Los gozos y las sombras (7 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Yo dejaría de hurgar en la razón de las cosas.

—O en su sinrazón. Pero sucede que no puedo portarme de otro modo.

—¿Tu madre?

—Lo que soy, y cómo soy, se lo debo a ella, a su voluntad imperiosa, constante, implacable. Pero, entiéndame, por favor. Jamás mi madre pudo desear que yo me dedicase alguna vez a destripar las cosas. Jamás pensó que, por obedecerla, pudiese llegar un día en que yo, antes de vivir, piense sobre la vida, y quizá la deje luego inservible para vivirla, a fuerza de pensar en ella. Antes le dije que hubo una mujer. Si yo no hubiese analizado mis relaciones con ella y la realidad de mis sentimientos, habría sido feliz a su lado. Me temo que, inevitablemente, estropearé cualquier sentimiento o cualquier situación que pueda hacerme feliz. Mi madre no quiso esto, sino todo lo contrario. Quería que yo fuese feliz, pero pensó que mi felicidad consistía en aquello que la hubiese hecho feliz a ella. Quería que yo tuviese una gran carrera y que fuese un hombre importante. Esto no lo consiguió, pero me puso en el camino de llegar a ser, no sólo lo que soy, sino cómo soy. Lo hizo —añadió con un tono de amargura— con la mejor voluntad maternal del mundo, pero sin dar lugar a escapatoria.

—Tienes idea de sus sacrificios para darte carrera?

—Los imagino.

—Son inimaginables. Fueron…

Se estremeció, y comentó que hacía mucho frío.

—Vámonos, si usted quiere —respondió Carlos.

—No. Puedo aguantar un poco más si abres un armario que hay en la habitación de al lado y sacas de él una manta y me la echas por las piernas.

Lo hizo Carlos. Doña Mariana se arrebujó.

—Mira. Antes de casarse tu padre, estuve en esta casa muchas veces.

Después de su matrimonio, en vida de tu madre, sólo tres, todas por tu causa. Tu madre había sido mi amiga antes de casarse. Cuando tu padre desapareció, vine a verla, y me echó con cajas destempladas. No tenía razón desde mi punto de vista, pero acaso la tuviera desde el suyo.

Después, cuando te envió a estudiar a Santiago, volvía verla. Ella quería vender todo tu patrimonio para pagarte los estudios: las tierras, los pinares, y esta casa si fuera menester. Y yo, que lo supe, vine a decirle que no lo hiciera. Le ofrecía el dinero necesario, todo el que quisiera, y lo rechazó: volvió a echarme, con las mismas palabras de quince años antes, y por las mismas razones. Yo la hubiera mandado a paseo si no existieras tú; y tú, por su orgullo o por su capricho, estabas a punto de quedarte sin nada. Fíjate bien: no me había importado si fuesen otra clase de bienes; pero éstos, tu casa, las tierras, los pinares, todo lo que había sido de tu padre, tu padre lo había amado. Yo tenía que evitar que fuera a parar, por cuatro cuartos, a manos de los Salgados, que es lo que tu madre pretendía; y como podía impedirlo, lo impedí. Finalmente, volví, la tercera vez. Le hice ver que no conseguiría dinero, y que despojarte de lo tuyo, aunque fuese para darte carrera, era un disparate. Tuvimos, aquí mismo, en este sobrado, ella ahí y yo aquí, una disputa violenta, pero acabó cediendo. Entiéndeme. No aceptó el dinero que le ofrecía, pero sí accedió a trabajar para mí. Durante muchos años, casi hasta su muerte, bordó juegos de cama y mantelerías para mi casa, y ropa interior para mí, que le pagué como a cualquier bordadora porque no aceptaba un céntimo más. Con ese dinero, y con lo que daban tus tierras, pudiste estudiar en Santiago y en Madrid, y te envió algún dinero a Viena.

Hizo una pausa.

—Si ahora me dijeras que no le estás agradecido, te despreciaría.

Carlos había escuchado con la cabeza baja, como avergonzado.

