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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (31 page)

BOOK: Los días de gloria
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—Mira, Ignacio, no sé, pero es muy duro. Déjame que lo consulte con Lourdes y mis hijos porque no es una estupidez recibir a un juez que redactó tu sentencia.

—Bueno, ten en cuenta que ahora está en excedencia voluntaria y ya no ejerce de juez.

—¡Joder! Pero ejerció y me condenó. Es responsable, o corresponsable de mis años de prisión. ¿Cómo es posible que quiera verme? ¿Para qué, Ignacio, para qué?

—Pues no sé..., pero me lo imagino. No hace falta ser muy listo..., ¿no?

—Déjame que lo consulte con Lourdes y mis hijos y te digo algo.

Al regreso de Sevilla me reuní en casa con Lourdes, Alejandra y Mario y se lo conté. Lourdes era reticente, muy reticente. No porque desconfiara, sino porque ya le importaba tres pepinos saber la verdad de cómo confeccionaron mi primera sentencia. Nadie nos podía devolver el tiempo perdido y las explicaciones en ese caso carecían de fruto tangible. Lourdes aseguraba que a ella no le correspondía la misión de perdonar, que eso quedaba reservado para Dios.

Pero Mario y Alejandra deseaban que el juez atravesara ese vía crucis, aunque solo fuera para tener una información de cara al futuro.

—¿Qué crees que quiere? —preguntó Alejandra.

—¡Qué va a querer! —dijo Lourdes elevando el tono de voz.

—Cuando alguien viene a dar explicaciones... El mero hecho de venir habla por sí solo —señaló Mario.

Y tenía razón porque, una vez decidido que aceptaba el almuerzo, puse dos condiciones: que fuera en mi domicilio de la calle Triana y que estuviera presente un testigo, y que ese testigo fuera precisamente Ignacio Peláez, ex fiscal de la Audiencia Nacional.

Llamé a Ignacio y le transmití las condiciones. Además le entregué un libro que había confeccionado para lectura de mi mujer e hijos titulado
Mis condenas en el caso Banesto
, en donde relataba los absurdos jurídicos del proceso condenatorio. Era un libro de corte jurídico, claro, pero que evidenciaba la magnitud del despropósito jurídico cometido, precisamente por la sentencia en la que había actuado como ponente José Antonio Choclán. Le pedí que se lo diera y lo leyera el juez, ahora en excedencia, antes del almuerzo, porque quizá después de esa lectura no deseara venir.

Minutos después me dijo Peláez que Choclán había aceptado las condiciones y que el libro ya estaba en camino para que lo tuviera de inmediato en sus manos. Fijamos la fecha. Llegó el día. Siempre tuve la sospecha de que finalmente el almuerzo se cancelaría. Pero no. El 27 de septiembre de 2005 llegó a mi casa José Antonio Choclán. Ignacio Peláez y yo le esperábamos. Conversamos. Fue duro, claro, para todos, para los tres. Al fin y al cabo, somos juristas y creemos en el Derecho. Y sabemos lo que el poder es capaz de hacer con el ordenamiento jurídico. Pero oírlo de viva voz...

Siro García... Clemente Auger... ¡Qué diferencia tan brutal entre sospechar y saber!

Lourdes no quiso escuchar el resumen. Pragmática como era, me dijo:

—No quiero que me cuentes nada. Está todo claro. Si ha venido aquí con un testigo, es por algo y ese algo solo tiene una explicación, así que ahórrame, por favor, malos tragos.

Recuperaba la libertad, pero lo que sucedía fuera, lo que me ocurría nada más volver, aunque fuera solo por el día, al mundo de los libres constituía un espectáculo excesivo. Menos mal que me preparé bien interiormente en mi época de prisión.

