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Authors: Alberto Méndez

Tags: #novela histórica

Los Girasoles Ciegos (6 page)

BOOK: Los Girasoles Ciegos
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TERCERA DERROTA: 1941 o El idioma de los muertos

Con la turbación con que se pronuncia un sortilegio, Juan Senra, profesor de chelo, dijo sí y, sin saberlo, salvó momentáneamente su vida.

—¿De verdad le conoció? —preguntó el coronel Eymar, sacudiendo su somnolencia e iniciando un gesto de aproximación al acusado, algo parecido al interés de un entomólogo que se fija en algo diminuto que se mueve.

—Sí.

—¡Sí, mi coronel! —tronó atiplado su coronel.

—Sí, mi coronel.

Juan Senra llevaba en pie desde el alba, vestido con un mono azul y un jersey raído que dejaba entrar el frío y manar el miedo. Su extremada delgadez, la nuez que saltaba asustada cada vez que tragaba saliva y un abatimiento que enarcaba sus espaldas hasta hacer de él algo convexo, le habían convertido en una cicatriz de hombre incapaz ya de fijar la mirada sin sentir náuseas.

—¿Dónde?

—En la cárcel de Porlier.

El coronel Eymar era diminuto. Sus manos asomaban por las bocamangas lo justo para tener siempre un cigarrillo encendido en la punta de sus dedos índice y anular que terminaban en unas uñas color ambarino sucio, como soasadas por el calor del tabaco. Un pescuezo enjuto de ave de mal agüero sobresalía por el alzacuellos que coronaba su guerrera demasiado grande, demasiado raída para pertenecer a un guerrero. Sin embargo, como contraste viril a tanta decrepitud, un bigote fino y horizontal, perfectamente paralelo al suelo le dotaba si no de fiereza, de cierta incapacidad para la sonrisa. Además, medallas, una panoplia de medallas que más acorazaban su pecho que lo honraban.

—En la cárcel de Porlier, ¡mi coronel! —ordenó tajante.

—En la cárcel de Porlier, mi coronel.

—¿Cuándo?

—Le trasladaron de la checa de Chamberí en mayo de 1938. Mi coronel.

Aunque el tribunal lo componían tres militares, el capitán Martínez y el alférez Rioboo dejaron de hacer preguntas y se relegaron en los respaldos de sus sillas otorgando con este gesto todo el protagonismo a su superior jerárquico.

Junto al acusado, que sólo el rigor del miedo lograba mantener enhiesto, el teniente Alonso, que ejercía cansinamente de secretario del tribunal, distraído por las respuestas del reo, interrumpió momentáneamente sus abigarrados dibujos de banderas superpuestas unas sobre otras creando un campo infinito de estandartes drapeados como si jamás hubiera existido el viento. Estaba sentado en un pupitre escolar y, quizá debido al mueble, mantenía una postura de alumno aplicado. Miró al coronel Eymar y, al no encontrar su mirada, inmediatamente se entregó de nuevo a la densa labor de sombrear la moharra que coronaba la pica de la última bandera dibujada. Era albino y grueso, cualidades éstas que suelen ser contradictorias pero que en este caso coincidían para dar al teniente Alonso cierto aspecto de muñeco de nieve.

—Y usted se llama...

Juan Senra dijo su nombre, calló su graduación y explicó que había pertenecido al cuerpo de enfermeros del servicio de prisiones. No era toda la verdad, pero no mentía. «En 1936 yo estudiaba en el conservatorio y tercero de Medicina y por eso me adjudicaron esté servicio. Mi coronel.»

Pero su coronel no le estaba prestando demasiada atención porque buscaba en la lista que tenía ante sus ojos el nombre del acusado. No estaba ganando tiempo, no lo necesitaba, pero quería saber algo más de ese vencido al que iba a condenar a muerte y había conocido a su hijo. Juan Senra Sama, masón, organizador del presidio popular, comunista, soltero y criminal de guerra. Nacido en Miraflores de la Sierra, Madrid, en 1906. Hijo de Ricardo Senra, masón, y de Servanda Sama, fallecida.

—¿Y habló con él?

—Sí, en varias ocasiones. La última el día en que fue fusilado.

—¡Mi coronel! —insistió el coronel a pesar de su zozobra.

—En varias ocasiones, mi coronel.

Y. entonces el pensamiento turbio de Eymar cristalizó aristado y punzante como los añicos de la loza trizada. Todas las mañanas, cuando su mujer, Violeta, le ayudaba a calzarse el tabardo desvaído sobre sus desvaídas espaldas, le repetía «Acuérdate de Miguelito». Mientras su asistente le trasladaba en el sidecar hasta el tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo que presidía, pensaba en Miguelito. ¿Cómo iba a olvidar a Miguelito? El héroe de su estirpe que había muerto sólo para ser vengado.

El hábito de acortar los trámites procesales le impedía detenerse en sutilezas, porque la justicia militar se resuelve sin colores y, quizá por eso, se sonrojó cuando informó al reo de que Miguel Eymar era su hijo.

—¿Y de qué habló?

—De usted, mi coronel.

