Cuando Yahvé le entregó sus leyes a Moisés en el monte Sinaí, el pueblo judío entendió que no había diferencias entre las normas religiosas y las seculares. Todo era una sola cosa. Entonces se planteaba el inconveniente de siempre: que como Dios no podía atender uno por uno a todos los hombres, otros individuos harían el trabajo por él.
Con Cristo y su Sermón de la Montaña, se produjo un cambio que se convirtió en definitivo cuando el cristianismo pasó a ser la religión oficial del Imperio romano. Entonces, se produjo una clara diferencia entre lo religioso y lo civil. De cualquier manera, las Iglesias siempre se las ingeniaron para reforzar su poder, y lograron manipular ciertas normas civiles. Por lo tanto, algunos de los mandamientos que no son más que el fruto del sentido común, con o sin Dios de por medio, pasaron al fuero civil:
«No matarás»; «No robarás»; «No levantarás falsos testimonios»; «No codiciarás los bienes ajenos».
Qué juramos cuando juramos
En los usos del lenguaje hay una serie de expresiones que reciben el nombre técnico de uso «performativo». Son aquellas que significan hacer algo, es decir, que no solamente enuncian o señalan, sino que al proferirlas se está realizando una acción. Por ejemplo, decir «sí, juro», no es solamente enunciar una frase, sino también realizar algo. El acto de jurar consiste en decir «sí, juro». Decir «te quiero» implica el acto de querer, ya que significa en forma explícita que quieres al destinatario del enunciado. De allí la exigencia del «júramelo» o «dime que me quieres», porque no se trata de frases de adorno o de explicación. Son palabras que conllevan en sí mismas la acción que se enuncia. Liga y compromete de manera automática a quien las diga.
De todas maneras, creo que no siempre es conveniente que algunas personas cumplan con lo prometido. Si bien la historia está llena de gente que no cumplió con lo que dijo que iba a hacer, desgraciadamente también está cargada de dictadores y asesinos que prometieron masacres y venganzas que hicieron realidad en nombre de una justicia pergeñada para ellos mismos.
Muchas veces, hasta el hacer valer promesas absurdas se volvió en contra de quienes las profirieron. Tal fue el caso de Jefté, uñó de los jueces de Israel, quien luego de vencer en una batalla, le prometió con ligereza a Dios que, en agradecimiento, cuando llegara al lugar donde vivía, sacrificaría a la primera persona que saliera a recibirlo. Nunca imaginó que la primera que aparecería iba a ser su hija, la única que tenía. Sin dudarlo ni un instante, la mató y la quemó sólo para cumplir con su promesa a Dios.
Queda claro que es un error pensar que lo mejor es que siempre se cumplan las promesas.
Sangre, sudor y lágrimas
Sin duda son los políticos quienes, en cualquier lugar del planeta, cargan, con mayor o menor justicia, con el sambenito de ser quienes más promesas hacen y, por contra, los más incumplidores.
Uno de los episodios más impresionantes se encuentra en los escritos de Platón cuando en la Carta VII cuenta su malhadada aventura y se le acusa de intentar convertir al tirano Dionisio en una especie de rey filósofo como él soñaba. En un momento determinado, un amigo de Platón y de Dionisio tuvo que huir porque el tirano había decidido matarlo. Platón intercedió y Dionisio le dijo que el exiliado se presentase con toda tranquilidad porque él prometía perdonarlo. Cuando el perseguido volvió fue de inmediato condenado a muerte y ejecutado. Platón, conmocionado, fue a protestarle a Dionisio: «Tú me habías prometido perdonarle», dijo. Entonces el tirano miró a Platón con frialdad a los ojos y le dijo: «Yo no te he prometido nada».
Esta es la verdad. El tirano no promete nada. Es decir, puede hacer el gesto de prometer, puede pronunciar las palabras, pero no las considera un compromiso, porque se siente por encima de todos y nadie le puede obligar a cumplir con lo que él dice.
Muchas veces somos demasiado exigentes con las promesas de los políticos. Estos personajes las utilizan para ofrecerse y venderse a los electores.
De todas formas, habría que preguntarse: ¿les toleraríamos que no nos hicieran esas promesas? ¿Realmente votaríamos a un político que confesara sin pudor sus limitaciones, o que reconociese que las dificultades son grandes y que, a corto plazo, no podría resolver los problemas, o que va a exigir grandes sacrificios a la población? ¿Cuántos hombres podrían prometer, como hizo Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial: «Sangre, sudor y lágrimas»? ¿Admitiríamos que un político nos dijese la verdad con crudeza, y nos exigiese que le aceptásemos?
Muchas veces nos quejamos de que los políticos mienten, pero de forma inconsciente les pedimos que lo hagan. Nunca los votaríamos si dijesen la verdad tal cual es, si no diesen esa impresión de omnisciencia y omnipotencia que todos sabemos que están muy lejos de poseer. De modo que aquí hay una especie de paradoja: por un lado no queremos ser engañados por los políticos, pero a la vez exigimos que lo hagan.