—La he querido mucho —respondió—. La habría querido más si no me hubiera apartado tan pronto de sí. La habría querido más aún si no me hubiera convencido, desde niño, de que el amor se manifiesta en la obediencia. La amé obedeciéndola. Fui a donde quiso, estudié para médico porque lo quiso, y si mi marcha a Viena fue de mi gusto, lo fue también del suyo. Cuando murió, hacía largo tiempo que no la veía, pero todas las semanas recibía su carta. Me daba órdenes y reglas, sólo órdenes y reglas, y yo las seguía. Las seguí durante mucho tiempo después de su muerte. Agradezco a mi madre lo que hizo, y me conmueve, pero…

Se interrumpió un momento; alzó la cabeza y miró a doña Mariana.

—… tengo que preguntarme si el sacrificio de mi madre sirvió de algo.

—A ella la hizo feliz.

—Bien. Lo que usted acaba de contarme me duele en el corazón, pero es indudable que si mi madre viviera y me escuchase, en el caso de que yo me atreviera a ser franco con ella como lo soy con usted, se sentiría defraudada. No sólo no soy lo que ella quería, ni como ella quería, sino que no puedo serlo. Además —añadió— no me importa.

Se levantó, dio unos pasos por la habitación con las manos metidas en los bolsillos de la americana y la punta apagada del pitillo entre los labios. Se acercó luego a la ventana y miró al exterior, silencioso. Se volvió de pronto.

—Pero no debe usted despreciarme. Sería injusto. Yo he amado a mi madre y la he obedecido, pero ella se equivocó. Ahora tengo treinta y cuatro años y me parece tarde para empezar de nuevo. Lo único que me queda de estos años pasados es eso que a usted le sorprende: la manía de analizarlo todo. Es un hábito del que ya no podré apartarme nunca, por mucho que haga. Y lo malo es que me conduce siempre a conclusiones en las que no creo.

Sacó otro pitillo, lo encendió, sopló sobre la cerilla y se quedó mirando el humo.

—Y; sin embargo…

Arrojó la cerilla.

—No importa que usted no entienda bien lo que voy a explicarle. Necesito pensarlo y decirlo, y usted está ahí, usted me ha traído a esta situación, y…

Se interrumpió y sonrió.

—… usted está bien tapada con una manta. Puede escucharme. Necesito juzgar, desde mi situación presente, un acontecimiento pasado.

—Quizá —interrumpió doña Mariana— no sepas aún lo suficiente para juzgarlo. En esa historia que acabo de contarte hay más capítulos.

—No se trata ahora de ella. Por otra parte, tampoco debo juzgarla… todavía. Se trata sólo de que, en esta situación a que he llegado, una ocurrencia insignificante cobra una importancia inesperada y un sentido inexplicable. Perdóneme si vuelvo a la puerta tapiada. Si, como le expliqué antes, yo le hubiera dicho a un compañero de clínica, o a un maestro: «Me pasa esto», él hubiera descubierto en seguida la causa, y asunto concluido. Habría vuelto a olvidar la puerta. Pero no lo hice. Entonces, para mí, aquella determinación se me antojó un ejercicio libre de mi voluntad en un terreno incontrolable. Ni siquiera Zarah podía obligarme a psicoanalizarme, porque se lo oculté también. Cultivé el recuerdo como se cultiva una planta y esperé. Hace cuatro días, en París, creí deberle mi libertad, pero ahora resulta que mi acto de voluntad está en conexión, no con mi vida personal, no con lo que sé de mi vida, ni con lo que hasta ahora he esperado de ella, sino con la de usted y con lo que usted quiere de mí, que no sé lo que es, pero que, en todo caso, no es lo que he querido yo. Esto es inexplicable. Es muy fácil responder: sucede así por casualidad, pero yo no creo en la casualidad.

Doña Mariana había escuchado con muestra de entenderle enteramente. Cuando Carlos terminó, ella se encogió de hombros.