—¡De usía, mi coronel! —corrigió agriamente el militar desvencijado para dejar bien sentado que era juez antes que padre.

—De usía, mi coronel —repitió mansamente Senra.

El tiempo se detuvo unos instantes. Los tres miembros del tribunal permanecieron inmóviles, presos en un fogonazo de silencio y quietud que sólo desdecía un tenue temblor en la barbilla de Eymar. La nuez de Juan subiendo y bajando cada vez que buscaba saliva para aliviar la sequedad de su boca era lo único que se movía en aquella sala.

—¿Y de la patria habló? ¿Habló de España? —preguntó sólo para disimular la ansiedad que trepaba por su garganta atiplando aquella voz autoritaria con los balbuceos que preceden al llanto.

Senra sintió cierto miedo al introducir algo de verdad en sus respuestas, como si el contraste pudiera delatarle, pero admitió que de España no, mi coronel. Y el tiempo recuperó su curso: el secretario albino volvió a dibujar banderas y los miembros del tribunal se miraron cómplices apoyados los tres en los respaldos de sus sillas concediéndose unos instantes para reflexionar. Habían interrogado y condenado a muerte a cientos de enemigos de la patria y a todos ellos se les había preguntado en algún momento si habían conocido a Miguel Eymar. La respuesta siempre había sido la misma y ahora, de repente, no sabían qué hacer con la contestación de Juan Senra.

El alférez Rioboo, meritorio de más altos designios, atajó con un oye tú, rojo de mierda, ¿quieres explicarte o te mandamos a la Almudena ahora mismo? Para terminar con una mirada sumisa al coronel buscando una aprobación que obtuvo emboscada en un silencio autoritario y perplejo.

El secretario inane ya no dibujaba banderas pero mantenía la mirada sobre los papeles que tenía en el tablero inclinado de su pupitre. Juan Senra también necesitaba tiempo para reconstruir un recuerdo sin memoria porque ni la debilidad ni el pánico conseguían que olvidase la verdadera historia de Miguel Eymar.

Una fotografía del general Franco con gorro cuartelero colgaba, sonriente y fiera, de la pared del fondo junto a un crucifijo de madera. Aquella sala vacía, antes aula escolar a juzgar por el enorme encerado que cubría la pared del fondo, recogía el sonido de una actividad enérgica en el exterior que se traducía en el eco incesante de portazos, órdenes tajantes y pasos apresurados. Pero allí dentro prevalecía el silencio. Los tres soldados de custodia permanecían como estatuas al fondo del aula, no como estatuas guerreras sino con la inmovilidad de la fatiga, sin épica.

Juan recordó demasiadas cosas al mismo tiempo y sintió demasiados miedos para seguir enhiesto. Apoyó una mano sobre el pupitre del secretario que estaba a su derecha, tratando de no dejarse llevar por el vértigo, pero un manotazo inmisericorde del ilustrador de estandartes le hizo perder el equilibrio y caer de costado sobre el cuaderno. Recibió otro golpe, esta vez en la espalda, mientras el albino le gritaba que tú firmes, hijo de puta. Podía haberlo hecho más rápidamente, pero se incorporó con una premiosidad dolorosa. Sí, señor, acertó a decir. Se dejó caer con la suavidad de los párpados del bebedor de éter y quedó tendido en el suelo, enrollado sobre sí mismo como un bejuco.

Hacía mucho frío.

En parte el hambre, en parte el dolor, en parte el miedo, en parte su condición de vencido, mantuvieron a Juan Senra en un estado de semiinconsciencia en el que penetraban los movimientos, pero no las palabras. Dos hombres le arrastraban por los pies hasta un lugar húmedo y oscuro donde había otras personas inmóviles. La puerta se cerró con estruendo y, antes de perder completamente el sentido, alguien le pasó un brazo por la espalda, le levantó suavemente y le preguntó Juan, ¿qué te han hecho? Se sintió protegido cuando oyó que le llamaban por su nombre y se dejó rodar por la inconsciencia.

Cuando le trasladaron al anochecer junto con una reata de presos a la cárcel, no supo bien por qué todos fueron enviados a la cuarta galería y él, sin embargo, a la segunda. La cárcel tenía una jerarquía perfectamente establecida: en la segunda galería esperaban los que iban a ser condenados a muerte, en la cuarta contaban los minutos quienes ya habían sido condenados. De los casi trescientos hombres que se hacinaban en el corredor habilitado como celda colectiva, más de la mitad le rodearon al verle entrar acosándole con preguntas que pretendían explicar lo inexplicable. ¿Te han absuelto? ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo te has librado? ¿Qué te han hecho...? Tenía que haber una razón muy poderosa para regresar a la segunda galería.

—No sé, me he desmayado y me han traído aquí otra vez.

—¿Te han torturado?

—No, ha sido el miedo, me imagino.

Si hubiera tenido aliento suficiente, habría tratado de explicar lo sucedido, pero no superó el pudor y guardó silencio. Cuando algo es inexplicable, aventurar una razón plausible es lo mismo que mentir porque los que necesitan administrar verdades suelen llamar a la confusión mentira. Por eso guardó silencio, para que Eduardo López pudiera clasificar los hechos sin tener que comprenderlos.

