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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (19 page)

BOOK: Los Días del Venado
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En esa dirección navegó la flota de Leogrós. Sus naves iban cargadas de armas que ningún habitante de las Tierras Fértiles hubiese podido reconocer. Y de males visibles e invisibles. Hasta llevaban males que se metían por la nariz de las Criaturas y las mataban de enfermedad.

El Doctrinador descendió al bote que iba a trasladarlo a su nueva nave. Leogrós se quedó mirando, apoyado en la borda. Apenas comprobó que el jorobado había llegado a su destino, dio una orden y la flota se partió en dos.

Las tres naves que se dirigían al puerto de la ciudad de Beleram avanzaron de lleno hacia el oeste.

Las otras, en cambio, pusieron rumbo al norte. Algunas de ellas iban a llegar hasta las Colinas del Límite, para desembarcar en la extensión despoblada que separaba las últimas aldeas de la Estirpe de las primeras ciudades de los Señores del Sol. Las restantes subirían, sin acercarse a las costas hasta alcanzar la altura de los antiguos puertos y recién entonces, buscarían el oeste.

Junto con la flota, se partió la tormenta. Las naves de Leogrós se la llevaron. Y así, su avance quedó disimulado por una lluvia oscura y neblinosa que iba a acompañarlas el resto de la travesía. Sobre la reducida flota de Drimus, el cielo quedó azul.

Patas de venado

—¡Mira el cielo! —dijo Nakín, señalando hacia el lado de la costa—. Parece que de repente la tormenta ha decidido irse al norte y dejarnos aquí un hermoso cielo azul, como el que suele acompañar la llegada de los buenos amigos.

Dulkancellin pensó que la mujer del Clan de los Búhos buscaba la confirmación de sus deseos. También pensó que a pesar de que el descanso le había devuelto su belleza, la mujer conservaba un cierto aire de fatiga. Era evidente que permanecer en el tiempo solar le costaba a Nakín un enorme esfuerzo.

Juntos recorrían la explanada interior de la Casa de las Estrellas, resguardados de la curiosidad de Beleram por altos muros de piedra. El resto de los representantes, incluidos Bor y Zabralkán, hacían la misma cosa. El concilio llevaba siete días sesionando y aquella era la primera vez que se les permitía salir a la intemperie. Grande fue la alegría del guerrero husihuilke cuando oyó el anuncio de Zabralkán. Aunque el descanso era lo habitual después de las comidas, fue distinto en esa ocasión porque Zabralkán les indicó que podían tomarlo en el patio central de la Casa de las Estrellas. Todos, sin excepción, aceptaron con gusto.

Era agradable volver a ver el cielo sin los contornos de una ventana, respirar el aire húmedo que venía de la selva. Era bueno, pero no alcanzaba para dejar de lado las preocupaciones. Cada uno de los representantes llevaba en su cabeza, dándole vueltas, el resultado de las últimas discusiones. Y allí donde dos se juntaban, la conversación recaía en las preocupaciones compartidas.

Sumaban siete los días que el concilio llevaba sesionando, siete días de razonamientos y discusiones. Y todavía la decisión no estaba tomada.

Una coincidencia empezaba a fortalecerse contra la resistencia que algunos, y especialmente Elek, le oponían. Un ataque que se anticipara a la primera palabra de los extranjeros empezaba a cobrar forma en sus cabezas como el único medio de defensa que le quedaba a las Tierras Fértiles. Esa posición, defendida desde el principio por Molitzmós y Dulkancellin, comenzó a imponerse en los demás. Si debían equivocarse, que el equívoco fuera una batalla injusta y no el exterminio de la vida. Todos sabían que un error acarrearía sobre ellos la ira de los bóreos; y que tarde o temprano todos los pueblos del continente sufrirían sus consecuencias. El riesgo era grande. Sin embargo, cada vez más el concilio se disponía a aceptarlo. Así es que mientras las deliberaciones continuaban, una guerra se puso en marcha. Ningún pueblo de las Tierras Fértiles era diestro en batallas marítimas. La pequeña flota que la Estirpe había construido con la memoria de la sangre estaba diseñada para transportar mercancías y, tal vez, algún viajero por la zona costera. La guerra, entonces, debía librarse en tierra. Difícilmente, el ejército de los zitzahay pudiera resistir por mucho tiempo un ataque de los extranjeros; por eso, todo estaba dispuesto para convocar a las fuerzas de los Señores del Sol. Ellos tenían un ejército numeroso que podría llegar a Beleram en pocos días. Los guerreros husihuilkes, más temibles que ninguno, tardarían demasiado.

