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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (10 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—No pensaba en ti. Tú…

—¿Sabe por qué no pensaba en mí? No porque sea decente, sino porque ya me considera vieja para gustar a nadie, y porque estoy un poco enferma.

Miró a su marido, sonriente.

—Sin embargo, sabes de sobra que a Cayetano le haría mucha gracia…

En fin, que le gustaría deshonrarte… Si yo no fuera como soy… ¿Conoce usted al padre Ossorio, don Carlos?

—Apenas he llegado. Para ser el primer día, ya conozco a mucha gente.

—El padre Ossorio es un hombre extraordinario.

—Un chiflado —intervino Aldán.

—Calla, hereje. Sabes de sobra que es un santo. ¡Cuando usted le oiga, don Carlos! ¡Si viera usted qué bonita es la religión explicada por él! Es el director espiritual de un grupo de señoras y chicas con las que Cayetano no se atreve. Gracias a él… En fin: Aldán puede explicarle. Su hermana Inés es una de las nuestras.

—También yo puedo explicarle —dijo, con voz grave, Baldomero—. Es un fraile que no me gusta. Estuvo en el extranjero y entiende la religión a su modo. Para mí, un hereje. Todo lo que sea entender la religión de otro modo que nosotros es herejía.

—¡Qué sabrás tú!

Discutieron, marido y mujer, sobre el padre Ossorio, con intervenciones breves, burlonas, de Aldán. Carlos escuchaba y peleaba contra el sueño. No conseguía interesarse por la conversación. Aldán advirtió sus bostezos, propuso dejar la disputa para otro día. Momentos antes, Carlos había intentado descubrir, por debajo de las palabras y del rumor de la lluvia, el de las olas, cada vez más fuerte. Cuando salieron, de la ría venía un viento furioso, ruidoso, que envolvía al pueblo en un rumor más alto que el de las remachadoras. Las olas golpeaban el parapeto, y su espuma saltaba a las losas de la calle. Pasaron junto a un hombre, que, indiferente al viento y a la lluvia, tocaba la flauta en un rincón. Tocaba un aire burlón, el chotis de una revista musical reciente. Saludó, al pasar el grupo, y Carlos lo identificó como la primera persona que había visto en Pueblanueva, el loco de la pajilla y el bastón.

Le explicaron que se llamaba Paquito el
Relojero
, famoso por su memoria y por su habilidad mecánica, y que era una víctima más de Cayetano, pero no dijeron por qué.

La despedida fue larga por el pretexto de la lluvia; pero ni Aldán ni el boticario se avinieron a subir al piso de doña Mariana, como Carlos proponía, y tomar algunas copas, de modo que se estuvieron un buen rato en el zaguán. Aldán, extraordinariamente animado, habló por los codos, no de política, sino del pasado: los veranos que pasaban juntos Carlos y él, durante las vacaciones; lo que jugaban, lo que hacían y la amistad que entonces se tenían. Carlos lo recordaba todo perfectamente, y algunas veces se adelantaba a Aldán en el recuerdo. Escuchándoles, se convencía don Baldomero de que antaño habían sido uña y carne, y de que, en aquellos tiempos pasados, Cayetano Salgado no era más que un mozalbete tímido y torpe de modales, aunque hijo de rico, segundón en juegos, expediciones y jornadas marítimas. Calló Aldán, y no recordó Carlos que, el último verano pasado juntos, Cayetano había aparecido con un balandro flamante, regalo de su padre, y que desde aquel momento el mando y la importancia había pasado a sus manos, sin que Aldán o Carlos osasen discutírselo.

Se marcharon, por fin, en una escampada breve, porque, nada más alejados unos minutos, repitió la lluvia. Don Baldomero ofreció la rebotica como refugio, y unas copas de aguardiente. Aldán las aceptó. Entraron sin meter ruido, para que doña Lucía no se enterase y no le diese por bajar a estorbarles. La primera copa la bebieron de pie: Aldán ponderó la fuerza del aguardiente y la hermosa color con que las yerbas lo teñían. Don Baldomero se consideró en la obligación de repetir, y bebieron la segunda ya sentados. El calor de la camilla convenía para secar las botas húmedas.

