera Gorbachov, siempre es un embajador de un país algo especial.

Moscú. Imposible olvidarme del encuentro que un año antes habíamos organizado para teóricamente enseñar a los habitantes de aquellas tierras la nada despreciable técnica para transitar de una economía intervenida, sin teórica propiedad alguna, con medios de producción nacionalizados, al nuevo paraíso de la llamada economía de mercado, aunque el tiempo demostraría que se trataba más bien de una economía de ciertos mercaderes político-financieros. Creo que la idea fue de Gustavo Villapalos, el rector de la Complutense, hombre inquieto de mucha inquietud, no sé si de contenido filosófico o metafísico, pero desde luego de raigambre política de corte clásico. Sobre el papel la cosa resultaba atractiva porque viajar a esas tierras a enseñar nuestra doctrina siempre aporta un grado de superioridad. Era una especie de ¿lo veis? ¿Os dais cuenta ahora de que nosotros teníamos razón? Claro que el mensaje por esa misma simplicidad encerraba un contenido agresivo porque fueron millones los muertos, los asesinados en esa tiara del modelo marxista-leninista, y cuando se han perdido muchas vidas humanas, los errores dejan de ser puramente político-teóricos para teñirse de un dramatismo brutal. Cierto, y precisamente por eso teníamos que ser prudentes en la exposición de nuestras ideas.

El plantel asistente no podía ser de mejor calidad: Felipe González y su mujer, Alfonso Guerra, Santiago Carrillo, Gustavo Villapalos y Mario Conde, entre otros, adornada la puesta en escena por el dato, nada irrelevante, de que las sesiones estarían presididas por Raisa Gorbachov, la mujer del hombre que teóricamente el destino había convertido en el corregidor del dislate soviético-comunista. Un hombre en aquellos días extremadamente poderoso, y ya se sabe que detrás de un hombre con poder, hay una mujer que es quien verdaderamente lo ejerce.

Mi discurso más que prudente fue sincero. Insistí en que era necesario tener mucho cuidado con una aceptación del mercado como la gran panacea, elevar a los altares a la liberalización a ultranza, porque los hombres son claves en todo modelo de implantación social, y muy posiblemente los cuadros dirigentes soviéticos carecían de la tecnología necesaria para abordar un tránsito tranquilo y con los menores riesgos posibles. Pero, y aquí comenzó lo bueno, debían tener claro que el mercado no solventa todos los problemas, que el ánimo de lucro no debe ser el único motor social, y que en el fondo se trata del progreso social y no solo del progreso técnico o económico, porque este tiene un mero valor instrumental al servicio del primero. Lo que no aclaré fue que por mi experiencia quienes dirigen la economía de Occidente, cuando menos los que se dedican a elaborar y propagar lo que llamaban «ortodoxia», me parecían muy, pero que muy peligrosos para nuestra salud económica real. Podía haber insistido en que en el fondo todo modelo económico-político reclama hombres limpios y con sincera vocación de servicio. Pero no quise liarla más. Con lo que aclaré acerca del progreso social y el progreso técnico fue más que suficiente para aquellos días.

La mirada de Santiago Carrillo cuando a sus oídos llegaron estas palabras fue un retrato expresionista con paleta puntillista. No daba crédito. Luego me enteré de que comentó que dudaba mucho que mi discurso fuera sincero. Reconozco que a esas alturas de mi vida lo que pensara Santiago Carrillo —el líder comunista— sobre mis convicciones no formaba parte de mis preocupaciones más perentorias. Pero en cualquier caso se sorprendió. Recibí enormes críticas del
ABC
, aunque no formuladas directamente contra mí, sino escudándose en la figura del rector Villapalos.

La noche anterior a la inauguración del seminario cenamos en alguno de esos lugares horribles en los que la grandiosidad se convierte en desperfecto estético por su exceso de abundancia; fue una cena algo oficiosa. Asistimos Alfonso Guerra y yo y algunos otros más. Entre ellos un científico de nombre y renombre en Rusia, una especie de director de un Centro Superior de Investigación, para entendernos. El hombre, claro, no hablaba inglés, por lo que a su costado derecho situó un intérprete. No recuerdo demasiado lo que se dijo esa noche, lo que tampoco debe extrañar porque para ese tipo de fiestas sociales, por llamarlas de algún modo, mi memoria es muy mala, quizá porque no suelen ser demasiado generosas en asuntos importantes tratados en ellas. Pero sí que, picado por la curiosidad, me dirigí a ese hombre, al científico, con una pregunta de gran contenido impertinente.

—Usted, que ha sido un adalid del modelo soviético, ahora que ve cómo se desmorona, cómo se transita hacia lo que consideraron ustedes el horror occidental, me gustaría saber qué piensa de usted mismo cada mañana cuando al mirar hacia atrás comprueba que, según los nuevos tiempos, todo su aparato ideológico fue sencillamente un error.

No quise añadir que además de un error teórico supuso la muerte para muchas personas y el sacrificio estéril de dos generaciones cuando menos. Con lo que formulé como pregunta me parecía más que suficiente, para que el intérprete pudiera hacer su trabajo con enjundia aceptable.

Así lo hizo. Cuando concluyó, el científico no contestó de inmediato. Pareció concentrarse en su plato. Se quedó absorto por unos segundos mientras el sonido de los cubiertos sobre los platos proporcionaba una fuente adicional de tensión a la propia de la impertinencia de la pregunta. Al final, con un gesto compungido, impropio de quien ha ejercido poder en proporciones elevadas, el hombre, respirando con muecas de suspiro, dijo:

—Yo prefiero irme a mi pueblo. Allí hay iglesias y recuerdos de los cosacos. Allí tengo familiares. Allí tengo amigos. Prefiero irme allí.