—Vayamos hasta aquella escalinata —propuso Dulkancellin.

El guerrero acababa de reconocer a Cucub. El zitzahay estaba sentado en la parte inferior de una escalera, una de las muchas que descendían desde la Casa de las Estrellas hacia la gran explanada interior, y tan ensimismado que ni siquiera notaba el movimiento a su alrededor. No había vuelto a saber de Cucub a partir de la noche en que el pequeño hombre concurrió al mercado por noticias, y por tortillas. Dulkancellin no quiso dejar pasar aquel inesperado encuentro pensando que, posiblemente, no volviera a repetirse; y pidió a Nakín que lo acompañara hasta la escalera donde Cucub descansaba con la mirada fija en las piedras del suelo.

—¡Despierta, Cucub! —llamó Dulkancellin cuando estuvo a su lado.

Cucub alzó la cabeza y quiso sonreír como acostumbraba a hacerlo, de oreja a oreja y con toda el alma. Dulkancellin vio que aquella sonrisa no era la misma que tantas veces lo había fastidiado. El zitzahay se levantó, saludó a ambos con una inclinación de cabeza y enseguida se esforzó por hallar algo divertido que contarles. Afortunadamente para él, su esfuerzo no necesitó prolongarse. Nakín comprendió que los dos hombres querían estar solos; y pretextando acompañar a Elek que paseaba sin compañía, se alejó del lugar.

—¿Y bien? ¿Qué ocurre? —preguntó Dulkancellin, que no sabía adornar las palabras.

Cucub suspiró y volvió a sentarse.

—Si te sientas a mi lado, trataré de explicártelo —el zitzahay hizo una pausa—. Tú, hermano, estabas presente cuando los Supremos Astrónomos me permitieron ir al mercado, a condición de que yo metiera mis narices en las noticias del pueblo de Beleram. Y recordarás, porque te causó enojo, que yo andaba de un ánimo inmejorable, y que partí lleno de optimismo y vacío de recelos. ¡Lástima grande que mi alegría duró poco! Comenzó a palidecer antes de llegar yo al mercado. Y desapareció por completo cuando probé la miel de caña.

Dulkancellin estuvo a punto de levantarse, furioso por haber permitido que Cucub volviera a enredarlo en otro de sus ridículos asuntos. Sólo el recuerdo de la sonrisa del zitzahay le prolongó la paciencia.

—Conozco la miel de los cañaverales de mi selva —siguió diciendo Cucub—. Reconocería su sabor entre otros miles. Cuando estuve en el mercado comí la miel de una tinaja, y luego de una diferente, y luego de una más; y aunque insistí en ello, el viejo sabor no apareció.

Era seguro que Cucub estaba hablando con seriedad. Dulkancellin intentaba comprender lo que estaba tratando de decirle, pero la creciente ansiedad del zitzahay lo complicaba todo.

—Tranquilízate, y busca otra manera de hacerte entender.

El comentario de Dulkancellin no consiguió más que aumentar la aflicción del zitzahay:

—¡No hay otra manera! ¡No la hay...! ¡Escucha cuando te digo que el sabor de la miel se ha ido de aquí! Algo debió asustarlo, y mucho, para que decidiera abandonarnos.