—¿Qué le parece Carlos? —preguntó Aldán.

—Es un tío simpático y campechano. De eso no hay duda.

—¿Piensa que será capaz de desbancar al otro?

—¿Desbancarlo? ¿Qué quiere usted decir?

—Mandar en el pueblo.

Don Baldomero se encogió de hombros.

—Vaya usted a saber. A lo mejor se marcha pronto.

Aldán tendió sobre la mesa la mano descarnada y golpeó el tapete.

—Entendámonos, ¿eh? Yo, por principio, soy enemigo de que nadie mande, pero ante una situación de hecho, prefiero a Carlos Deza. Es un intelectual y se avendrá a razones.

A mí, sólo me lo hace sospechoso el que sea intelectual, como usted dice. Los intelectuales han sido la plaga del país. Incluyo también a los de derechas, como puede imaginar. Por lo demás, me parece un tipo excelente.

—Yo no comparto sus prejuicios.

—Porque tiene usted otros.

—Exactamente. Pero no vamos a compararlos ahora, ni a discutir cuáles sean mejores. Yo soy un político, y reconozco como superiores los principios que al final venzan. Es decir, los míos.

—Los de usted no vencerán jamás.

—Eso ya se verá; pero insisto en que no lo discutamos. Lo que aquí se trata es la conveniencia de que Cayetano Salgado deje de ser el amo del pueblo para que lo sea Carlos. Más que de la conveniencia, de la posibilidad. Es algo sobre lo que usted y yo podemos ponernos de acuerdo.

—¿Es que piensa usted que le sería fácil manejar a Carlos?

Aldán bebió delicadamente un sorbo, y lo paladeó.

—Lo que estoy proponiéndole —dijo en seguida— es una cuestión de ética, no de política práctica, y menos de política inmediata. Se trata de establecer, teóricamente, la diferencia entre estar mandados por un zascandil o por una persona decente.

—¡Hombre!

—Entonces, pongamos los medios…

—¿Nosotros?

—Exactamente.

Don Baldomero rió, se le atragantó el aguardiente con la risa y tosió un rato.

—¡No diga bobadas! ¿Qué podemos hacer usted y yo? A usted le hacen caso unos cuantos pescadores que suman entre todos sesenta o setenta votos; a mí no me hace caso nadie. Pero aunque dispusiésemos de todos los votos del pueblo, ¿qué podríamos hacer? Ahora mandan en España eso que llaman las derechas republicanas, pero en el Ayuntamiento de Pueblanueva, los concejales de Cayetano tienen mayoría. Mientras tenga el dinero, mandará.

—Mientras tenga vida —respondió Aldán sombríamente.

El boticario le miró asustado.

—¿Qué quiere insinuar?

—Nada. Le digo con la mayor claridad que Cayetano mandará mientras viva. Luego, para que deje de mandar, hay que matarle. Jamás imaginé que Carlos pudiera sustituirle simplemente; yo no soy un soñador ni un imbécil. Para que Cayetano deje de gobernarnos y pueda hacerlo otro hace falta una tragedia.

—Usted está loco.

—No. Digo las cosas como son. Vivo en la realidad y veo claro en ella. Y si la realidad es ésta, ¿para qué vamos a engañarnos? Hay que matar a Cayetano.

Se echó para atrás en el sillón, empezó a hacer un pitillo y miró a don Baldomero con mirada casi terrible, un poco velada, sin embargo, por el aguardiente. Añadió al mirar una sonrisa que quiso también ser terrible, quizá terriblemente sarcástica, pero que no alcanzó el matiz apetecido, y quedó en muequecilla inocente.

