Hubo cientos de miles de Borrows recorriendo el planeta y muchos más soldados tratando de imponer sus verdades por la fuerza. Pero ahora estamos además en presencia de una nueva situación que Yahvé y Moisés nunca imaginaron: la expansión de los medios de comunicación, lo cual ha creado nuevos campos de batalla donde los evangelizadores no se dan tregua ni cuartel. En el medievo los predicadores llenaban las iglesias y catedrales y hablaban como mucho para dos o tres mil personas. Un representante que hablase en la Asamblea de Atenas rara vez lo hacía para más de quince o veinte mil asistentes. Las investigaciones más recientes indican que el propio Jesús en su momento de mayor convocatoria, durante el Sermón de la Montaña, logró reunir a sólo treinta mil personas, una multitud en aquellos años, pero que hoy significan menos de medio punto en las mediciones de audiencias televisivas. El desafío de los telepredicadores y de los papas viajeros consiste en ser capaces de dirigirse a millones de personas; enfrentándose también, como contrapartida, al hecho de que las idolatrías tienen el mismo beneficio de la hipercomunicación, y en este campo la competencia por la audiencia suele ser desfavorable para la divinidad, sea cual sea, frente a, por ejemplo, las patéticas peripecias de los concursantes de
Gran Hermano.
La comunicación ha aumentado la proyección de las ideas, sean éstas malas, piadosas, intolerantes, fanáticas y hasta de ansias redentoras. Los medios han magnificado lo que antes era casi un movimiento de corazón a corazón, o de persona a persona. Hoy se trata de un eco universal. Es una situación que implica aspectos terribles y que quizá en algún momento pueda involucrar otros liberadores. El desafío consiste en evitar que la palabra caiga desde arriba sobre las personas y en posibilitar que los individuos se comuniquen cada vez más entre sí para que puedan cambiar opiniones entre ellos.
Nada malo puede pasarme que Dios no quiera, y todo lo que él quiere por muy malo que nos parezca es en realidad lo mejor.
Carta en la que Tomás Moro consuela a su hija antes de ser ejecutado.
En este fragmento Tomás Moro presenta una actitud fatalista. Pero se trata de un fatalismo alegre, que se justifica a sí mismo.
A través de las épocas, los hombres han aprendido a aceptar el destino porque no hay forma de luchar contra él. Lo que aporta esta visión de Moro es la dimensión del destino como producto de una voluntad, que sabe lo que es mejor para nosotros aunque ello implique nuestra destrucción y eso haga que desaparezcan nuestros proyectos y deseos, por esa situación fatal que se nos impone. Nietzsche habló también del amor al destino, y del deseo, no sólo de aceptarlo, porque es irremediable, sino también de amarlo como lo que es más propio. Quizá la versión de Tomás Moro sea la variante religiosa de ese amor al destino.
Durante siglos se tomó como irremediable la transmisión de los conocimientos y convicciones religiosas de padres a hijos. Era lo natural. Pero hoy el planteamiento consiste en cómo enseñar las creencias personales a nuestros descendientes. Por una parte, si consideramos que algo es verdadero, bueno y útil, intentamos que nuestros hijos compartan ese saber. Educar es seleccionar de todo lo que conocemos aquello que nos parece más relevante e importante para transmitirlo. Por lo tanto, es lógico para la persona religiosa que sus creencias deban ser transferidas a sus hijos. Pero, por otra parte, se debe respetar la posibilidad de que el hijo escuche otras voces, otros puntos de vista y conocimientos. Entonces es cuando los padres debemos asumir que nuestros hijos podrían no tener las mismas ideas o creencias que nosotros, lo que para algunos suele ser muy duro. Pero no es obligatorio que la serie se prolongue de padres a hijos, como bien supo un proselitista fascista de la época de Mussolini. El personaje iba por los pueblos pregonando la buena nueva del fascismo. Encontró a un muchacho y le dijo que debía afiliarse al Partido porque era el futuro de Italia. Entonces el joven le contestó: «No, mira, mi padre era socialista, mi abuelo era socialista, tengo otros parientes comunistas. Yo no puedo hacerme fascista». El militante del «fascio» arremetió indignado: «¿Qué argumento es ese de que tu padre y de que tu abuelo? ¿Y si tu padre fuera un asesino; y si tu abuelo hubiera sido un asesino?». El muchacho lo interrumpió: «¡Ah!, entonces sí... entonces sí me haría del partido fascista».