—Lo que no me explico, criatura, es por qué te haces cuestión de esto. ¿Qué más dan los porqués, si es que existen? Lo importante, a mi juicio, es que, si te hablo de tu padre como deseo, tu vida puede cambiar; y ahora que ya has hablado un poco de ti, deseo ardientemente que cambie, porque no me gusta: ésta es la cuestión. ¿Para qué romperse el caletre con las otras? Te aseguro que me sorprende que se te hayan ocurrido. En mi cabeza, desde luego, no caben.

—Sin embargo, para mí, esclarecer lo que no entiendo puede suponer también un cambio de vida. Algo así como si un hombre que no cree en Dios se lo encuentra, de pronto, en la mesa del café.

—¿Tú crees en Dios?

La mano de Carlos, que llevaba un nuevo cigarrillo a la boca, se detuvo a medio camino.

—¿Por qué lo pregunta?

—Es que yo no creo.

Lo hubiera esperado Carlos de cualquier otra persona; pero de pronto comprendió que ya se había hecho una idea de doña Mariana, y que en ella no cabía una confesión paladina de ateísmo. La sorpresa se le traslució en el rostro.

—En cualquier caso —tartamudeó—, eso no importa.

Doña Mariana sacudió la manta que le cubría las piernas, y se levantó.

—Vámonos.

Pero permaneció frente a Carlos, mirándole a la cara, y le puso una mano encima del hombro.

—Ya lo creo que importa. Precisamente porque no creo en Dios es por lo que necesito que me juzgues.

—¿Yo?

—Tú, Carlos Deza, hijo de Fernando y de Matilde, a quienes hice daño. —Echó a andar hacia la puerta, y la madera del piso crujió bajo sus pasos. El suelo se movía suavemente, como un barco mecido por la resaca. Se movía con música. Carlos tardó en seguirla unos segundos.

El resto del día transcurrió como si no hubiera pasado nada, como si ciertas palabras no se hubieran pronunciado, y no porque Carlos hurtase el bulto a las consecuencias, sino porque doña Mariana parecía haberlas olvidado, o, en todo caso, hacía como si las olvidase. Durante el regreso, habló a Carlos de la situación de sus propiedades, cuyas rentas ella había doblado con gran esfuerzo, pero sin que el resultado fuese el que debía esperarse. «Tu padre —dijo también— carecía de sentido para el dinero. Resulta ridícula la cifra de algunos arrendamientos, y ahora, con esas leyes que dan los republicanos, es muy difícil subir las rentas.» Llegaron a casa, y mandó que preparasen la merienda. Preguntó a Carlos si té o chocolate; Carlos dijo que té, y lo sirvió la
Rucha
. Siguieron hablando de intereses, o, mejor, siguió doña Mariana refiriéndose a los de Carlos y al poco tino con que sus tierras se habían explotado. Después de merendar, puso unos discos, y por ahí sacó la conversación de la música. «Tú tocabas el piano, verdad?» Carlos le respondió que sí, y entonces ella le invitó a que tocase un poco. Lo hizo Carlos. Mientras tocaba, la observó. Ni una sola vez pareció ensimismarse o dejarse arrebatar por pensamientos, sino que permanecía despierta y atenta a la música. Preguntaba, y Carlos le respondía. Lo que más le gustaban eran los valses de Viena. «¡Qué quieres, hijo mío! Son de mi tiempo.» Carlos tocó los más conocidos, y alguno nuevo que recordaba vagamente y que reconstruyó con esfuerzo. «Esto del piano, si no recuerdo mal, lo aprendiste por disposición de tu madre.» Así era. «¿No te gusta?» Sí; a Carlos le gustaba la música.

—Ya ve usted. Si a mi madre se le hubiera ocurrido hacer de mí un músico, lo hubiera conseguido. Pero aprendí a tocar el piano porque, según mamá, es una especie de adorno bonito para un hombre. De todas maneras, lo que sé me ha bastado. No soy un gran pianista ni lo seré nunca, pero, para mis fines particulares, me defiendo.