—Hay que matar a Cayetano, pero en este pueblo no hay nadie capaz de hacerlo más que usted y yo.

Don Baldomero hizo un gesto de protesta, pero por el tono de la voz se advertía su complacencia indisimulable por que se le atribuyesen agallas suficientes para matar a alguien. Pensó que Lucía debería estar delante. Lucía, que alguna vez le había negado corazón para dar muerte a una gallina.

—¡Hombre! Eso es mucho suponer. Quiero decir… No es que yo no rhe sienta con riñones para matar a quien sea si lo considero justo. Pero de lo que se trata ahora… En fin, sea usted más claro.

—Écheme otra copa. Está muy bueno ese aguardiente. Para hombre de acción y presunto ejecutor de Cayetano, bebo poco y pienso mucho, y quizá sea un error. Un hombre como yo debía beber más, pero…

Hizo un gesto vago.

—… no tengo dinero y no me gusta que me conviden.

Don Baldomero le había servido y alargaba hacia él la copa colmada.

—Iba usted a decir…

—… que cuando llegué a este pueblo, hace ahora más de dos años, comprendí en seguida dos cosas: que había necesidad de matar a Cayetano, y que sólo yo sería capaz de hacerlo. Más adelante, cuando le conocí a usted…

—Pero ¿en qué se me nota que también yo…? En fin, que también yo tengo agallas.

—No sé. Pero eso no importa ahora. Lo que importan son las razones dialécticas que a usted y a mí nos permiten matar, y las especiales circunstancias por las que ni usted ni yo podemos hacer justicia.

Don Baldomero abrió los ojos asombrados.

—¿En qué quedamos?

—Una cosa es el poder moral, y otra… No sé cómo decirlo. En fin: si usted saliese ahora a la calle y se cargase a Cayetano, ¿sería lo bastante hábil para convencer al juez de que había cometido un acto justo?

—Es que si pensamos en el juez…

—Prescinda usted del juez. Piense usted en la opinión. ¿Hay alguien en el pueblo que no se alegre de la muerte de Cayetano? Sin embargo, ¿quién de ellos aprobaría la muerte que usted o yo, por las buenas…?

—¡No, no, no! Por las buenas, no. Usted acaba de decir que hay razones morales.

—Usted las tiene y yo también. Distintas, pero coincidentes en este caso. Usted y yo somos anarquistas, usted de derechas y yo de izquierdas. Usted es, además, teólogo, y sabe cuándo se puede matar lícitamente al Rey; las razones son aplicables al caso, y no hay más que hablar de esto. Yo estoy en la misma situación. Para mí, matar a Cayetano no sólo es un acto justo, sino un acto ejemplar y un acto necesario políticamente. Ahora bien, carezco de todo lo que pudiera justificarme ante la opinión. Ni siquiera pertenezco de derecho al partido anarquista. Nadie diría de mí que lo había matado por obediencia al partido. Y, en estas circunstancias, ¿qué podemos hacer usted o yo?

—Nada. Hablar y quedar de acuerdo, al menos en un punto. Yo tranquilizo mi conciencia pensando que, si hubiera inquisición, Cayetano sería quemado.

—Pero Cayetano sigue vivito y coleando y se ríe de usted, de mí y de todo el pueblo, cada mañana.

—Nos queda el consuelo de pensar mal de su madre. Yo lo hago también cada mañana.

—¿Y qué?

—Me tranquiliza mucho.

—No basta.

Aldán se levantó, y, al estar de pie, titubeó. Instintivamente buscó apoyo en el anaquel de los libros. Tenía la copa en la mano izquierda y movía la diestra con ademán oratorio.

—¿No ha pensado usted en las razones particulares?

—¿Cuáles?

—Las privadas, las domésticas. España es un país donde no es lícito matar al Rey si gobierna mal, pero puede matársele si ha seducido a la esposa, a la hermana o a la hija.