Dulkancellin puso su mano en el hombro de Cucub. Justo cuando no lo entendía, justo cuando la sinrazón se había adueñado de la cabeza del zitzahay, el husihuilke se sintió su amigo.

Cucub se dio por vencido. Desde el comienzo, presintió que sería muy difícil hacerse comprender. Ahora pensaba que hubiese sido mejor cerrar la boca. El siguiente paso sería cambiar de tema para intentar que su desahogo quedara en el olvido.

—¿Quién es el hombre magníficamente vestido que acompaña a Bor?— preguntó por preguntar.

—Es Molitzmós, de los Señores del Sol —respondió Dulkancellin.

—No me gusta —dijo por decir.

Las prendas que Molitzmós vestía, y que nunca usaba dos veces, eran siempre suntuosas. Aquellas que llevaba puestas cuando paseaba junto a Bor entre las fuentes de jaspe brillaban como una alhaja bajo el sol.

—Con frecuencia todo se pone oscuro para mí —decía Molitzmós—. Y me siento incapaz de comprender nada.

Se había hecho costumbre que el representante de los Señores del Sol se destacara por su viva inteligencia. No transcurría una sesión del concilio sin que Molitzmós se ganara, gracias a alguna de sus intervenciones, la admiración de todos. Y de todos, era Bor el más propenso a dejarse cautivar por la agudeza de sus especulaciones. Ahora mismo, el Supremo Astrónomo no podía creer lo que acababa de escuchar.

—¿Y eres justamente tú quién dice eso? —preguntó asombrado.

—Hay pensamientos que hubiese preferido no tener, y los he tenido. Hay temores que quise desconocer, pero me fue imposible —dijo Molitzmós.

—¿A qué te refieres? —volvió a preguntar el Astrónomo.

—Me refiero a ciertos conocimientos que hace mucho me fueron otorgados, y ahora se han hecho presentes. En estos días, no he podido dejar de recordar el tiempo en que la Magia se enemistó gravemente; tanto que se separó en dos Cofradías. Una de ellas, quizás la más numerosa, permaneció en las Tierras Antiguas. La otra emprendió el largo camino hacia las Tierras Fértiles —Molitzmós reparó, de pronto, en su interlocutor. — ¡Pero mira a quién se lo estoy diciendo! Tú conocerás hasta los mínimos detalles de estos hechos.

—No importa, continúa... Por favor, continúa —Bor empezaba a preocuparse por los tintes que tomaba la conversación—. Sigue la línea de tu discurso, y llega adonde quieres llegar.

—Si me lo pides, lo haré —dijo Molitzmós —. Aunque ya estoy arrepentido de la insolencia de mi pensamiento. Decía que, después de la ruptura, las Cofradías pusieron el mar entre ellas. Me fue dicho que los que vinieron aquí lo hicieron a través de la franja de tierra que, por esos días, unía ambos continentes.

—Así ocurrió —intervino Bor—. Nuestros antepasados arribaron a las Tierras Fértiles por el extremo norte, cargados de un legado invalorable; y utilizaron para ese propósito el paso que ahora mencionas. Luego...

Bor interrumpió la información.

—¿Ibas a mencionar el destino que tuvo esa franja de tierra? —Molitzmós también poseía noticias de aquel episodio—. Dime, ¿son cosas figuradas o son cosas ciertas las que se dicen al respecto? ¿Es verdad que la Cofradía que viajó a las Tierras Fértiles confinó ese paso al fondo del mar Yentru, a fin de deshacer todo lazo de unión con sus pares de la otra orilla?

—Es verdad pura —replicó Bor, seguro ya de que Molitzmós sabía mucho más que el resto de los representantes—. El paso que enlazaba los continentes fue sepultado mar adentro por la Magia de las Tierras Fértiles; y se dijo que permanecería allí por siempre. Pero eras tú quien estaba hablando.