Me quedé pensando envuelto en el mismo silencio de circunstancias que inundó a todos los comensales cuando concluyó el científico su respuesta. Al fin y al cabo, somos un producto cultural y necesitamos de unas coordenadas de espacio y tiempo para encajarnos en este mundo, para contemplarnos en él. Cuando el territorio intelectual en el que hemos sido educados se nos desmorona de manera abrupta, para poder encontrarnos a nosotros mismos buscamos el regreso a puntos de anclaje más sólidos. El pueblo, la iglesia, los cosacos y los familiares constituían esos lugares a los que agarrarse para aquel hombre que vio cómo todo su modo de pensar y hasta de comportarse quedaba sin refrendo intelectual y social de la noche a la mañana.

En aquella ocasión conocí a Gorbachov. Se desmoronaba felizmente el férreo modelo marxista soviético y quien teóricamente debía conducir tan colosal tarea era un hombre proveniente, como no podía ser de otra manera, del aparato del Partido Comunista, un personaje algo blando en sus formas, de mirada bonancible, casi piadosa, de gestos educados, dotado de una arquitectura física que no parecía capaz de acumular la energía necesaria para la hercúlea tarea que el destino le deparaba.

Concluyó el seminario con una majestuosa cena en un faraónico salón muy del horrendo gusto de los artistas del marxismo. Un vigilante de seguridad, con auriculares en sus oídos, pistolas rodeando su cuerpo y más de un metro noventa de estatura, pronunció unas palabras que, traducidas por el intérprete, resultaron significar que Gorbachov me recibiría en unos momentos. Atravesé pasillos, crucé espacios vacíos, descendí escaleras y finalmente penetré en una sala inconfundiblemente soviética en la que, sentados tras una mesa insulsa, sin diseño ni calidad, se encontraban el político de moda, Gorbachov, y su mujer, Raisa, vestida y peinada como una burguesa de provincia española de los años cincuenta. En un extremo de la mesa, distante un par de metros de Gorbachov, un sujeto cortado por un patrón idéntico al de muchos de los soviéticos que conocí en los despachos oficiales y contemplé mientras paseaba por la Plaza Roja, provisto de un bloc de papel cuadriculado y un bolígrafo de la posguerra civil española, se disponía a cumplir su misión de traductor.

Generalidades, introducciones sin encanto, conversaciones biotípicas de estas circunstancias constituyeron el prólogo de la entrevista. Por fin, Gorbachov, a través del intérprete, me preguntó dónde residía la mayor preocupación de un empresario o banquero para invertir en la URSS. Aquello ya tenía más enjundia. No sé si realmente le preocupaba o si se trataba de justificar la entrevista con algo más de carne magra de la consumida hasta el momento.

—Solo puedo hablar de mí mismo, no de los demás. Mi máxima preocupación reside en el Tratado de la Unión.

Era consciente de lo que estaba diciendo porque acababa de tocar un asunto en extremo conflictivo. Cuando el intérprete tradujo mis palabras, noté en el líder soviético un gesto mezcla de extrañeza y disgusto, al tiempo que Raisa, que parecía concentrada en una especie de calceta ibérica, giró la cabeza despacio, alzó sus ojos y me dirigió una inquisitiva mirada, mitad sorprendida y mitad interesada, seguramente confundida por un banquero que opinaba sobre un asunto tan esencialmente político como el Tratado de la Unión.

No necesité que nadie me concediera nuevamente la palabra porque gestualmente el trámite se había cumplido.

—Mire. Ustedes representan un producto artificial, una mezcla de razas, culturas, historias muy diversas. El arquetipo de la URSS, la violencia expresada a lo largo de tantos años, no habrá sido capaz de diluir las identidades de cada uno de sus pueblos. Al contrario, seguro que viven escondidas con la fuerza de la clandestinidad y la resolución de una conciencia histórica. Por mucho que usted quiera, el Tratado de la Unión no solucionará satisfactoriamente el problema. Las identidades saldrán a la luz. Brotarán con la fuerza de los tallos tiernos sobre troncos viejos. A la Unión Soviética le queda poco tiempo. Si se acepta este principio, las cosas pueden funcionar adecuadamente. En caso contrario, tendremos espectáculo de algún tipo de violencia. A mí, como inversor, me preocupa mucho el clima que se generará.

El traductor escribía sobre el bloc como un autómata. Supongo que encontraría algunas dificultades en mis devaneos poéticos. Comenzó a hablar. Gorbachov le escuchaba con la mirada depositada sobre la mesa. Raisa le contemplaba con gesto inerte. Concluyó. El líder soviético me tendió la mano en un amable gesto de despedida. Raisa me dedicó una postrera mirada. Poco tiempo después la URSS estalló con violencia. Afloraron las identidades. Se independizaron los pueblos. Se derramó sangre. Gorbachov dimitió. Un nuevo ejemplar de otro corte humano apareció en escena: un hombre llamado Yeltsin, de humanidad violenta, mirada torpe, gestos primarios, incapaz, seguramente, de esconder ideas profundas en su interior. Se subió a un tanque y ganó unas elecciones. ¿Qué otra cosa cabría esperar de un pueblo masacrado por el dominio comunista durante tantos años?

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