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Authors: Alberto Méndez

Tags: #novela histórica

Los Girasoles Ciegos (2 page)

BOOK: Los Girasoles Ciegos
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Al ver a Alegría, preguntó:

—Y éste ¿qué hace aquí?

—Es un desertor —dijo uno de los soldados.

—Soy un rendido —corrigió Alegría.

—Pégale un tiro —sugirió lacónicamente el herido.

—Mañana o pasado Segismundo Casado va a rendirse —explicó Alegría.

—Ya. Y por eso te has rendido. No me jodas.

La camioneta se detuvo ante el Hospital General de Cuatro Caminos. Dos soldados, esta vez con uniforme reglamentario, ayudaron a descender al herido y uno de ellos, al ver de cerca el uniforme de Alegría, preguntó:

—¿Y ése?

—Es un desertor. Silencio.

Nadie le hizo caso. Los gestos de dolor, el hombro herido, la oscuridad y el ruido de la camioneta impidieron otras aclaraciones. Destartaladamente se pusieron en marcha y destartaladamente recorrieron el camino hasta la Capitanía General. Madrid estaba apagada, pero no vacía. Aunque eran más de las tres de la madrugada había mucha gente en las aceras. A medida que se fueron acercando al centro, el número de transeúntes aumentaba y en la Puerta del Sol un ir y venir de soldados y civiles —casi en silencio— confería a la plaza un aspecto de hormiguero.

Embocaron la Calle Mayor y no se detuvieron hasta llegar al interior de la Capitanía General. Allí todos los hombres estaban uniformados, saludaban militarmente a sus superiores y la graduación de cada uno de ellos estaba significada en los galones y en las estrellas reglamentarias. Estar otra vez entre militares profesionales tranquilizó al capitán Alegría porque con ellos sabía cómo comportarse, entendía sus gestos y sus claves. El ejército, fuera del bando que fuera, era para él lo mismo que el mapa para el viajero: todos ocupaban su lugar en el espacio y estaban definidas todas las distancias.

Aquel patio debió de parecerle un claustro desdicho por una actividad febril y un ajetreo impropio del lugar. Uno de los soldados de su escolta se acercó a un comandante y hablaron del prisionero sin que Alegría pudiera oír lo que decían. Nadie le vigilaba, nadie advertía la disonancia de su uniforme a pesar de que allí dentro había luz suficiente para alumbrar tanta actividad. No estaba atado, ni observado, ni temido, ni odiado. Era verdad, Casado iba a rendirse. En otra camioneta, algo más aseada que la suya, iban depositando sin orden ni concierto un sinfín de legajos, carpetas, archivos y documentos sin enlegajar que los soldados estibadores recalcaban para aprovechar al máximo la capacidad del vehículo. Otros documentos se utilizaban para alimentar una hoguera que crepitaba en el centro del patio donde, discriminadamente, iban arrojando los papeles que unos civiles seleccionaban.

Permaneció bastante tiempo en posición de descanso observando aquella actividad febril de soldados y oficiales que ignoraban su presencia hasta que dos números armados le ordenaron que les acompañara.

Descendieron a un sótano que olía a letrina y le encerraron en un calabozo muy espacioso donde había ya una persona recluida. Hasta que se acostumbró a la penumbra no pudo ver que se trataba de un militar republicano con galones de cabo primero. Era un hombre enteco, que Alegría calificó inmediatamente de desaliñado. A despecho de su superior graduación, le observaba con descaro, pero, como no corrían tiempos para disciplinas, se limitó a decir «buenos días» de la forma menos militar posible.

Estaba amaneciendo.

¿Qué es un vencido por el vencido?

Gracias a su testimonio, sabemos que aquel compañero de celda se limitó a pedirle desabridamente un poco de picadura para liar un pitillo y mostrar una indiferencia grosera cuando supo que el recién llegado no fumaba.

El capitán Alegría fue a acurrucarse lo más lejos posible de su compañero de celda y se dejó caer en un lugar sombrío de aquel sótano donde no llegara la luz que se insinuaba ya por las troneras. Suponemos que el orden de los hechos tenía algo que ver con las previsiones del rendido, pero algo innoble estaba desvirtuando su valor real, algo deformaba los acontecimientos y reducía su rendición, que él había concebido llena de sutilezas y matices morales, a lo más mezquino de su gesto.