Días después del almuerzo en casa, hacía yo lo propio en un restaurante con Miguel Ángel Gil, el hijo de Jesús Gil y entonces presidente del Atlético de Madrid. Unas mesas más allá almorzaba Choclán con su mujer. A la salida cruzamos por delante de su mesa. Se levantó a saludar y me presentó a su mujer. Me di cuenta una vez más de que ningún odio ni rencor se almacenaba en mis adentros. Al contrario: respecto de ese hombre agradecí su sinceridad.

Todo lo que me relataban me producía ciertos vértigos, pero aquello que le dijo Felipe González a Luis María resonaba en mi interior. Lo de Abelló como intermediario me atormentaba. Era imaginable por cómo se resolvió lo nuestro. Me dicen que Juan se sintió realmente abatido cuando anunciaron mi condena a veinte años. Se estaba celebrando un Consejo de Sacyr, la empresa constructora presidida por Luis del Rivero. Juan no paraba de decir: «¡No puede ser! ¡No puede ser!», para referirse a la brutalidad de la condena. Quien me lo cuenta es persona de confianza. Siempre te queda la duda de si además del recuerdo y hasta del afecto en esa turbación pudo encontrar un hueco el sentimiento de haber colaborado en algo, aunque fuera de modo totalmente indirecto. ¿Es eso posible? ¿Hasta dónde podemos llegar los humanos? Imposible olvidarme de cómo sucedió.

7

—La vida te enseña que por encima de afectos y lealtades en demasiadas ocasiones se imponen los intereses.

Las palabras fueron pronunciadas por mi padre con un tono de resignación más que de ilustración. No le gustaba en absoluto tener que enlazarlas en esa frase, pero la experiencia vital le encaminaba a ello cuando acudí a relatarle uno de los momentos más dolorosos de mi vida: la ruptura con Juan Abelló.

—Sí, de acuerdo, papá, pero tampoco podemos descartar las emociones. Me refiero a que somos prisioneros de nuestras emociones, de nuestros egos, de nuestra percepción de cómo nos ven los demás. Y eso tiene una fuerza terrible.

—Sí, claro, así es. Pero no estoy seguro de que en eso que me cuentas de la ruptura con tu amigo y socio Juan se trate de emociones. Yo me inclino por intereses. Ten en cuenta que ejerces mucho, pero que mucho poder y tienes ideas distintas a las que tienen normalmente quienes ocupan esas plazas. Y... Bueno, tú me entiendes.

Claro que le entendía, pero en esta ocasión no quería darle la razón, no sé bien si debido a que pensaba que no le asistía o que, tratándose de Juan y dado mi afecto por él, prefería situarme en la plataforma de las emociones antes que en la habitación de los intereses puros y duros. Y el paso del tiempo, el correr de la vida, me ilustra que no estaba excesivamente equivocado en aquella ocasión, en ese conversar con mi padre. Las emociones tienen un poder excepcional. Los intereses también. Incluso me atrevería a decir que en determinados instantes las emociones acaban convirtiéndose en intereses puros y duros. Pero también funcionan y desmoronan relaciones humanas en soledad. Grandes episodios de la vida se explican, se fermentan y explotan en sus caldos de cultivo. La esclavitud emocional... Entonces no sospechaba algo que a día de hoy me atormenta: la posibilidad de que las emociones no solo condicionen nuestra conducta, sino que, además, afecten a nuestra salud, a nuestras vidas...

Sucedió en la berrea de 1988. Enrique Quiralte, casado con una de las hermanas de Juan, me había invitado a matar un venado de los suyos, que son pocos pero francamente buenos. Nunca sentí una profunda afición por la caza, posiblemente porque no la practiqué desde pequeño, al contrario de lo que le ha ocurrido a mi hijo Mario. Sin embargo, en algunas ocasiones no tenía más remedio que aceptar invitaciones para alguna montería o rececho de berrea, no tanto porque sintiera fuertes palpitaciones en el corazón cuando tenía a tiro a alguna pieza, sino porque el desaire podría ser, sería sin duda, mal interpretado. Por supuesto que ello no me obligaba a aceptar todas las ofertas cinegéticas que recibía, pero sí a acudir a las más cualificadas, no tanto por la calidad de los bichos, sino por las circunstancias del propietario. Con Enrique Quiralte nunca había mantenido una verdadera amistad. Juan me aseguraba que su cuñado, como buen manchego, era persona difícil y complicada.