Don Baldomero palideció.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que usted tiene una esposa, y que si usted mata a Cayetano porque haya seducido a doña Lucía, la gente lo encontrará lo más natural del mundo.

Don Baldomero rebulló en el sillón, inquieto.

—Bueno, bueno, pero él no ha seducido a mi esposa.

—Lo hará. Es fatal que lo haga. Ha venido al puñetero mundo para eso.

—Yo tengo honor, y si mi esposa me engañase, la mataría.

—Y a Cayetano, ¿no?

—La mataría a ella. La que peca es la esposa adúltera. De él ya hablaríamos luego.

Aldán le miró con desaliento.

—Entonces, si usted me falla por una interpretación casuística del honor, seré yo quien mate a Cayetano.

Arrojó, violento, la copa contra el suelo. Rígido luego, se golpeó el pecho con solemnidad que el aguardiente hacía grotesca.

—¡Yo, seré yo! Sólo usted podía disputármelo, pero renuncia. Muy bien. Se lo agradezco. Sólo me falta saber si lo mataré de un puñetazo, o usaré la pistola o el puñal.

Don Baldomero, sin hacerle mucho caso, recogía, apurado, los vidrios rotos.

—¡Hombre, no me rompa las copas! Después mi mujer protesta…

—¿Es que le tiene miedo?

—¿Miedo? ¿Yo miedo?

Con los pedazos de la copa en la mano se irguió.

—Usted no tiene experiencia del matrimonio, y no sabe que una mujer, cuando se pone pesada, es más temible que unas viruelas.

Arrojó los cristales a un rincón y se sentó.

—Usted, Aldán, es un buen muchacho. ¿Por qué se le han metido en la cabeza esas ideas? La vida es hermosa para quien quiere vivirla; para usted, que carece de religión, sería ancha y florida como un buen jardín.

—Un asco.

—Usted no trabaja. Bueno. Usted no anda con mujeres. ¿Por qué? Usted no ha corrido jamás una buena juerga. ¿En qué consume su juventud? Hay que comer, beber y fornicar, y dejarse de pensar. El pensamiento es el mal. Si usted no pensase tanto, no andaría preocupado por esa idea de matar a Cayetano.

—Y si no pensase en matar a Cayetano, ¿qué pito tocaba yo en el mundo? ¿Qué pito tocaba, dígame? Ningún pito. Sería como esos macacos que van al Casino, a murmurar o a jugarse los cuartos. Esclavos en vacaciones. Da el amo una patada y todos se echan a temblar. Yo, en cambio…

Se adelantó hasta la camilla y extendió los brazos, en movimiento circular, como si los abriese al ancho mundo.

—Vea usted mi vida. Soy casto y sobrio. Soy un asceta. No trabajo porque no quiero colaborar en un sistema económico ignominioso. Pero he dado a mi vida una finalidad. Todos los actos de mi vida se encaminan a ese fin: matar a Cayetano. Ahora me llaman vago; cuando les haya libertado del tirano, comprenderán. Y si no comprenden, peor para ellos.

Apoyó las manos en la mesa, miró a don Baldomero, inquisitivo.

—¿Me entiende? ¿Entiende lo que digo?

—No.

Llegó Aldán a su casa con el abrigo empapado, desnuda la cabeza y chorreándole el agua. Había perdido en el camino el apósito de la herida, y una parte de la cara iba manchada de sangre. El agua enrojecida le resbalaba por el cuello y le manchaba la parte superior de la camisa. Pero la lluvia le había espabilado. Olvidaba poco a poco su conversación con el boticario, y pensaba en Carlos con alegría, porque Carlos le había reconocido, había estado cordial, le había reiterado la amistad antigua.

No entró en seguida. Se cobijó bajo el alpendre, enjugó las manos y lió un cigarrillo. Había luz en la cocina, y la casa estaba silenciosa, envuelta en el rumor sosegado de la lluvia. Sus hermanas ya habrían cenado.

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