Presuponer lo que piensa el protagonista de nuestra historia es sólo una forma de explicar los hechos que nos consta que ocurrieron. Sabemos que Alegría estudió Derecho, primero en Madrid y luego en Salamanca. Sabemos por familiares suyos que recibió una educación de hacendado rural en Huérmeces, provincia de Burgos, donde nació en 1912, en el seno de una familia de nobleza foramontana, y se crió en un caserón con dos arcos de piedra y un escudo que diferenciaba a los suyos de los atarantapayos que hicieron su fortuna a costa de las hambrunas del sur cuando el ganado, la vid, la mies y los olivos se dejaron vencer por el carbunco, la filoxera, el gorgojo, el oídio y otros cenizos.

Fue un estudiante sin brillo pero tenaz y Jiménez de Asúa le enseñó que la Ley no tiene nada que ver con la Naturaleza, que el legislador debe tomar partido, porque ésa es la única forma de ser igualitarios. Al poderoso le basta con el poder.

Pero después, ya en Salamanca, aprendió que la Ley está por encima de las leyes y esa Ley no elige nada. Le hablaron incluso de un derecho sacrosanto. Desde que apareciera el primer bozo, mantuvo una relación formal y grave con Inés Hoyuelos, hija única de unos abaceros acomodados, que ha contribuido generosamente a que podamos reconstruir esta historia.

Nos consta que se unió al ejército sublevado en 1936 porque así defendía lo que había sido siempre suyo. Para él fue una guerra sin batallas, sin gestas ni enemigos, dedicada sólo a las arrobas de trigo, a los cuarterones de tabaco, a las prendas de vestir, al recuento de los tahalíes, al estado de los correajes, a la administración de los proyectiles, de las mantas, del calzado y de la ropa interior de los soldados. Su guerra fue estibar, distribuir, ordenar, repartir y administrar todo lo preciso para que otros mataran, murieran y vencieran a un enemigo al que nunca vio de cerca aunque estaba siempre allí, como un paisaje, cada vez más estático, cada vez más petrificado.

El último parte de Intendencia que, como era preceptivo, tuvo que redactar la noche en que se rindió al enemigo, nos da la clave del estado de ánimo en el que se hallaba al cabo de tres años de guerra:
«Hecho el recuento de existencias, todo cuadra cabalmente con los estadillos adjuntos,
todo menos el oficial que esto firma, que se considera a sí mismo un círculo cuadrado, un espíritu metálico, que, abominando de nuestro enemigo, no quiere sentirse responsable de su derrota. Firmado Carlos Alegría, Capitán de Intendencia...».

Pasó más de una hora antes de que una agitación de motores rompiera el silencio.

—Se han rendido. ¿A que sí? —preguntó el cabo primero.

Fuera había un silencio opaco que envolvía los ecos de una actividad febril pero callada y triste. Estaban abandonando la Capitanía General. Nadie daba órdenes, todos sabían lo que tenían que hacer: huir lo antes posible. La agitación silenciosa fue poco a poco desvaneciéndose como se había desvanecido su proyecto y a las diez de la mañana —pudo comprobarlo en el Roskof que fuera de su abuelo— todo se había disuelto en una quietud de residuos y de olvidos. Supo que estaban solos. El hombre enteco y él eran los únicos habitantes de la Capitanía General.

Franco estaba adueñándose de Madrid. Una o dos horas después, los nuevos ocupantes llegaron a la Capitanía General y se desplegaron ordenada y ruidosamente tomando posesión de cada despacho, de cada pasillo, de cada corredor de piedra. El templo del mando ya era suyo.

Había marcialidad en aquellos pasos, ritmo de poder y de obediencia, sumisión y jerarquía. El capitán Alegría identificó aquel ir y venir como algo familiar, la voz de lo propio. Pero esta sensación no le aportó ningún consuelo. Al contrario. Era como regresar a un mundo al que no quería pertenecer, del que había huido: era como empezar de nuevo.

Ruidos de puertas, cerrojos, aldabas y otras urgencias sacaron al capitán Alegría del reducto de su memoria. La puerta de aquel sótano se abrió y un oficial escoltado por tres soldados se sorprendió al comprobar que aún quedaba alguien en aquel edificio abandonado.

—¿Y vosotros? ¿Qué estáis haciendo aquí?