—Es curioso —dijo doña Mariana—. Que yo recuerde, a ninguno de mis abuelos, ni tampoco a los tuyos, se les ocurrió jamás dedicarse a otra cosa que no fuera la política o su hacienda. Pero ya tu padre fue un tipo raro: tuvo un gran porvenir político y lo desdeñó. Los últimos años de su vida se los pasó escribiendo. Después, a mi primo Gonzalo le dio por la literatura y el periodismo, y les sacrificó su vida. Más tarde, el hijo de Quiroga salió pintor, tú eres un músico fracasado, y del hijo de Remigio Aldán, que también anda por aquí, dicen que es poeta, o que quiere serlo. ¿No encuentras esto un poco raro?

—Por lo que a mí se refiere, desde luego, no. Aunque, bien mirado, no soy un músico fracasado. Todo lo más, un psiquiatra fracasado. Lo que sucede es que mi madre me mandó aprender música para que, en las reuniones sociales, pudiera sentarme al piano y tocar un vals, y para que las señoras dijesen: «¡Qué bien toca el hijo de Matilde!»; y, si acaso, para que una chica de posibles se enamorase de mí; y yo lo que hice hasta ahora fue tocar para mí, porque me gusta; y, todo lo más, tocar para alguna persona que encuentre en la música el mismo gusto que yo. Pero le aseguro que, hasta ahora, no me ha proporcionado un buen partido para casarme.

—No eres ambicioso, ¿verdad?

—¡Oh, sí! Tengo algunas ambiciones; lo que me falta es pasión para realizarlas.

—¿Te acuerdas de Cayetano Salgado?

—Un chico rico que jugaba con nosotros, ano?

—Algo más que un chico rico, pero sí, es cierto: jugaba con vosotros; jugaba contigo y con Juanito Aldán. Ahora es el amo aquí. También él estuvo fuera, como todos vosotros. ¿Qué sucede, que todos os vais y luego volvéis? Pero Cayetano ha vuelto de otra manera. Estuvo en Inglaterra y en los Estados Unidos, se hizo ingeniero, ahora dirige los astilleros. Es muy rico, sabes?, más rico que yo. Cualquiera, en su lugar, hubiera elegido otro sitio para vivir. Los astilleros podría dirigirlos desde La Coruña, por ejemplo. Sin embargo, él vive aquí, aquí tiene su casa, y su madre, y su padre …

Se interrumpió.

—A ésos también les hice daño, pero el juicio de Cayetano no me importa.

No esperó a que Carlos se apoyase en aquel inciso para volver a la conversación de la tarde, sino que continuó hablando de Cayetano y de sus astilleros, e incluso de su madre y de su padre. «Todo el que piensa vivir en Pueblanueva más de veinticuatro horas necesita saber a qué atenerse con esa gente, porque, quiéralo o no, se los tropezará.»

—Usted no parece quererlos mucho.

—¡Oh, no! Don Jaime es mi amigo, y aunque a su hijo le pese, mi administrador. Ya lo conocerás cualquier día. Una de las cosas que te dirán en seguida es que don Jaime Salgado es el padre de mi hijo. Esto no es cierto. Hace treinta y cinco años, cuando murió mi padre y vine a hacerme cargo de mi patrimonio, estos Salgados empezaban, tenían dinero, habían montado una pequeña factoría naval en que construían barcos de madera. Don Jaime era un buen hombre de negocios, pero Angustias, su mujer, ambicionaba algo más que dinero. Cada vez que un Churruchao vendía algo, ella mandaba a su marido que lo comprase.

Carlos la interrumpió:

—¿Un Churruchao? Alguna otra vez he oído ese nombre, pero no sé qué quiere decir.

—Los Churruchaos, hijo, somos nosotros; tú, y yo, y Juanito Aldán, y el padre Quiroga, y algún que otro bastardo pelirrojo que anda por ahí, por el campo.

—Una gran familia. Eso, al menos, me dijo en París Gonzalo. Y mi madre también me habló y me escribió muchas veces acerca de eso. No hablaba de los Churruchaos, pero ahora comprendo que se refería a ellos. Parece ser que mi obligación de ser un hombre importante tiene bastante que ver con mi pelo rojo y mis narices.

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