El escritor tiene un cambio de opiniones con el Señor
Vamos a ver... porque hay cosas que me parecen un error de tu parte. Prohibiste la utilización de tu nombre en vano. Pero deberías entender que hay veces en las que uno no puede cumplir aquello que prometió en nombre tuyo. Eso no es porque uno carezca de intención, ni porque no ponga la mejor voluntad del mundo para cumplir. Creo que deberías sentirte halagado de que los hombres echemos mano de tu nombre de forma constante para apoyar nuestros juicios y promesas. No sólo lo hacemos en esos momentos, sino también cuando mostramos enfado. Y aunque te parezca un contrasentido, si blasfemamos lo hacemos de alguna manera como un homenaje. Hay veces que nos sentimos tan indignados que la única forma que encontramos para enfrentarnos al mundo es meternos contigo directamente. En fin... tu nombre ha sido utilizado durante siglos para apoyar la jurisprudencia, negocios, gobiernos, etcétera. Mira la importancia que tiene el poder jurar en tu nombre, que cuando necesitamos convencer a alguien de que lo amamos nos respaldamos en ti. ¡Cuántas veces te habrás enfadado al escuchar: «Mi vida, te necesito tanto..., te lo juro por Dios!».
Bueno... bueno... tienes razón... tal vez abusamos un poco, pero pienso que tu mayor motivo de preocupación debería ser la falta de respeto que la gente tiene hoy por tu nombre. Es decir, juran amor y después lo traicionan. Los políticos juran que van a cumplir todo tipo de preceptos, que van a hacer toda clase de hazañas en tu nombre, y cuando empiezan a ejercer como funcionarios se olvidan de ti con suma facilidad. Parece que tu nombre se va devaluando, está perdiendo fuerza, aunque te caiga fatal, y eso no está bien para cualquier divinidad que se precie como tal.
Dios como testigo cuando se jura o se promete
Cuando era pequeño y quería asegurar algo decía: «Te lo juro», y el otro preguntaba: «¿Juras o prometes?»... y claro, en esa situación uno retrocedía porque eso de jurar ya era excesivo, y entonces decía: «Lo prometo». Así aliviaba mi conciencia porque, al no tener una ofrenda del testimonio divino, quería decir que se podía saltar lo prometido. Por esa razón, siempre los niños pedíamos: «No prometas, júramelo». «No... no... sólo lo prometo porque no se puede jurar». Allí ya se planteaba la dialéctica. Todos sabíamos que prometer era una cosa muy poco fiable. Había que escuchar de la boca del otro: «Te lo juro por ésta», y entonces eso lo convertía en algo definitivo... o por lo menos, casi definitivo.
Y éstas son situaciones que no sólo han tenido importancia en los juegos infantiles, sino también en la historia política. John Locke, en su libro
Tratado sobre la tolerancia,
obra fundamental para propugnar la tolerancia en Europa, excluía de las normas políticas a los ateos. Admitía en su «Estado ideal» a todas las Iglesias y creencias, pero no a los ateos. ¿Por qué? Sencillo, los ateos no eran fiables cuando juraban, que era algo básico en los procesos civiles de la época. Había que jurar cargos y la aceptación de las leyes ante los tribunales, entre otras cosas; por lo tanto, un ateo no era fiable porque juraba con toda tranquilidad y luego no cumplía o podía no cumplir lo que decía.
Es como un juego. Ponemos a Dios como testigo, aun sabiendo que no vamos a cumplir o que podríamos llegar a no cumplir.
Lo mismo pasa con nuestros circunstanciales interlocutores, quienes no le dan la mínima importancia a nuestro juramento. En definitiva, todos los que participamos de esa ceremonia hemos usado el nombre de Dios.
Lo utilizamos como un testigo trascendental, aunque sepamos de antemano que no va a poder intervenir públicamente para respaldar lo que uno afirma o niega. Es una especie de ritual de sobreentendidos, por no decir malentendidos, que en algunas ocasiones, salvo milagros, podría dar lugar a situaciones curiosas.
Existe una leyenda española, la del Cristo de la Vega, de Toledo. Habla de un soldado que antes de partir hacia la guerra le prometió matrimonio a una doncella. Se lo juró frente al Cristo de la Vega, un crucifijo que existe en la ciudad. El muchacho volvió luego de unos años, sano y salvo, pero ya no estaba enamorado de esa chica. Entonces se negó a cumplir con la promesa y todo derivó en un escándalo en el que intervino un juez, quien le preguntó a la dama si tenía algún testigo del hecho. Ella contestó: «Pues sí, estaba el Cristo de la Vega». Entonces al juez no se le ocurrió nada mejor que enviar a un escribano para tomarle declaración al Cristo. Todo esto que a nosotros nos parece descabellado, la leyenda lo transforma en un hecho razonable, ya que cuando el escribano le preguntó al Cristo si juraba haber presenciado los hechos que se discutían la figura de madera, muy segura de sí misma, descolgó una de sus manos que estaban clavadas en la cruz y afirmó: «Sí, juro». Más allá de la historia piadosa que fue inventada por Zorrilla, hoy uno puede ver al Cristo de la Vega con una de sus manos desclavadas de la cruz. Podríamos decir que éste es uno de los pocos casos conocidos en los que este testimonio trascendental se cumple.