La mejor manera de cumplir con la palabra empeñada es no darla jamás.
Napoleón Bonaparte
El arte de hacernos creer lo que nunca se va a cumplir
Pero hay varias profesiones que le disputan a los políticos la explotación de las promesas y el acto de involucrar a Dios en sus intereses. Allí tenemos a la publicidad, que se mete con nosotros a cada paso que damos. «Si encuentra usted un detergente que lave más blanco le devolvemos su dinero.» Este tipo de promesas y otras aún más impactantes —porque esa promesa del jabón en polvo no es en realidad tan estruendosa— son constantes en la televisión, en la radio y en los periódicos.
La publicidad es una sarta permanente de promesas y juramentos al consumidor. «Esto es lo mejor»; «esto contiene los productos más naturales»; «esto es lo que a usted le producirá mayor satisfacción»; «compare con otros».
Lo curioso es que creemos a personas que nos intentan persuadir de cosas que sólo los benefician a ellos, cuando, en otros ámbitos no mostramos tanta credulidad. Confiar en un publicitario es hacerlo en alguien que está sacando beneficio de nuestra credibilidad. Éste también es un juego parecido al que desarrollamos con los políticos, pero con distintas características. Marcelo Capurro,
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publicitario y periodista, considera excesivo el uso de la imagen o el nombre de Dios en campañas publicitarias. «Sobre todo porque existe una visión impuesta por Hollywood que presenta, por ejemplo, un Cristo rubio y de ojos celestes como el de
Rey de Reyes
protagonizado por Jeffrey Hunter. Los americanos se han inventado su imagen física de Dios, que tiene más de noruego que de semita. Estoy en contra de la utilización del nombre de Dios de manera frívola, sobre todo cuando invade y ofende a los creyentes. Por otra parte, no creo que la imagen o el nombre de Dios hoy tenga un peso lo suficientemente positivo en una campaña publicitaria como para aumentar las ventas del producto promocionado.»
De cualquier manera, en nuestro lenguaje, las expresiones de juramento, promesa con el refrendo divino, son omnipresentes, quizá como resultado de atavismos de ciertas épocas del lenguaje. Después de todo, Dios siempre está allí para poder darle las gracias por lo bueno que ocurre, o maldecirle o llorarle por lo malo que nos pasa.
Muchas veces los orígenes divinos están integrados en nuestras fórmulas verbales. Por ejemplo, «ojalá» quiere decir «Alá lo quiera», y se trata de una expresión en la cual todos hacemos una profesión de fe musulmana cada vez que la utilizamos, aunque sin saberlo, ya que son expresiones que están integradas a nuestros usos lingüísticos y sociales.
Insultar a Dios
El segundo mandamiento contempla también el precepto de no blasfemar. Blasfemia significa, según el diccionario de la Real Academia: «Palabra injuriosa contra Dios, la Virgen o los santos».
Para Luis de Sebastián el respeto a esta norma debe ser más amplio, y tiene que definirse como el mandamiento de la tolerancia. «Pero lo hacemos no en virtud de dogma alguno —dice—, sino en virtud de la tolerancia necesaria en un mundo con una gran pluralidad de religiones y creencias filosóficas. Esto se debe aplicar especialmente a los católicos practicantes y a todos los fundamentalistas que están dispuestos a morir y matar por defender la unicidad, la verdad y suprema importancia de su religión. La blasfemia es una curiosidad mediterránea, porque fuera de estos pueblos católicos no debe haber sitio alguno donde se blasfeme como en España.»
La blasfemia además tiene un contenido social. Durante muchos años «cagarse en Dios» o «cagarse en la hostia», significaba hacerlo en Franco, porque estaba todo íntimamente ligado, y se transformaba en una forma de protesta contra el régimen.
En el libro
Mi último suspiro
el director de cine Luis Buñuel agrega: «El idioma español es, ciertamente, el más blasfematorio del mundo. A diferencia de otros idiomas, en los que juramentos y blasfemias son, por regla general, breves y separados, la blasfemia española asume fácilmente la forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los santos apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases escatológicas e impresionantes. La blasfemia es un arte español. En México, por ejemplo, donde sin embargo la cultura española se halla presente desde hace cuatro siglos, nunca he oído blasfemar convenientemente».
Nadie ofrece tanto como el que no piensa cumplir
En efecto, si uno no piensa dar nada, entonces, ¿por qué no prometerlo todo? Ése es el éxito de los grandes estafadores, que siempre hacen unas ofertas irresistibles porque no piensan cumplir con nada de lo que predicen. Entonces, si tú no vas a dar nada, por lo menos sé generoso en la cantidad de lo que prometes, dado que no lo serás a la hora de cumplir.
De cualquier manera, la vida cotidiana nos muestra que el juramento se desvirtúa, va bajando de calidad, al convertirse en un mero acto ritual, a veces exigido y que uno no puede evitar.
