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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (15 page)

BOOK: Los Días del Venado
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Ya a su lado le vieron el cansancio en el rostro. Kupuka venía de lejos, de largos andares y difíciles ocupaciones. Era evidente que alcanzarlos debió costarle mucho esfuerzo. Kupuka era un amigo en medio de la soledad y la extrañeza. Y con ese corazón lo saludaron.

—¿Cómo lograste llegar? —le preguntó Dulkancellin.

—Siempre hay maneras.

El Brujo sonrió a sus pies mojados, y los hombres pensaron en las mujerespeces. Pero nada supieron entonces, ni nunca, porque Kupuka cambió de tema para siempre:

—Algo conoce el águila y me lo ha dicho. ¿Qué tienen ustedes para decirme?

Mucho. Desde Kume y la pluma de Kúkul hasta la huida del campamento era largo de contar. Los tres se sentaron junto a un risco de sombra menguante hacia el mediodía. Como había tanto que decir, los hombres se repartieron el relato: un poco Cucub, Dulkancellin un poco menos. Mientras contaban, pasaba de mano en mano un odre que Kupuka había traído consigo, lleno de un agua de salud que empezaba agridulce y dejaba en la boca un gusto a sal. A medida que avanzaban en el relato el Brujo de la Tierra se ensombrecía, se apretaba de pensares. Escuchó todo lo que los hombres tenían para decirle y como el relato era largo, los tres terminaron ceñidos contra el risco para aprovechar la última sombra.

Kupuka comenzó a dibujar sobre la arena. Cucub y Dulkancellin lo vieron enardecerse con cada línea que trazaba; lo vieron deshacer todo lo hecho y volver a comenzar, variando levemente la ubicación de sus figuras. Kupuka dibujaba círculos grandes y. pequeños, estrellas, triángulos, espirales que luego unía con líneas ondulantes o quebradas. Iba y venía. Se alejaba unos pasos y volvía a dibujar con dedos intranquilos, repitiendo pedazos de palabras y respondiéndose, a medias, lo que no terminaba de preguntarse. Era sorprendente ver semejante exasperación bajo un sol que, escasamente, dejaba ánimo para vivir. Cuando el Brujo de la Tierra comenzó a danzar alrededor de las figuras, los hombres supieron que los dibujos en la arena eran pensamientos errantes; y que Kupuka estaba atravesando la región de las visiones para darles a esos pensamientos el orden de la sabiduría. Chorreando sudor, Kupuka regresó a su trabajo y lo borró con determinación. El nuevo intento fue diferente. La mano tenía conocimiento; y allí donde ubicaba una figura, la dejaba. El Brujo de la Tierra se quedó inmóvil observando el resultado de su trance, y lloviendo gotas de su propio sudor sobre las conjeturas que había dibujado. Primero se durmió. Después se recostó en la arena.

—Quién sabe cuánto dormirá ahora —dijo Cucub, pensando en un modo de protegerlo del sol—. Tal vez entre los dos logremos subirlo a lomo de un llamello, y conducirlo hasta aquella vegetación que por esmirriada que sea y poca cosa su sombra, nos dará alivio.

Dulkancellin acercó uno de los llamellos. Pero antes de que alcanzaran a tocarlo, Kupuka despertó tan lleno de vigor como si hubiese dormido un día entero a la sombra de un arbusto aromático. Se levantó con agilidad. Con más agilidad aún, montó al animal que tenía junto a sí.

—Vamos, Cucub, monta conmigo. Iremos hasta aquella vegetación que, por esmirriada que sea y poca cosa su sombra, nos dará alivio.

;—¿Todos los Brujos de la Tierra tienen tu mismo extraño dormir? —preguntó Cucub.

—¿Todos los zitzahay tienen tu mismo extraño hablar? —respondió Kupuka.

Dulkancellin sonrió con satisfacción. Se alegraba de que Cucub tuviera un contrincante a la medida de su lengua.