Eduardo López era miembro del buró político del Partido Comunista y su trabajo como organizador de la resistencia de Madrid le había granjeado cierta popularidad durante los últimos meses de la guerra. Fue hecho prisionero en el frente Sur y no tenía la menor duda de cuál era su destino. Pese a ello, trataba denodadamente de organizar la vida entre los presos, de distribuir las tareas de asistencia a los más desesperados y, sobre todo, de dar una razón política a sus sufrimientos.

Para ello, mantenía cierta disciplina en las conversaciones colectivas que él mismo propiciaba, exigía a los más formados que dieran charlas sobre temas que pudieran entretener a los prisioneros y utilizaba como lenitivo de tanta desesperación la idea de que estaban allí por defender algo justo. A nadie le servía de consuelo, pero todos agradecían que hubiera alguien que quisiera mantener vivas aquellas almas muertas.

Como él dio por buenas sus respuestas, aquellos hombres pálidos, demacrados, ateridos de frío, dieron su curiosidad por satisfecha. El miedo explica casi todo.

Juan Senra fue a acurrucarse junto a sus compañeros conservando la escudilla de aluminio contra su pecho. Era la señal de que todavía comería otra vez y eso era algo muy parecido a estar vivo. El dolor del golpe que le propinó el albino se desvanecía entre un sinfín de dolores y, además, la memoria le acuciaba con otras penas tan estériles como la melancolía.

Había escrito a su hermano para decirle adiós sin despedirse y lamentaba haberlo hecho. Tenía muchas cosas que decirle y, sin embargo, se había limitado a enumerar recuerdos compartidos como si la complicidad estuviera sólo en la memoria. Ahora que había comparecido ante aquella parodia de tribunal, ahora que había visto la boca del infierno, supo que fue un error no hablar de los afectos.

Añoró a su hermano adolescente, ajeno a todo, capacitado ya para observar todos los horrores e inepto aún para incorporarlos a su vida.

El silencio se impuso sobre el silencio y todas las conversaciones se diluyeron en una oscuridad llena de resonancias distantes. Hasta el alba no volvería a haber vida y la vida iniciaba siendo heraldo de la muerte. Sabían que a las cinco de la mañana comenzarían a oírse nombres y apellidos en el patio y que los nombrados subirían a unos camiones para ir al cementerio de la Almudena de donde nunca volverían. Pero esos nombres eran sólo para los de la cuarta galería, a ellos, los de la segunda, les quedaba un trámite: pasar ante el coronel Eymar para ser irremisiblemente condenados, lo cual significaba tiempo y el tiempo sólo transcurre para los que están vivos.

Sabían por el alférez capellán que no todos los condenados a muerte eran ya fusilados. Intervenciones de familiares, recomendaciones especiales, gestos arbitrarios de gracia, iban reduciendo el número de ejecutados a medida que pasaban los meses. Se sabía de muchos que iban de la cuarta galería a la Prisión de Dueso, o a Ocaña o a Burgos. Por eso sólo pensaban en que pasara el tiempo, que discurriera todo lo lenta y brutalmente que quisiera, pero que hubiera una semana más, un día más, incluso una hora más. Seguramente ésa era la razón por la que todos intentaban pasar desapercibidos, desleídos en el gris sucio de las paredes de la celda colectiva.

Los primeros meses, cuando todavía el frío estaba fuera de sus huesos, había siempre alguien que, encaramado a los barrotes de la ventana que daba al patio, gritaba ¡Viva la República! cuando los de la cuarta, al amanecer, iban subiendo a los camiones. Adiós, compañero, adiós, amigo. Te vengaremos. Sin embargo, poco a poco, esos gestos se fueron apagando, se hicieron oscuros como se fue oscureciendo el alba.

Al día siguiente Juan Senra no fue llamado a juicio. Fueron otros y ninguno regresó. Juan comió dos veces más aquel sopicaldo templado y ayudó a despiojar a un muchacho imberbe que se estaba llenando de pústulas la cabeza a fuerza de rascarse. Como sigas así te vas a quedar calvo, le dijo. El muchacho adujo algo sobre la calavera que Juan Senra no entendió, pero sonrió como si le hubiera hecho gracia. Alguien le dijo que el cabo Sánchez tenía una lendrera y se aplicó con esmero a rastrillar las liendres del muchacho, que, en agradecimiento, le enseñó la foto de su novia.

—Está buena, ¿eh? Es segoviana, pero vino a servir a Madrid y ya ves... —E hizo un gesto procaz y tierno al mismo tiempo.

No pudieron continuar la conversación porque alguien reclamó su presencia junto a la verja de entrada. Un cabo primero envejecido por el miedo y desdentado por el hambre le devolvía un sobre abierto con una dirección escrita a lápiz. Era la carta que Juan había escrito a su hermano antes de comparecer ante el coronel Eymar. Ahora se la devolvían abierta y tachada.

—Esta carta no se puede enviar. Tienes suerte si todavía puedes escribir otra.

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