Esta pregunta la presuponemos, porque nuestro testigo, el enteco cabo primero, debió de obviar en su relato cierta sumisión («yo, al cabo de tanta guerra, ya no iba ni con unos ni con otros», nos dijo) pero sí recordaba la insistencia de nuestro protagonista en su cualidad de rendido.

—¿A quién se ha rendido, capitán?

—Al ejército republicano.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, mi coronel.

El coronel se volvió hacia sus escoltas para verificar que era cierto lo que acababa de oír. Los escoltas no movieron ni una ceja. Las situaciones insólitas, en el ejército, debe resolverlas el mando.

Le pidió la cartilla militar, que ojeó con cierta incredulidad buscando una explicación reflejada en aquel documento que, al fin y al cabo, sólo consignaba su nombre, graduación y su breve historial en el ejército. Se la guardó en el bolsillo de la pechera y, más estupefacto que agresivo, preguntó:

—¿De verdad se ha rendido esta mañana?

—Sí, mi coronel, me he rendido esta mañana.

—Tú eres un imbécil y un traidor. Serás juzgado por esto.

Y volvieron a cerrar la puerta dejando a los presos donde estaban. El cabo primero no se atrevió a levantar la vista del suelo. Estar preso podía ser, y así fue, su salvación.

Hubo silencios desparramados en un tiempo lento pero breve, porque empezaron a llegar prisioneros a aquel sótano con la cadencia con la que mana el agua en los manantiales.

El capitán Alegría fue inventariando aquel acopio de derrotados a medida que los acarreaban al sótano de la Capitanía General hasta que reconoció a uno de los prisioneros: era el hombre que le había acompañado aquella madrugada desde la Dehesa de la Villa hasta el Hospital General de Cuatro Caminos. Su hombro vendado, del que pendía un brazo inerte, y un gesto de dolor desesperado eran lo único familiar en aquel redil de sombras. Alegría buscó su proximidad y le preguntó si le dolía. Nada más formular la pregunta es probable que sintiera un pudor adolescente: un hombro destrozado y una derrota siempre duelen.

—¿Puedo ayudarte?

—¡Coño! ¡El rendido!

Aquella frase espontánea reconociendo su situación real debió de producirle cierta satisfacción, porque, según nos ha contado el herido, que sobrevivió gracias a que le estaban amputando el brazo el mismo día en que iban a condenarle a muerte, se limitó a decir «gracias» y se dio media vuelta buscando el vacío. Por fin era lo que había decidido ser: su propio enemigo.

Un aluvión de presos infestó aquel sótano y fueron incorporándose asombros nuevos, miedos diversos, resignaciones diferentes. Cuando, al cabo de tres días, el aire se hizo irrespirable, comenzaron a trasladar presos. Del periplo de Alegría desde aquel sótano al pelotón de fusilamiento tenemos sólo datos imprecisos.

Los documentos que fueron generando los guardianes del laberinto y las pocas cartas que escribió son los únicos hechos ciertos, lo demás es la verdad. Pudo contarlo, porque tuvo oportunidad de hacerlo, pero prefirió guardar silencio porque estaba saldando su deuda con los usureros de la guerra.

Sabemos que fue trasladado a unos hangares del aeródromo de Barajas, donde el ejército vencedor y su justicia fueron agrupando a los militares de graduación para someterles a juicios sumarísimos que acabaron, sin excepción, en condenas a muerte.

Durante el periodo de su reclusión en el aeródromo de Barajas, los militares fieles a la República debieron de ignorarle e incluso evitarle, dado que en otra carta que escribe a su novia Inés, que llegó sólo tres meses más tarde por razones incomprensibles, describe crípticamente su situación como la de «una mónada de Leibniz». No le hablaron, desconfiaron de Alegría como se desconfía de un enemigo, orillándole en aquellos momentos en que todos pensaban más en lo que abandonaban que en lo que les esperaba. Todo había tenido lugar con tal vértigo, se había precipitado de tal manera que la vida del capitán Alegría se desvaneció en sentimientos crepusculares, en soledades hostiles, en miedos irreverentes. No se atrevió a rezar para no llamar la atención de Dios y de su ira.