No bien llegaron al reparo que buscaban y desmontaron, Kupuka los llamó a su lado. Su expresión había vuelto a opacarse. Les habló de prisa y en voz baja. Parecía creer que alguien, en aquellas soledades, podía estar escuchando.

—Lo que ustedes me contaron, más cada una de las cosas que han venido ocurriendo, más las noticias que me han llegado en este tiempo; todo esto, finalmente, se ha conjugado en mi espíritu. Hoy, los hechos han revelado su sentido. Es revelación de la tierra, venerable como ninguna otra, que me mostró sin turbiedades lo que debo hacer. Ahora me marcho. Seguirán ustedes su camino, y harán lo que se les ha ordenado. Yo, mientras conserve fuerzas, cumpliré con mi parte.

—Vuelves a marcharte sin dar explicaciones —dijo el guerrero.

—Mis explicaciones, en este momento, no serían sino piedras en tus sandalias.

El primer vestigio de lo que se avecinaba fue un oscurecimiento fugaz, el mismo que hubiese ocasionado una nube pasajera. Sin embargo, por donde los ojos miraran, el cielo estaba limpio. Kupuka, Cucub y Dulkancellin se quedaron aguardando. Sabían que aquello era sólo el principio de algo que venía detrás... Y lo que venía no se hizo esperar demasiado.

El sol, oprimido por un anillo de oscuridad, se fue empequeñeciendo hasta transformarse en un agujero blanquecino que no pudo hacer nada contra la penumbra. Un atardecer macilento había ocupado, de repente, el lugar del mediodía.

Los llamellos comenzaron a caminar de un lado a otro sin sentido aparente. De tanto en tanto coceaban o agachaban sus cabezas para restregarlas contra la arena. Se los veía abrumados por su propia corpulencia. O así parecía, porque alzaban la mirada al cielo como deseando ser pájaros, livianos y ligeros para escapar de allí.

En medio del día apagado se escuchó un llanto. No lo arrastraba el viento, ni siquiera venía de alguna parte. Ni crecía, ni se acallaba. Era un llorar afónico, y sonó tan antiguo y cansado que el Brujo y los dos hombres lo escucharon con la sangre detenida, pensando que oían el llanto del mundo.

Y mientras así estaban, embrutecidos por el sortilegio tanto como los llamellos, una sombra difícil de entender apareció a lo lejos. Al principio, vieron sólo una mancha indistinta y creciente que adelantaba a ras del suelo, lo mismo que si un manto oscuro fuera extendiéndose sobre la arena. La mancha se acercaba desde el sur, en dirección a ellos, y lo hacía con mucha rapidez. Cuando estuvo suficientemente cerca para que la vista pudiera distinguir, la mancha perdió su apariencia de sombra y descubrió su verdadera índole: eran cientos, cientos de cientos, una vastedad de alimañas avanzando. Cucub quiso escapar, pero Kupuka lo tomó de un brazo y lo obligó a detenerse. No había tiempo ni manera de hacerlo. Las alimañas los alcanzarían, de todos modos, si era eso lo que querían hacer.

—Quédate quieto, Cucub —dijo el Brujo de la Tierra—. Esto no está sucediendo por nosotros.

Kupuka comprendió que aquel éxodo llevaba un destino mucho más imperioso que tres hombres y dos llamellos. Atrajo hacia sí al zitzahay aterrorizado, y lo sostuvo muy fuerte, con el rostro apretado contra su pecho. El hervidero seguía acercándose. Una acumulación de patas velludas, un choque de tentáculos, cueros apergaminados que se superponían a pieles aceitosas, arañas arracimadas, y lagartos arrastrándose sobre una morbidez de caparazones. Sin importar lo que el Brujo creyera, Cucub ya se sentía morir por ponzoña. Kupuka los miraba venir salmodiando un conjuro incomprensible que repetía una y otra vez.

Pero tal como Kupuka lo creía, la multitud de pequeñas bestias pasó cerca de ellos sin distraerse de su avance. Era otra cosa, era una remota invocación la que las llevaba encandiladas rumbo al norte.