—Bueno —continuó Molitzmós—. La Magia tomó rumbos diferentes. Yo creo que fue la enemistad, y no el mar, la verdadera distancia. Y creo que la causa de esa enemistad se refleja en los nombres que cada una de las Cofradías tomó para sí.

—La Cofradía del Recinto y la Cofradía del Aire Libre —susurró Bor—. Ambos llevaron sus nombres con orgullo.

—No pudo ser de otro modo — respondió Molitzmós—. Los del Recinto, como se llamaron a sí mismos los que permanecieron en las Tierras Antiguas, proclamaron que era su obligación y su derecho velar por la Creación. Ellos instauraron y fortalecieron un imperio de la Sabiduría que como tal, debía consagrarse a las Criaturas; pero jamás debía deliberar con ellas, ni consultarle las grandes decisiones. Y mucho menos, someterse a su juicio.

Bor consideró que era su deber aclarar las afirmaciones que el representante de los Señores del Sol acababa de hacer.

—En efecto, la Cofradía del Recinto proclamó que la Magia debía regir sobre las Criaturas con su sola mano. Ellos afirmaron que el don de la Sabiduría era el atributo que los señalaba para el mando. Porque sólo para los Sabios es cosa propia y natural la consagración generosa. Y entonces la Magia, poseedora de la Sabiduría, nunca torcería los fines de su poder. No hay mejor mando que el de la Sabiduría, afirmaron, pues el Sabio halla su gloria en la generosidad. Y sin embargo, los del Aire Libre entendían las cosas de manera muy diferente —Bor hizo una pausa para espiar la reacción de Molitzmós, y luego continuó—. La Cofradía del Aire Libre abandonó las Tierras Antiguas con la esperanza de reencontrar aquí lo que creyeron que allá se había perdido: la marca de la Magia. A su entender, aquello que la Cofradía del Recinto tomaba por natural, y llamaba su "obligación de velar por las Criaturas", era una alteración de su legítimo destino Y lo que llamaba "consagración generosa" era, en verdad, arrogancia. La Cofradía del Aire Libre comprendió que en las Tierras Antiguas la Magia estaba alejándose de su origen; y que un día, por esa causa, su luz se apagaría. Ese convencimiento fue el que los decidió a cruzar el mar para empezar de nuevo en las Tierras Fértiles, lejos de los recintos donde sus pares se recluían. Al aire libre.

—Lejos de los recintos... Al aire libre. ¡Quién pudiera, como tú, decir tanto con tan pocas palabras! —deseó Molitzmós. Y Bor, que no era sordo a los halagos, le agradeció con una sonrisa de satisfacción.

—Estamos hablando de cosas remotas —reflexionó el Astrónomo—. Luego el tiempo pasó y suavizó las diferencias. Sabemos que aquella enemistad que separó a la Magia ya no existe.

—De todas formas, unos siguen allá y otros aquí. El puente de tierra que unió a los continentes no ha vuelto a alzarse. Y hasta donde sé, los contactos entre ellos y ustedes han sido escasos —Molitzmós sabía que tocaba una herida y procuró obrar con suavidad—. ¿Me equivoco si pienso que las diferencias no han terminado de borrarse? En sus prácticas ¿no siguen siendo la Cofradía del Recinto y la Cofradía del Aire Libre?

El Supremo Astrónomo hizo un gran esfuerzo por disimular su malestar.

—Es evidente que la Magia de las Tierras Fértiles jamás ha sofocado la voz de las Criaturas. Al contrario, se ha acercado a ellas y las ha escuchado. ¡No hay más que ver este concilio para comprobarlo! ¿No los convocamos a ustedes con el fin de que tomemos entre todos una enorme decisión? Y si te refieres a que en las Tierras Antiguas la Magia procede de manera opuesta, debemos decirte que, posiblemente, tengas razón—. Bor respiró profundo antes de continuar: Ahora dime, Molitzmós, por qué hemos llegado a este punto. Aclárame qué camino te remontó desde el concilio hasta el antiguo cisma de la Magia.

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