Estuvo en el desabrido hangar de Barajas desde el día cuatro al ocho de abril, debilitándose, ajándose como un odre seco, desparramando su eterna compostura en cada vómito, en cada desmayo, en cada tiritona, en cada retortijón del hambre. Un grupo de falangistas tomó la filiación a cada uno de los presos, que, en posición de firmes, recibieron ultrajes, golpes y humillaciones antes de ser despojados de los distintivos del grado militar en sus uniformes, de su documentación y de todos sus objetos personales. El coronel Luzón —no constan más datos en su filiación— se negó a entregar las estrellas de su grado porque las había conseguido merecidamente en el campo de batalla, y un pistoletazo le arrancó de cuajo el rango, las estrellas y la vida.
Intento de fuga,
reza escuetamente el registro de su muerte.

Pero el día ocho fue cuando, por fin, llegó el momento que el capitán Alegría tanto había esperado. A media mañana, cuando la luz del día convertía aquel hangar en una jaula de nostalgias rezadas en voz baja, en el silencio imposible de centenares de hombres hacinados, se oyeron los primeros nombres.

Éste es el documento más real que tenemos de lo realmente ocurrido, la única verdad que refrenda nuestra historia, que, probablemente, tuvo bastante semejanza con lo que estamos contando. De no haber temido que nuestra narración fuera malinterpretada, nos habríamos limitado a transcribir el acta del juicio donde se condenó a Carlos Alegría a morir fusilado por traidor y criminal de lesa patria.

Voluntariamente omitimos la primera parte del acta del juicio sumarísimo, atenido al Código Militar aplicable en periodo de guerra, en la que se toma filiación al capitán Alegría, se le degrada, se le expulsa del ejército y es calificado, a todos los efectos, de traidor militar en tiempos de guerra.

Tras varias consideraciones en las que no se habla de su hoja de servicios sino de algunas actitudes significativas que se desprenden de informaciones recabadas de sus mandos directos, el acta reza así:

«Preguntado por la fecha en que decide pasarse a las líneas enemigas traicionando al Glorioso Ejército Nacional, contesta: la madrugada del día uno de abril del presente año de la Victoria.

»Preguntado por las razones que le movieron a tal acto de traición a la Patria contesta: que lo hizo porque los tenientes coroneles Telia y Barran tomaron en noviembre de 1937 las poblaciones de Villaverde y ambos Carabancheles de Madrid. Que lo hizo porque las fuerzas de Asensio y Castejón tomaron la Casa de Campo de Madrid defendida por la primera y oncena Brigadas Internacionales que se limitaron a retroceder hasta las orillas del río Manzanares.

»Preguntado si el degradado Carlos Alegría consideraba que los avances descritos eran razón suficiente para traicionar al Glorioso Ejército Nacional contesta: que lo hizo también porque el General Varela ordena a Asensio sobrepasar con sus tanques el río Manzanares, cosa que consigue el día 15 de noviembre de 1937, el mismo día en que Barrón se apodera del Hospital Militar de Carabanchel Bajo.

»Que lo hizo porque el Gobierno del Frente Popular abandona ese día Madrid dado que lo considera tomado y encarece su defensa al General Miaja que sólo cuenta con un ejército compuesto fundamentalmente por las Brigadas Internacionales mandadas por el inexperto General Cléber.

»Que lo hizo porque Asensio Cabanilles tomó el mismo día 15 la Ciudad Universitaria de Madrid al mando de una compañía de las Tropas Regulares de Tetuán, que llegaron hasta el Parque de la Moncha y el propio General Asensio Cabanilles tomó el edificio en construcción del Hospital Clínico de Madrid.

»El declarante es mandado callar y lo hace.

»Preguntado por las razones de su conocimiento de los hechos referidos, el procesado responde que porque de él dependía la Intendencia para el Frente Sur y Suroeste, bajo las órdenes directas del General Várela. Y que por eso sabe que en noviembre de 1937 el coronel Ríos Capapé y Mohamed el Mizzian llegaron hasta la parte alta de la calle Ferraz, en el centro de Madrid, donde sólo encontraron una resistencia de francotiradores en retirada.

»El declarante es mandado callar y lo hace.

»Preguntado acerca de si son las gloriosas gestas del Ejército Nacional la razón para traicionar a la Patria, responde: que no, que la verdadera razón es que no quisimos entonces ganar la guerra al Frente Popular.

»Preguntado que si no queríamos ganar la Gloriosa Cruzada, qué es lo que queríamos, el procesado responde: queríamos matarlos.»

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