Mientras se alejaban volvieron a simular un manto, después una sombra y, por último, una línea negra que se fue. Recién entonces el llanto se desvaneció. Y el sol todopoderoso regresó al mediodía.

Cucub habló antes que ninguno; estaba avergonzado de su reacción y trató de disculparse.

—Creo que deberé ir al mar. Necesito bañarme —balbuceó señalando su ropa, mojada hasta los tobillos.

—Luego podrás hacerlo —respondió Kupuka. Y agregó: No sientas vergüenza. Piensa qué le sucedería a Dulkancellin si en vez de un arma tuviese una flauta, y uno de tus mejores públicos en vez de sus peores adversarios.

¡Esas sí que eran palabras justas! El zitzahay pensó que nunca, en toda su vida, las había oído más sabias, y respiró aliviado. Dulkancellin prefirió callar.

—Esto que hemos visto suceder —dijo Kupuka, cambiando el sentido de sus pensamientos —ha sido la confirmación de que las visiones que recibí mostraban lo cierto. Hoy mismo, los extranjeros se han puesto a navegar. A partir de ahora, cada instante los acerca a nosotros.

El Brujo de la Tierra tenía urgencia por marcharse, y no la disimulaba.—¡Vamos, vamos! Tenemos que seguir, ustedes al norte y yo al sur —hurgaba en su morral, y seguía hablando—. Lamento decirles que me llevaré algo que les ha resultado valioso. El águila regresará conmigo. Hay una tarea que debo encomendarle porque ella la realizará mejor de lo que yo podría hacerlo. Eso, si es que todavía... ¡Como sea! Ella ya no podrá ayudarlos. Y yo tampoco —finalmente encontró lo que buscaba—. A cambio, les dejo este nervio de venado. ¡Tómalo, Dulkancellin! Con él, y la madera apropiada, volverás a tener un arco. Tú, Cucub, conserva este odre. Un sorbo de este brebaje repara tanto como muchos sorbos de agua.

Dulkancellin y Cucub sabían que era inútil preguntarle cómo viajaría. Los tres se encaminaron hacia donde estaban los llamellos. Los animales habían recuperado su habitual sosiego y dormitaban, echados sobre sus patas. Cuando terminaron de despertar, tenían sus jinetes a cuesta y un camino por delante.

—Supongo que los Pastores no aparecerán —dijo Kupuka—. Pero si lo hicieran, tomen rápidamente al noreste hasta que encuentren unas enormes extensiones de sal. No se adentren en ellas con los animales; abandonen a los llamellos y continúen a pie. Pueden estar seguros de que los Pastores detendrán la persecución a orillas del salitral. Los llamellos no pueden caminar por allí sin que sus cascos se agrieten, ocasionándoles dolores que les impiden andar.

—Pues, sencillamente, también ellos dejarán sus animales y...

—No, Cucub —lo interrumpió el Brujo de la Tierra—. Jamás los Pastores seguirían adelante sin sus animales. Nunca lo harían, estando tan lejos del campamento. Si algo se proponen no es darles alcance. De ser así, no tengas dudas de que ya lo hubieran conseguido.

—En caso de que debamos internarnos en el salitral, alcanzaremos la costa muy lejos de donde el zitzahay lo hizo —dijo Dulkancellin—. ¿Qué sucederá entonces?

—No importa a qué punto de la costa arriben. Igual que lo hicieron con el zitzahay, las mujerespeces les llevarán una embarcación para que naveguen de costa a costa la bahía de la mansa Lalafke.

—¡Cuando lleguemos a la otra orilla todo será sencillo y agradable! —exclamó Cucub—. Estaremos en mi Comarca Aislada.

—No estés tan seguro, hermano mío —Kupuka le palmeó la espalda—. Las tierras están cambiando. En estos días, hasta la propia casa se nos hará ajena.

La conversación había terminado. Dulkancellin no quería volver a decir adiós, por eso fue el primero que giró para marcharse.

—¡Espera un momento! —lo detuvo Cucub—. Recuerda que debemos ir al mar.