Recuerdo que, cuando era joven e ingresé en la universidad, los alumnos y los catedráticos teníamos que firmar una adhesión a los principios del Movimiento Nacional y de su caudillo, Francisco Franco. Si no lo hacías, no podías participar de la vida universitaria. Y allí íbamos y firmábamos ese papel sin mirar, y sin hacerle ningún caso, y luego te dedicabas al activismo político en contra de lo que uno acababa de asegurar que acataba. Era un ejemplo de la banalización de un juramento. Pero como ya hemos visto en el caso del desgraciado Jefté, el israelita que sacrificó a su hija, en la vida universitaria de aquellos tiempos lo correcto era no cumplir con lo que se juraba.
Lo curioso es que estamos en un mundo que se basa en buena medida en el crédito, que significa dar por bueno un juramento, una promesa. Por ejemplo, el dinero, las tarjetas de crédito, los cheques, incluso el propio patrón de conversión de las divisas de cada país, todo se basa en el crédito. Uno cree que hay algo que respalda el billete que tiene en el bolsillo; uno cree que la tarjeta será respaldada por su banco y el banco cree que el individuo la pagará; uno cree que el cheque que recibió tiene fondos. Estamos dándonos créditos unos a otros. Llama la atención que sea en el mundo del crédito donde el juramento y la promesa se hayan trivializado.
Promesas, juramentos. Hay leyes civiles que se crean para reforzar lo que se ha prometido en un documento público. Hay también legislación religiosa que castiga al que jura en vano. Sin embargo, al que sufre un fraude y es engañado, le da igual saber si el que le hizo daño será castigado por la justicia de Dios o por la justicia humana. Lo único que querrá saber es en qué se verá afectado el que lo perjudicó y si podrá recuperar algo de lo que perdió.
«No tomarás el nombre de Dios en vano.» ¿Qué implica entonces esto? Más allá de cuestiones religiosas quiere decir que no se debe utilizar a Dios. Que no se deben utilizar las grandes palabras para abusar de la confianza de tus semejantes. No debes invocar en nombre de lo trascendente, de la divinidad, de los grandes valores, de las libertades, de los objetivos públicos de la sociedad, para abusar de la confianza de tus semejantes, para engañarlos, para someterlos a tu capricho o a tu deseo. Lo valioso no debe ser utilizado para la mentira y el fraude, porque produce un ambiente de banalidad que termina quitando el peso y valor a lo que debería ser más estimable.
El escritor tiene una discusión laboral con Dios
«Santificar las fiestas»... pues muchas gracias. ¡Por fin un mandamiento en el que se nos ordena algo agradable! Es el único caso de tu lista de prohibiciones en la que se recomienda algo divertido: un día de descanso, de fiesta y de satisfacción.
De cualquier manera, tampoco es tanto, es sólo un beneficio sobre diez obligaciones. Pero, la verdad, es mejor esto a no tener ninguno. No... no creas que nosotros no te lo agradecemos. Quizá no tanto como tú quisieras, pero reconoce que siempre eres un poco exagerado, ya sea para ordenarnos como para pedir agradecimientos.
Sí... también sé que siempre generamos la discordia y no nos ponemos de acuerdo acerca de cuál es el día que propusiste para el descanso. Los musulmanes consideran el viernes, los judíos insisten con el sábado y los cristianos prefieren el domingo. Supongo que además habrá otras religiones que tendrán sus propios días, que no son ni viernes, ni sábado ni domingo.
Pero debes reconocer que es muy difícil cumplir este mandato porque, en definitiva, mientras hay alguien descansando otros tienen que trabajar. Además, en este mundo sucedió algo que ni tú ni Moisés imaginasteis en su momento, y es que a muchos hombres les iba a ser imposible tener un día de descanso, porque lo que no tendrían sería trabajo. Entonces, ¿descansar de qué?
El problema de millones de seres humanos en continentes enteros es que están en el paro. Son desocupados y ni se les ocurre pensar en los beneficios del tercer mandamiento porque lo que más anhelan es tener algo que hacer. Querrían poder cansarse trabajando, obtener beneficios para luego poder disfrutarlos. Descansan a la fuerza y, aunque no lo parezca, se trata de una situación que no es nada placentera. Así pues, muchísima gente ha cambiado su relación con el trabajo y con el ocio. Aunque, entre tú y yo, podrías haber sido más amable y haber puesto en la semana seis días de descanso y sólo uno para ganar el pan con el sudor de nuestra frente. De esta manera se habría repartido más el trabajo y es probable que todo el mundo tuviese ocupación. Sí, ya sé que no eres una agencia de empleo. Comprendo que estabas iniciando el mundo y no podías tener todo en la cabeza, con lo que algunas cosas se te pasaron. Pero si tú no has podido con todo, ¡imagina lo difícil que es para nosotros, que sólo somos seres de carne y hueso!