Lo que pasa es que, con el tiempo, cuando los juramentos y los «te quiero» se multiplican, muchas veces lo hacen en vano, van perdiendo fuerza, se convierten en una simple moda y pierden veracidad. Hay muchos amantes descarriados que todavía prometen el oro y el moro pero cuando llega el momento cumbre de pronunciar las dos palabras más esperadas: «Te quiero», el terror los invade. Incluso conozco a mucha gente que sin ser creyente, si se encuentran frente a una situación donde deben prestar un juramento, un incómodo escalofrío les recorre la espalda.
El jurar era una parte fundamental en los juicios que se llevaban a cabo en el mundo judío. Por lo tanto el mandamiento era muy claro en ese sentido: no había que emitir falsos juicios, porque podían perjudicar al prójimo. El juramento era el elemento clave, tomado en cuenta por los jueces en sus decisiones y servía también como forma de mantener el orden social.
Por lo tanto, los israelitas debían ser muy cuidadosos y mesurados en la utilización del nombre de Dios. Cuanto menos se manoseara la palabra, más valor tenía.
En ese sentido el rabino Isaac Sacca dice que «si uno utiliza el nombre de Dios para asuntos banales, está despreciando la palabra y el nombre de Dios, y por carácter transitivo está despreciando al mismo Dios».
En la vida cotidiana el jurar es casi un acto reflejo. Como en tantas otras cuestiones, algunos religiosos se niegan a aceptar esta costumbre. Al respecto, el rabino Sacca explica que: «El juramento excesivo no es bien visto en el judaísmo. Sí es correcto hacerlo por algo serio en el momento adecuado. En ese caso se puede y se debe utilizar, aunque siempre contemplando la extensa reglamentación que tenemos al respecto que indica las formas y las causas que permiten hacerlo».
Pero, como en otros casos, las leyes de Moisés fueron superadas por la utilización del lenguaje. Cuántas veces habremos dicho «te juro que es cierto, que vi a fulano de tal en ese lugar». Esto no implicaría nada más que el refuerzo de algún relato o una idea, y no pretende ofender a Dios. Creo también, que salvo algún troglodita nostálgico de la Inquisición—que nunca falta—, los mismos religiosos hablan hoy del tema como una simple formalidad. Porque en realidad lo que importa es lo que acompaña al juramento, la afirmación que se intenta respaldar y si existe intención de perjudicar a alguien con una mentira. El padre Ariel Busso,
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decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Argentina no cree que en estos casos haya intenciones ofensivas hacia Dios: «Cuando alguien dice "Te juro que es cierto" y se lleva los dedos en forma de cruz a la boca, la gente no quiere ofender a Dios. El problema es cuando se lo invoca en forma oficial, sabiendo de antemano que lo van a traicionar. Total, lo anotan en la cuenta de Dios, que no castiga como los hombres con la cárcel o con una pena que duela».
Lo que hoy subsiste en lo profundo de nuestra sociedad es el miedo reverencial al nombre de Dios y de Jesús, fuera de los contextos estrictamente religiosos o culturales que prescribe la Biblia. Tal como dice Luis de Sebastián en su libro
Los mandamientos del siglo XXI.
«Ha quedado en la tradición protestante, y por contagio probablemente también entre los católicos anglosajones, que se escandalizan ante el hecho de que un hombre lleve el nombre de Jesús. Pongo por testigo a Jesús Luzurraga, un compañero mío en la Universidad de Oxford a quien los ingleses no se avenían a llamarle por su nombre, porque les sonaba como una auténtica blasfemia, o al menos como un desacato a la divinidad».
En la actualidad, los tribunales seculares tienen una figura, que es la del «falso testimonio», con la que se puede acusar al que incurre en él, luego de jurar y después mentir ante un tribunal. Por lo tanto, es cierto que el juramento se ha devaluado. Pero también es verdad que su significado ha perdurado a través de los siglos y vive dentro de una de las instituciones fundamentales de la sociedad moderna: la justicia, ámbito donde nació.
Pero si bien es verdad que en la actualidad el juramento en nombre de Dios ha perdido su contundencia, no es menos cierto que en términos generales todas las palabras han perdido su valor. Sobre todo el valor de la «palabra empeñada». Me decía un amigo empresario televisivo: «Hasta no hace muchos años, te dabas la mano con tu interlocutor y el negocio estaba cerrado, sólo quedaba que los abogados se ocuparan del resto. Hoy todo ha cambiado, no hay palabra ni apretón de manos que valga, estamos en un mundo sin códigos». No quiero desalentar a mi amigo, pero en todo caso lo que han cambiado son los códigos, que siempre existen. Lo que sucede es que uno no se adapta o no quiere adaptarse a los nuevos que aparecen.
Ocurre además que la palabra oral ha perdido importancia frente a la escrita. El padre Busso es más explícito en este tema: «El problema no es el hábito de jurar, sino la pérdida de los valores. Estamos en un mundo donde las cosas que se dicen no tienen valor. Vivimos en la cultura de la falsedad y entonces es muy probable que el juramento se utilice para respaldar la mentira, que es lo habitual».