Enrique era propietario de una finca llamada La Nava. Sus ejemplares de venado solían ser muy buenos. Acepté no por la caza, sino por él y Nieves, su mujer, a quien tenía mucho aprecio porque me parecía una persona buena, lo que es para mí mucho decir. El 7 de octubre de 1988, casi un año después de que Juan y yo entráramos en el Consejo de Banesto y diez meses después de que yo asumiera la presidencia, me dirigía en el coche blindado hacia mi casa en Madrid con el propósito de cambiarme de ropa para salir con destino a las propiedades de Quiralte. Sonó el teléfono de mi coche, que entonces era un artilugio enorme, pesado y de funcionamiento más bien regular en comparación con los modernos que inundan hoy nuestras vidas. Era Juan Abelló. Me llevé una sorpresa mayúscula. Fue una conversación sencillamente alucinante. Juan estaba en medio de una excitación terrible. No hablaba, gritaba, con expresiones en las que me indicaba que yo había puesto a mis amigos en el banco, que él no, que estaba harto… En fin, cosas de ese tipo, imposibles de comprender en una relación como la nuestra.

Estaba lanzado, no se detenía, daba la sensación de estar ejecutando una conversación previamente ensayada. Parecía tomar fuerzas antes de iniciar cada nueva frase. La irritación era más que patente. Casi forzada. Nunca, jamás en nuestras vidas habíamos tenido una conversación en ese tono y de ese porte. Juan era colérico en ocasiones pero jamás conmigo. Nunca nos alzamos mutuamente la voz y juntos habíamos atravesado situaciones extremadamente difíciles. Y no solo en España. Por ello, el tono confeccionado con grito y la agitación vestida de cólera que se percibía en su voz me dejaron helado. No tenía la menor idea de lo que podía estar sucediendo en su interior. Intenté calmarlo y le dije:

—Pero, Juan, ¿qué te pasa? ¿Qué sucede? ¿Qué te han contado?

Juan titubeó por unos segundos, como si estuviera dispuesto a admitir un mínimo de razonamiento en una conversación que comenzó a miles de millas de distancia de cualquier cosa que recibiera ese nombre. Tuve la sensación de que giró su vista hacia alguien que estuviera junto a él, actuando como una especie de notario de que, ¡por fin!, Juan se atrevía a hablarme así, alguien que estaría paladeando una especie de victoria corporeizada en el griterío de Juan. ¿Quién podría obtener algún beneficio directo/indirecto de la ruptura entre Juan y yo? Esa era la clave. ¿Otra vez pura imaginación mía? No era momento de elucubraciones, sino de intentar detener esa tormenta interior que agitaba a mi amigo.

No había nada que hacer. Tuve la sensación de que Juan hubo de elegir entre algo y algo y uno de los dos «algos» era yo. Lo decidió en el mismo instante en que marcó mi número de teléfono. Sus vacilaciones en ese instante supremo no formaban parte del guión, sino de su propia personalidad, en ese momento inundada seguramente entre polos contradictorios, entre el afecto que estoy absolutamente seguro me tenía y un «algo» especial que le empujaba a actuar en esa dirección confusa. Pero al tiempo estaba convencido de que tendría batalla, de que esa posición de ruptura implicaría costes. Por alguna razón ese «algo» le garantizó la victoria sobre mí. Juan jamás se habría tirado a una piscina sin agua, y no solo sin ese elemento, sino sin antes comprobar profundidad y temperatura si resultara necesario.