—Recuerdo que debes ir al mar —corrigió el guerrero.

Kupuka se quedó solo, mirándolos alejarse. De lleno hacia el este, tal como guiaban a los llamellos, no demorarían en encontrar las aguas grandes del Lalafke. El Brujo de la Tierra se protegió los ojos para verlos mejor. ¡Qué frágil se veía Cucub al lado del guerrero!, ¡y qué exagerado en sus movimientos!

—Escúchame, Dulkancellin —iba diciendo Cucub, y gesticulaba sin ninguna medida—. Piensa bien en este asunto, en esto que tú sabes que me obliga a ir al mar. Quiero decir, piénsalo como yo lo pienso. O mejor, como Kupuka lo pensó; y consiguió que yo lo pensara. Piensa en lo que te digo...Digo que pienses.

En una casa extraña

Estaban sentados alrededor de la misma piedra labrada que deslumbrara a Cucub, y que estaba ubicada en el mismo exacto centro del observatorio. Bor y Zabralkán seguían con atención las explicaciones de los recién llegados.

—Y la verdad es que el último tramo del desierto nos trató razonablemente bien —decía Cucub—. Nada de Pastores, nada de salitrales, nada de alimañas. Nos separamos de Kupuka. Y a los varios días encontramos la bahía de la mansa Lalafke. En el lugar preciso nos aguardaba una balsa bien provista con la que nos pusimos a navegar. Antes de lo esperado, nuestros pies pisaban la Comarca Aislada. ¡Y mis ojos volvieron a ver Trece Veces Siete Mil Pájaros!

Cucub disfrutaba del regreso. Se sentía a salvo de todo mal, y trataba a los Supremos Astrónomos con un aire de familiaridad que antes no hubiera insinuado. Había vuelto a ser un zitzahay entre los suyos. Tal vez de allí sacó ímpetu para desestimar las advertencias finales de Kupuka.

—El Brujo auguró que mi propia tierra me resultaría ajena. ¡Pues yo digo que se equivocó! Desde que llegue a Beleram no he hecho más que reconocerla.

Cucub recorrió con la vista las altas paredes de piedra labrada, los tubos de jadeíta conque los Astrónomos leían en el cielo, y el cuerno que hacían sonar hacia los cuatro puntos cardinales para anunciar ceremonias y festividades. Desde el puesto que ocupaba, y a través del mirador que permitía observar la puesta del sol durante el verano, alcanzaba a ver un ángulo de la amplia explanada de juegos, una calle empedrada que había recorrido cientos de veces, y la frontera de la selva. Como la piedra labrada, todo permanecía idéntico a su recuerdo. ¡Qué antojo de ir al mercado por una bebida embriagadora, y un trozo de carne de agutí untado con su propia grasa! La confianza lo desbordaba; y Cucub se atrevió a prolongar sus comentarios.

—Creo que Kupuka se dejó aturdir por cierto trance. Creo que se apresuró a sacar conclusiones demasiado oscuras. Debo reconocer que yo mismo fui presa de un pesimismo que ahora, viendo lo que veo, me parece exagerado.

Dulkancellin no podía creer a sus oídos. La insensatez de aquel hombrecito volvía a ponerlo fuera de sí, y el estómago se le retorcía de las ganas rabiosas de recordarle aquello que, casualmente, no había contado. "Muy pronto te pones a desairar al que te protegió con sus brazos y con su ánimo. Lo acusas de estar aturdido y errar las conclusiones. Y aunque hablas y hablas, nada dices del pánico que te vació el cuerpo".

Dulkancellin iba a pronunciar en voz alta algo parecido a sus pensamientos, cuando Zabralkán interrumpió el parloteo de Cucub.

—Nos alegramos de que te reconozcas en casa —le dijo el Astrónomo—. Ahora debemos hacer lo necesario para que el representante de los husihuilkes también la sienta suya.

El guerrero debió responder con un gesto de vacilación, porque Bor intervino en apoyo de su par.

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