—Mira, mejor dejarlo ahora. Voy a casa de Enrique, tu cuñado. Si quieres mañana me paso por Las Navas y charlamos tranquilamente —le dije con el fin de que aquello no alcanzara telefónicamente un punto de no retorno.

—No, mejor voy yo a La Salceda —contestó seco Juan.

—Muy bien. Te espero. Sobre las dos de la tarde.

Mientras el coche blindado consumía kilómetros con dirección a la finca de Enrique, permanecí en silencio meditando. A pesar de su actitud respecto del trato con los Albertos en el proceso de fusión, no sospeché que la ruptura en su interior se hubiera consumado. Y eso que, como me dijo Lourdes, resultó raro que en el verano del 88 Juan no me llamara ni apareciera por Mallorca para navegar juntos algunos días, como venía siendo habitual en él desde algunos años atrás. Aquel verano no tuvimos noticia alguna, a pesar de que, según nos contaron, Juan pasó algunos días por las Baleares. Yo quité importancia al comentario de Lourdes, diciendo que seguramente tendría otros compromisos o cualquier otra excusa por el estilo. Pero no dejé volar la imaginación más allá. Son demasiadas las ocasiones en las que los humanos nos resistimos a pensar en lo que nos disgusta, en lo que nos incomoda, y despreciamos señales evidentes de que algo raro sucede, porque no queremos recorrer el sendero. Ocultamos la cabeza bajo tierra, nos cubrimos con mantas mentales, pero con eso no conseguimos evitar que lo real suceda. Y sucedió.

Aquel día, transcurrido septiembre, próximas las Juntas de fusión, los hechos parecían demostrar que definitivamente tomaban cuerpo de realidad mis conjeturas acerca de la tormenta interior de Juan. Los acontecimientos se sucedían en una dirección irreversible: la ruptura. Sin embargo, su tono violento superaba todas mis previsiones. Pero una idea me atormentaba: ¿por qué tantas vivencias juntos, tantos sufrimientos y alegrías, podrían desvanecerse en una pira en la que ardían emociones extrañas?

Llegué a casa de Quiralte. Nos recibieron encantadores Nieves y Enrique a Lourdes y a mí. Nada dije durante la cena y procuré por todos los medios que nadie notara mi estado de ánimo, mi intranquilidad interior, mi desazón por un desenlace que no por sospechado tiempo atrás, no por temido, me resultaba menos doloroso. Dormí mal. Muy mal. Ni siquiera mi primera noche en prisión resultó de tanta agitación interior, y eso que sucedió en la víspera de Nochebuena, y nuestras emociones también son tributarias de la artificialidad de ciertas fechas.

Antes del alba, vestido de campo, consumida una taza de café negro zahíno, salimos al rececho. Un venado de larga cuerna, de grosor aceptable, aunque de estética menguada por la edad, fue el blanco al que disparé pocos minutos después. Cayó fulminado. La foto de rigor tiene para mí un valor entrañable. Cuando Lourdes se acercó para que Enrique disparara su cámara, ignoraba que en mi interior latía la sensación de que esa era la fotografía del venado muerto el día en el que se oficializaría la ruptura con Juan. Es curioso, pero a pesar de mi escasa afición y del indudable parecido de todas las cuernas de venado disecadas, al menos cuando alcanzan un determinado tamaño, sería capaz de reconocer ese bicho entre cientos que colgaran de una pared. Desde aquel día he contemplado la fotografía en muchas ocasiones y siempre percibo en mi mirada, en el brillo de mis ojos captados por la cámara, un tono de indudable tristeza. Ese venado se encuentra en La Salceda, en mi biblioteca, en el costado izquierdo de la chimenea. Han pasado muchos años desde entonces. Más de veinte. No transcurrió un solo día en el que me encontrara en mi biblioteca envuelto en soledad y no echara una mirada furtiva a esa cuerna, a ese trofeo, sin que una sensación interior de tristeza, de sincera tristeza, se asomara a alguno de los rincones de mi alma.

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